Cuando Stephen Palumbi miró hacia el agua azul profunda, tuvo la extraña impresión de que algo no andaba bien.
Era el verano de 2016. Palumbi, profesor de Ciencias Marinas en la Universidad de Stanford, en California, buceaba en una expedición para evaluar un oscuro parche de arrecife en el Pacífico Central.
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Lo que Palumbi y sus colegas encontraron fue un mundo olvidado de asombrosa abundancia: un cardumen de peces loros, bosques de ocho metros de altura de corales ramificados, grandes peces napoleón y tiburones.
Tantos tiburones. “No podías mirar a ninguna parte sin ver uno o dos”, asegura.
Sin embargo, también había una atmósfera anormal: una dispersión de pistas misteriosas que indicaban que aquel lugar era diferente.
“Cada vez que te dabas la vuelta, pasaba algo extraño”, dice Palumbi. Como una grieta misteriosa en el arrecife. Las fisuras pequeñas e irregulares no son infrecuentes, pero aquella dibujaba una línea perfectamente recta: un abismo ordenado de al menos 1,6 kilómetros de largo.
Y también hubo un incidente de navegación.
Más temprano, su equipo estaba en el barco de buceo, a punto de echar el ancla en una laguna a varios kilómetros de la orilla más cercana, cuando el sistema de navegación se disparó.
Según los cálculos del aparato, habían encallado. Pero no lo habían hecho.
Palumbi estaba buceando en uno de los lugares más radiactivos de la Tierra: el atolón Bikini, en el archipiélago Marshall. Hace casi 70 años, en esta banda de islas en forma de anillo, que solía ser un paraíso tropical arquetípico, se probó la bomba atómica.
Durante 12 años, en las décadas de 1940 y 1950, Estados Unidos bombardeó sus tranquilas aguas y las de un atolón vecino con 67 armas nucleares equivalentes a 210 megatoneladas de TNT, más de 7.000 veces la fuerza utilizada en Hiroshima en 1945.
El sistema de navegación de Palumbi estaba equivocado porque ciertas islas, aún registradas en mapas antiguos, desaparecieron completamente por las explosiones.
Este oscuro pasado dejó un legado devastador para los habitantes de Bikini, quienes desde entonces no han podido regresar a sus hogares.
Sin embargo, también creó un santuario accidental: un lugar donde la vida silvestre está protegida por la propia toxicidad del área y donde no ha habido pesca durante casi siete décadas.
A medida que la población mundial aumenta, también lo hace la cantidad de pescado y mariscos silvestres que consumimos, que en la actualidad constituye una parte importante de las dietas de 3.000 millones de personas en todo el mundo.
Sin embargo, este bufé libre ha tenido consecuencias radicales.
En menos de un siglo, los ecosistemas que alguna vez fueron prósperos se han convertido en desiertos. El atún rojo, uno de los peces favoritos para el consumo, está al borde de la extinción y en el oriente de Canadá desaparecieron hasta 810.000 toneladas de bacalao que históricamente se capturaban cada año.
De hecho, los humanos transformaron por completo los océanos, reduciendo la biomasa total de peces en aproximadamente 100 millones de toneladas desde tiempos prehistóricos.
Se cree que el 90% de las poblaciones de peces del planeta se agotaron.
Sin embargo, hay un movimiento creciente para cambiar esto.
Naciones Unidas firmó un acuerdo histórico este año: el tratado de alta mar, que tiene por objetivo proteger la vida marina en áreas de mar abierto que no están controladas por ningún país.
Esta vasta franja de la superficie terrestre, que representa más de dos tercios de los océanos del mundo, ya no será un bien común donde todo vale.
Al menos, ese es el plan.
Por supuesto, no se pretende abandonar la pesca por completo.
Pero, ¿cómo se verían los mares si decidiéramos salir permanentemente de ellos? Hacer esta simple pregunta puede proporcionar una visión sorprendente del profundo impacto que tenemos en el ecosistema más grande del planeta y revelar lo que podemos hacer para ayudarlo a recuperarse.
Durante décadas después de los experimentos en el atolón Bikini, las islas fueron un lugar fantasma: además de los cuidadores, ningún ser humano ha vivido allí desde la década de 1950.
Cuando Palumbi partió en su bote hacia la laguna central del atolón en 2016, junto con su colega Elora López-Nandam, investigadora postdoctoral en la Academia de Ciencias de California, no tenían idea de lo que encontrarían.
Después de todo, incluso los cocos esparcidos por las playas locales son radiactivos.
La pareja buceaba en el cráter Bravo, una cuenca de 75 metros de profundidad y 1,5 kilómetros de ancho en el norte de la cadena de islas. El agua allí tiene una radiación relativamente baja, similar a los niveles que se encuentran en el fondo del mar en la mayor parte del mundo.
Sin embargo, el sedimento en el fondo cuenta otra historia: todavía tiene altas concentraciones de plutonio, americio y bismuto radiactivos, más elevadas que en cualquier otra zona de las Islas Marshall.
En ese lugar, en la mañana del 1 de marzo de 1954, Estados Unidos llevó a cabo la prueba termonuclear más grande de su historia.
Más de seis décadas después, Palumbi y su colega quedaron asombrados por lo que vieron. El centro del cráter apenas tiene una gruesa capa de limo. En los extremos encontraron un refugio oculto, donde los cardúmenes de pequeños peces arcoiris rodeaban los corales de roca del tamaño de autos pequeños y los tiburones punta negra y tiburones grises de arrecife estaban por todas partes.
“Es alucinante”, dice Palumbi. A pesar de luchar contra los efectos de la radiación, que se presume creó una población de tiburones mutantes sin segundas aletas dorsales, el arrecife estaba muy vivo.
Los peces eran gigantes, al menos en comparación con los que se ven en lugares que son saqueados regularmente por la pesca.
Esta es la consecuencia más obvia de abandonar la pesca: habría más peces y serían mucho más grandes de lo que han visto las generaciones modernas.
En marzo de 2006, el entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush, vio en la televisión un documental sobre las islas del noroeste de Hawái, un archipiélago remoto en el Pacífico.
Al parecer quedó tan encantado que inmediatamente comenzó a buscar formas de protegerlas. Con la ayuda de una ley centenaria, creó el Monumento Nacional Marino Papahānaumokuākea, ahora el área de conservación marina más grande del mundo.
A diferencia de vastas extensiones de otras áreas marinas protegidas, donde las zonas de veda representan sólo una quinta parte, en la nueva reserva se impuso una prohibición total a la pesca.
El impacto fue casi inmediato. “Comenzamos a ver los efectos después de aproximadamente un año y medio”, dice John Lynham, profesor de Economía en la Universidad de Hawái, especializado en la recuperación de los océanos.
En general, había más vida marina. Las especies que antes eran las más explotadas ahora se recuperaban más rápido, explica.
Sorprendentemente, los atunes de aleta amarilla y los patudos fueron de los primeros en responder. Aunque son depredadores ápice y los adultos miden en promedio al menos 1,8 metros de largo, están creciendo rápidamente.
Al igual que en el atolón Bikini, otras recuperaciones notables fueron totalmente accidentales.
Tomemos el inicio de la Segunda Guerra Mundial, en septiembre de 1939. Durante los siguientes seis años, casi nadie pescó en el Mar del Norte.
Con diseños grandes y resistentes y cubiertas claras y abiertas, los barcos de arrastre eran relativamente fáciles de convertir en dragaminas: buques de guerra que rastreaban los océanos en busca de minas para descargarlas.
Debido a los peligros que representaban las minas, los buques de guerra y los bombardeos para las flotas civiles, hubo muy pocos barcos pesqueros activos durante la guerra.
Por ello, la población de peces en el Mar del Norte se disparó.
Los peces más viejos fueron los primeros en beneficiarse. En lugar de ser atrapados, tuvieron que quedarse y eventualmente reproducirse, lo cual incrementó la población para la generación siguiente.
Trágicamente, cuando se reanudaron las operaciones pesqueras, se cree que la abundancia de peces de la posguerra pudo haber contribuido a un auge de la pesca que condujo a una explotación sin precedentes en el mundo.
Por supuesto, no importa cuán en serio se tome la humanidad una imaginaria prohibición de la pesca porque algunos daños nunca se revertirán.
La tragedia de la sobrepesca significa que muchas especies marinas ya desaparecieron de los océanos para siempre. Incluso para las que quedan, existen muchas otras barreras en el camino hacia una recuperación total, desde la pérdida de hábitat hasta las extinciones locales.
Sin embargo, quizás el efecto más llamativo de una moratoria mundial sobre la pesca ocurriría en los tiburones.
En un rincón del Museo de Zoología de la ciudad suiza de Lausana, apoyado en un pedestal, hay un gran tiburón blanco de aspecto ligeramente extraño. Con un hocico inusualmente levantado y mandíbulas curvadas, contiene todo lo que queda de un ejemplar capturado en 1956.
La mayor parte del cuerpo de este tiburón es un modelo, una interpretación un tanto artística del animal de la vida real, con sus aletas y dientes.
Con una longitud de 5,9 metros, era casi del tamaño de una lancha rápida. Pero lo que es particularmente notable de este gigante es dónde fue encontrado: no en Sudáfrica, Australia, Florida o en cualquiera de las aguas habituales infestadas de tiburones.
Fue detectado cerca de Sète, frente a las costas del sureste de Francia. Este fue uno de los últimos grandes tiburones blancos de Europa.
De hecho, se cree que el Mediterráneo alguna vez estuvo plagado de tiburones.
Tiburones martillo, azul, caballa y zorro convivieron con una antigua población de grandes tiburones blancos que habitaron la zona durante 450.000 años.
En 2010, un estudio dirigido por Chrysoula Gubili, investigadora del Instituto de Investigación Pesquera de Grecia, concluyó que es posible que originalmente llegaran allí cuando una hembra solitaria tomó una ruta equivocada.
Todavía hay algunos tiburones grandes que acechan en el Mediterráneo, incluido el gran tiburón blanco nativo ocasional. Están en peligro de extinción, con muy pocos avistamientos como para calcular cuántos hay.
En Europa, las poblaciones de especies de tiburones sobre las que hay datos disponibles disminuyeron entre un 96% y un 99.99% desde que comenzaron los registros a principios del siglo XIX.
Los principales beneficiarios de estos tiburones ausentes son los animales de presa, en particular los peces más pequeños. Un análisis, con datos que se remontan a 1880, estimó que la biomasa total de peces depredadores en los océanos cayó dos tercios solo durante el último siglo, mientras que al mismo tiempo la biomasa de especies más pequeñas aumentó.
En un mundo sin pesca, el profesor John Lynham cree que estos peces perdidos regresarían pronto, al menos aquellos que aún no se han extinguido. Entonces comenzaríamos a ver un reequilibrio del ecosistema oceánico.
“Probablemente con el tiempo habrá más depredadores principales y eso en realidad puede conducir a una menor abundancia de especies de las que se alimentan”, explica.
Los peces que se han beneficiado de la ausencia de tiburones mediterráneos podrían descubrir repentinamente que son la cena.
Y aunque la mayoría de los tiburones son pacíficos, con poco interés en consumir humanos, también es posible que alejarse de la pesca podría conducir a un pequeño aumento en el número ya bajo de ataques de tiburones contra humanos.
Por ejemplo, algunos expertos creen que el éxito de un programa de conservación de tiburones en Long Island podría haber contribuido a un aumento en el número de ataques contra humanos en los últimos años, aunque ninguno fue fatal.
Sin embargo, también habría algunas consecuencias más sorprendentes para los océanos del mundo. Una de ellas es la reducción del plástico.
Aunque las bolsas de plástico, las botellas y los envases de alimentos matan de hambre, ahogan, enredan y envenenan a millones de animales marinos cada año, y contribuyen a que los microplásticos contaminen la cadena alimentaria, la gran mayoría del plástico grande en los océanos no es basura ordinaria. Viene de la pesca.
Tomemos como ejemplo el giro subtropical del Pacífico Norte, un inmenso sistema de corrientes oceánicas en circulación que es el hogar de algunos de los animales salvajes más encantadores de los océanos, como ballenas, tiburones, tortugas marinas y peces.
Este ecosistema de mar abierto se encuentra a más de 1.600 kilómetros de la costa. Sin embargo, es famoso por ser un vórtice de basura, un sistema que atrapa asombrosas cantidades de basura humana.
Es conocida como la gran mancha de basura del Pacífico Norte.
Según un estudio publicado el año pasado, más de las tres cuartas partes de los deshechos más grandes atrapados en esta pila de basura flotante provienen de la pesca “fantasma”: redes, cuerdas y sedales que acechan la vida silvestre del océano, mucho después de que se descartan de un barco de pesca.
Por supuesto, en un mundo posterior a la pesca, la basura no desaparecería de los mares sin más.
El proceso de descomposición del plástico que llega a lo más profundo del océano puede ser especialmente lento.
Según una estimación, el polietileno puede tardar hasta 292 años en degradarse por completo en el fondo del mar profundo, mientras que otros plásticos probablemente durarán mucho más.
Con el tiempo, la cantidad de plástico en nuestros mares disminuiría, siempre que los humanos no arrojen más plástico al océano desde otro lugar.
Pero incluso si mañana dejáramos de contaminar los océanos, el último sedal no se degradaría por completo hasta el año 2623, según los hallazgos de otro estudio.
Mientras tanto, actualmente se cree que la contaminación del plástico provoca la muerte de alrededor de un millón de animales marinos cada año.
Por último, está el cambio climático.
Los océanos profundos son un cementerio: cuando mueren criaturas como peces grandes, tiburones o ballenas, se hunden hasta el fondo, donde a menudo quedan sepultadas en sedimentos anóxicos, un conservante natural que evita su plena descomposición y atrapa el carbono en sus cuerpos durante milenios.
Sin embargo, durante el último siglo la humanidad vació los océanos de sus gigantes. Como resultado, este sumidero de carbono no opera a su capacidad habitual y un número sin precedentes de peces que permanecen en el océano eventualmente liberará su carbono a la atmósfera.
Según un análisis, esto significa que la pesca liberó al menos 730 millones de toneladas de dióxido de carbono desde 1950, aproximadamente lo mismo que todas las emisiones de Alemania en 2021.
Sin mencionar el poder destructivo de técnicas de pesca específicas como la pesca de arrastre, que trastoca los sedimentos que atrapan carbono en el lecho marino, lo cual genera emisiones anuales equivalentes a las de toda la industria de la aviación.
Sin embargo, Palumbi enfatiza que un mundo sin pesca también tendría grandes inconvenientes, particularmente para aquellas personas que dependen de los océanos para obtener ingresos o fuentes de proteína.
“Si solo estuviéramos hablando de flotas pesqueras industriales mecanizadas oceánicas es una cosa. Pero también debemos recordar que hay cientos de millones de personas que dependen de la pesca de subsistencia a muy pequeña escala”, explica.
“La pesca juega un papel muy importante en la vida de muchas personas”.
Una posible salida es la acuicultura o cría y cultivo de especies acuáticas, que ya produce más de la mitad de los productos del mar que se consumen actualmente.
El enfoque presenta muchos desafíos, desde la infestación del salmón salvaje con piojos de mar hasta la dificultad de controlar el bienestar de los animales de granja bajo el agua.
Sin embargo, numerosas organizaciones, incluida la ONU, advierten que podría ayudar a que nuestra explotación de los océanos sea más sostenible.
Por otra parte, fomentar prácticas más sostenibles podría tener un impacto asombroso en la productividad de los océanos, con beneficios tanto para las personas como para la vida silvestre.
Si se adoptaran estos parámetros a nivel mundial, la captura de animales podría crecer en 16 millones de toneladas, lo suficiente para alimentar a 75 millones de personas más, según una estimación de la organización independiente Consejo de Administración Marina.
Hay otras buenas noticias. A diferencia de muchos de los animales terrestres que los humanos hemos explotado, los peces tienen una asombrosa capacidad de recuperación.
Mientras que un guepardo solo puede tener un puñado de bebés a la vez, con tres meses de embarazo y alrededor de 18 meses por camada para entrenarlos para sobrevivir, un depredador superior equivalente en los océanos, como un atún, puede producir hasta 30 millones de huevos a la vez.
“Muchos de esos pequeños huevos no sobreviven, por supuesto, pero el potencial para que una población se recupere generación tras generación es enorme”, dice Palumbi.
Por el momento, la idea de que la humanidad abandone los océanos es tan improbable como polémica.
Pero si se permitiera que grandes franjas de los océanos recuperaran su abundancia anterior, como el atolón Bikini y el Monumento Nacional Marino en Hawái, el último siglo pronto podría ser solo un pequeño contratiempo en la larga y próspera historia de las especies.
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