Es difícil creer que detrás de la casa de Janet Quiñones en el sector Villa Cristiana en Loíza, un pequeño pueblo del norte de Puerto Rico, había una enorme playa. Es difícil creer que esa playa estaba bordeada por una carretera, y que allí había otras residencias y un vasto terreno con negocios, palmeras y pinos.
En el lugar se celebraban reuniones familiares, días feriados y la gente podía cruzar el litoral para llegar al otro extremo del vecindario.
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Ahora la orilla no es más que una pequeña franja de arena. El patio del hogar de esta expolicía de 57 años, quien ha vivido allí por cuatro décadas, es un cúmulo de ruinas de cemento, basura y vegetación con raíces expuestas que son golpeadas constantemente por el mar.
Estamos de visita un día soleado de enero y Janet, mientras camina por el trozo de carretera rota, nos cuenta que los vecinos se han ido y que las bonitas memorias del barrio son empañadas por un profundo miedo.
El mar, al que ella le atribuye vida propia, se está tragando la costa poco a poco. A su paso, deja todo desolado.
Las edificaciones ceden y comienzan a caer. Se convierten en estructuras fantasma que nadie habita y que amenazan la vida marina y el turismo, hasta que al final desaparecen, mientras que la población queda desplazada.
Janet teme ser la próxima.
“Yo me sentía segura porque el mar estaba bien lejos”, comenta mientras la seguimos con una cámara. “Ahora el mar se está metiendo demasiado, demasiado”, agrega sobre la línea de costa que hace 30 años estaba a una distancia considerable de su hogar.
El fenómeno que arrasa la zona de Villa Cristiana se conoce como erosión costera, un proceso natural en el que la playa, que es un ecosistema dinámico, pierde arena y el mar se adentra.
En muchas áreas de los 44 municipios con acceso al mar en Puerto Rico, afirman los científicos, la erosión dejó de ser normal y ahora representa un problema. Las playas se están perdiendo de forma acelerada y no se recuperan.
“Se me está cayendo la casa poco a poco”, dice llorosa Janet, quien nos deja entrar a su hogar, ubicado en un segundo piso.
La cercanía del mar ha provocado que el salitre desgaste las columnas de la entrada, y como tienen las varillas visibles, no se puede poner un marco para una puerta. Protege la residencia con un portón de aluminio.
En el interior de la estancia de una habitación, dos livings y una cocina, el concreto está al raso y lleno de grietas.
“Por la noche, cuando hay viento fuerte, las ventanas de mi cuarto hacen un ruido horrible. Les pongo una tabla porque es demasiado. Se me está destruyendo por fuera, por dentro, por todos lados”, cuenta.
La pérdida de playa en su barrio comenzó cerca del 1989, pero en tiempos recientes, dice, ha empeorado. Así ha pasado en el resto del archipiélago.
Las causas son variadas y complejas, al igual que las soluciones que, pese a la demanda desesperada durante años, aún no llegan.
A tres horas de Loíza, en la costa del barrio Córcega en Rincón, en el oeste de Puerto Rico, una hilera de estructuras inclinadas parece que le hace reverencias al mar y a los hermosos atardeceres naranja intenso que allí ocurren.
Desde el techo de una de ellas Ruperto Chaparro, un profesor de la Universidad de Puerto Rico experto en manejo de recursos costeros, nos señala un predio vacío en donde alguna vez hubo un complejo de apartamentos cuyas unidades tenían un valor sobre los US$200.000.
Fue demolido en 2022, luego de que, por la marejada ciclónica que provocó el huracán María en 2017, la pérdida de playa hizo que una parte de los edificios quedara dentro del agua.
Precisamente, la combinación de construir en la zona marítimo-terrestre, algo que amenaza los recursos costeros como las dunas y corales que detienen el oleaje, y las consecuencias del cambio climático, que provoca huracanes y eventos de marejadas más fuertes y frecuentes, son la principal razón del problema, dice el científico.
“Cuando tú no tienes ningún tipo de estructura en la costa, la erosión no crea ningún problema. Los desastres como este son antropogénicos, son creados por el ser humano”, sostiene el también director del programa Sea Grant, dedicado a educar sobre los recursos costeros.
“El cambio climático entra en juego en el proceso de erosión por el aumento en el nivel del mar, debido a que se están derritiendo los polos”, dice, para explicar las razones por las que las marejadas que se “comen” la costa son cada vez más potentes.
Un informe de la Agencia Nacional Oceánica y Atmosférica de EE.UU. de 2022 señala que, al menos en San Juan, la capital del territorio caribeño, se ha registrado desde 1962 un aumento de 1,77 centímetros en el nivel del mar por década (equivalente al índice de aumento del nivel global del mar).
Aunque parezca poco, el informe detalla que el efecto que ese cambio tiene en las marejadas es “preocupante”, más aún cuando en la isla un 60% de la población vive en la costa.
Y aunque el nivel del mar aumenta alrededor de todo el mundo, el impacto de la erosión es tan marcado en Puerto Rico porque su gobierno ha permitido una construcción desmedida en la costa, basando sus leyes, reglamentos y política pública en definiciones heredadas de una legislación del tiempo colonial español, critica el profesor Chaparro.
El documento aprobado por España tuvo vigencia en el archipiélago desde 1886.
Se elaboró considerando las mareas del mar Mediterráneo y el Cantábrico, que bordean la península ibérica y que tienen un comportamiento distinto a las de Puerto Rico, ubicado en ruta de huracanes, fenómenos naturales que provocan marejadas ciclónicas con olas que penetran más adentro.
Chaparro también denuncia que en Puerto Rico se han registrado muchos casos de expedición de permisos ilegales para construir en la costa.
Algunos muy sonados, como el intento de hacer una piscina justo en la playa ubicada frente a otro complejo de apartamentos en el mismo pueblo de Rincón, obra paralizada por los tribunales el pasado año luego de intensas manifestaciones.
El caso fue altamente publicitado precisamente por las insistentes protestas de decenas de personas que decidieron acampar por meses en el predio, mientras el caso se dirimía en los tribunales. Afirmaban que para otorgar los permisos para la construcción no se midió de forma correcta la costa, por lo que la piscina quedaba en la playa pública. También alegaban que en la zona anidaban tinglares, especie de tortuga en peligro de extinción. Un juez confirmó las irregularidades y revocó el aval para la estructura.
Por su parte, Anaís Rodríguez Vega, secretaria de Recursos Naturales y Ambientales de Puerto Rico, admitió en conversación con BBC Mundo que los estatutos que rigen las costas deben enmendarse y que la erosión es un problema apremiante.
“Decir que es una ley que está vigente de acuerdo con los tiempos sería faltarle a la verdad”, nos comenta en su oficina en San Juan. Cuando le preguntamos por qué no hay cambios luego de más de un siglo, la funcionaria pasó la responsabilidad al Legislativo de la isla.
“Habría que preguntarlo a la rama legislativa”. Y aunque en Puerto Rico la rama ejecutiva, a la que pertenece su secretaría, puede presentar legislación, Rodríguez solo dijo que esta opción está bajo “evaluación”.
También aceptó las denuncias de construcciones ilegales, que tachó como “inescrupulosas”, e indicó que los esfuerzos de su agencia se centran en “orientar a la población” para que las personas “una vez vayan a adquirir un terreno sepan qué es lo que pueden construir”.
Sobre los edificios que quedan destruidos por el mar y abandonados en las costas, dice que no tienen un conteo, pero que hay un proyecto en marcha para identificarlos. Pero ante el desconocimiento de dónde están, le fue imposible especificar cuándo comenzarán alguna iniciativa para demolerlos.
De acuerdo con un informe del Instituto de Investigación y Planificación Costera de Puerto Rico, para 2018 el límite entre el mar y la tierra en el archipiélago se había movido 99 kilómetros tierra adentro. Además, aproximadamente 58 kilómetros de franja de playa también se habían movido hacia el interior.
Los científicos que presentaron los hallazgos en diciembre pasado urgieron a su gobierno a tomar en cuenta estos cambios en el litoral para generar soluciones, y así evitar desastres futuros, proteger vidas, propiedades y trabajo.
El tiempo, sin embargo, se acaba.
“El cayo ha perdido ya más de una tercera parte. Está mucho más pequeño que antes”, dice Elick Hernández, un capitán de 65 años que ejerce su oficio desde hace 40, y que vivía de transportar turistas a la isla Ratones, en Cabo Rojo, un pueblo del suroeste.
Ese pequeño pedazo de tierra del que habla queda justo en las aguas que se ubican detrás de su casa, en el barrio Joyuda. Y año tras año se hace más chico, nos cuenta mientras lo bordeamos en su lancha.
Desde donde estamos podemos ver cómo el muelle del cayo quedó hundido, por lo que ningún barco puede atracar ya. Las estructuras que allí se erguían también quedaron destruidas. Lo que en algún momento fue un pequeño baño con el exterior pintado de azul, quedó sobre la arena.
El capitán, en cuya nave también viajan Guarionex Padilla, un vecino que considera su sobrino, y su perro, Floqui, comenta que antes podía llevar hasta 100 personas a isla Ratones.
En la actualidad se ha tenido que “reinventar” y su sustento es realizar paseos en mar abierto.
Elick creció en Joyuda y por décadas ha visto los cambios de Isla Ratones, pero no duda en decir que el huracán María fue el desastre natural que más erosión provocó.
“Estos huracanes antes venían más suaves, venían con una categoría menos. Pero en este momento viene huracán categoría cinco, cuatro, tres. Son monstruos que cambian tanto las playas como el fondo marino, las montañas, los valles, todo”, nos dice el hombre.
Elsie Herger, una mujer de 77 años dueña del hotel Hostería del Mar en Ocean Park, un sector de San Juan, la capital, coincide con Elick. En su caso no fue una isla lo que desapareció con el huracán María, sino la costa que quedaba justo detrás de su negocio y que suponía el atractivo principal.
“Cuando compré Hostería era un hotel en la playa. Ahora nos anunciamos como un hotel en el mar. Es más, a veces pienso anunciarlo como un barco”, comenta con un tono sarcástico mientras conversamos en la terraza de su hotel.
Detrás de esa terraza, en la arena, colocaba mesas para los visitantes. La gente podía acceder a una barra al aire libre desde la playa y a un restaurante.
Pero con la desaparición de la arena, el mar choca contra la pared trasera del edificio. La marea es un problema mayor para la estructura, construida originalmente en la década de 1940, y remodelada en los 80 por la propietaria.
“Yo vivo arreglando la estructura. Me tumba las ventanas. El otro día me tumbó una pared del restaurante y se llenó de arena. Pinto cada semana, la electricidad está afectada…”, lamenta.
“Muchos turistas, cuando saben que tenemos el mar pero no tenemos playa, cancelan las reservaciones. Se ha afectado tanto el servicio de comida como el de hospedaje”, agrega.
Mientras que Elick cambió su negocio para subsistir, Elsie, por su parte, no corre la misma suerte y comenta que necesita con prontitud una solución para proteger su propiedad.
Asegura que no es solo por ella, sino por toda la comunidad, porque si desaparece su hotel, que es la estructura más cercana al mar en su calle, pronto comenzará a afectar al resto del sector.
Pero las autoridades de Puerto Rico y EE.UU. al momento no han presentado una propuesta.
“El Cuerpo de Ingenieros de EE.UU. dice que está haciendo un estudio, pero dicen que no estará en 20 años. Y nosotros no queremos esperar 20 años, estamos dispuestos a pagar por lo que nos recomienden”, comenta.
En otros sectores, como en Villa Cristiana, también esperan. No obstante, sus posibilidades están mermadas, porque allí no hay los recursos para pagar por soluciones.
Janet, aunque dice que no está segura de que sea lo correcto, pidió una y otra vez durante nuestra entrevista que le construyan un rompeolas en la parte trasera de su casa.
Esta opción, como nos contó la alcaldesa de Loíza, Julia Nazario, con quien conversamos frente a una pescadería de su pueblo destruida por el mar, no siempre es la mejor porque, aunque protege la tierra que queda justo en frente del rompeolas, puede empeorar la erosión en sus extremos.
Nazario propuso, por el contrario, que en sus comunidades se impulsen proyectos compatibles con el medioambiente y que ayudan a controlar las marejadas de forma natural, como la siembra de arrecifes de coral o de dunas de arena.
Anaís Rodríguez Vega, la secretaria de Recursos Naturales y Ambientales, afirmó que su agencia ha destinado fondos para esos fines. Y que, además, colaboran con organizaciones sin fines de lucro que buscan restaurar las barreras en las playas de forma natural.
No obstante, estas son soluciones a largo plazo. Para el profesor Chaparro lo urgente debe ser detener las construcciones en las costas, pero para esto se debe aprobar legislación, algo que se ha intentado en varias ocasiones sin que los proyectos prosperen.
Janet, por su parte, sostiene que de su casa no puede irse. En el piso de abajo vive su hija con su familia. Relocalizarse significaría encontrar dos nuevos hogares.
Construir o comprar, con lo poco que recibe de jubilación, es prácticamente imposible. Ha tocado puertas en las agencias de gobierno, pero el mar gana más terreno y la ayuda no llega.
Afirma que ha perdido la esperanza.
“Hay un refrán que dice ‘lo que es del mar al mar vuelve’. No sé si lo han escuchado”, suelta, mientras camina por la carretera rota y se escuchan las olas golpear con fuerza los pedazos rotos.
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