Era una mañana templada de invierno, durante el punto más caliente de la Guerra Fría.
El 17 de enero de 1966, cerca de las 10:30 am, un pescador de mariscos español vio cómo caía del cielo un contrahecho paquete blanco … y luego planeaba silenciosamente hacia el mar de Alborán. Algo le colgaba debajo, aunque el hombre no podía definir qué era. Luego, el paquete desapareció bajo las olas.
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Al mismo tiempo, los pobladores de la cercana Palomares - una aldea de pescadores - veían una imagen muy diferente, a pesar de estar viendo el mismo cielo: la de dos bolas de fuego, dirigiéndose hacia ellos.
Pocos segundos después, se rompió la somnolencia de aquella idílica población rural. Los edificios se sacudieron. Cayeron escombros del cielo y también partes de cuerpos.
Pasadas unas semanas, Philip Meyers recibió un mensaje a través del teleprinter, un aparato parecido a un fax que podía mandar emails primitivos.
En ese entonces, trabajaba como agente neutralización de bombas en la base naval aérea Sigonella, en el sur de Sicilia. Le avisaron de una emergencia ultra secreta en España, y le pidieron que se reportara allá en días.
Pero la misión no fue tan secreta como los militares hubieran querido. “No fue una sorpresa que nos llamaran”, dice Meyers. Hasta la opinión pública sabía lo que estaba pasando. Cuando el hombre anunció su misterioso viaje durante una cena de amigos, la confidencialidad que esperaba tener se volvió una especie de broma.
“Fue un poco vergonzoso”, dice Meyers. “Se suponía que iba a ser un secreto, pero mis amigos me estaban contando la razón por la cual me iba”.
Los periódicos del mundo llevaban semanas reportando rumores de un terrible accidente: dos aviones militares de EE.UU. se habrían estrellado en el aire, dejando caer 4 bombas termonucleares B28 en los alrededores de Palomares.
Tres bombas se recuperaron rápidamente en tierra, pero una había desaparecido en el resplandeciente horizonte azul en el sureste, perdiéndose en el fondo del Mar Mediterráneo.
Se había activado la caza para encontrar la bomba, y de paso su ojiva nuclear de 1,1 megatones: el equivalente a 1.100.000 toneladas de TNT.
De hecho, el incidente de Palomares no es el único en el que se ha extraviado un arma nuclear. Desde 1950, han ocurrido al menos 32 incidentes conocidos como “flecha rota” (los que involucran artefactos catastróficamente destructivos).
En muchos casos, las armas se soltaron por error o tuvieron que ser liberadas durante una emergencia para luego ser recuperadas.
Pero hay tres bombas de EE.UU. que han desaparecido del todo: y aún están ahí afuera, en pantanos, campos y océanos del planeta.
“Sabemos más de los casos estadounidenses”, dice Jeffrey Lewis, director del programa de no proliferación en el este asiático del Centro James Martin de Estudios de No Proliferación, en California.
El experto explica que la lista completa surgió cuando se desclasificó un resumen que preparó el Departamento de Defensa de EE.UU. en los años 80.
Muchos de ellos ocurrieron durante la Guerra Fría, cuando la nación estaba al borde de la Destrucción Mutua Asegurada (MAD, por sus cifras en inglés) con la Unión Soviética.
Para hacer frente a la situación, puso aviones cargados con armas nucleares de manera permanente entre 1960 y 1968, en lo que se conoció como la operación Chrome Dome.
“No sabemos tanto de otros países. Realmente no sabemos nada de Reino Unido o Francia o Rusia o China”, dice Lewis. “Así que no creo que tengamos algo como un recuento completo”.
El pasado nuclear de la Unión Soviética es particularmente engorroso: había acumulado unas 45.000 armas nucleares para 1986.
Se conocen casos en los que la nación perdió armas nucleares que nunca pudo recuperar, pero a diferencia de lo que ocurrió en los incidentes de EE.UU., todos los de la URSS ocurrieron en submarinos, por lo que sus locaciones se desconocen o no se pueden acceder.
Uno de los incidentes soviéticos de los que se tiene conocimiento comenzó el 8 de abril de 1970, cuando un incendio comenzó a propagarse a través del sistema de aire acondicionado de un submarino nuclear K-8, mientras estaba sumergido en el Golfo de Vizcaya, una peligrosa franja de agua en la parte nororiental del Océano Atlántico.
El golfo es reconocido por sus violentas tormentas, y por ser la tumba de varias embarcaciones.
El submarino tenía cuatro torpedos nucleares a bordo y, cuando se hundió, se llevó consigo su cargamento.
Pero esas embarcaciones perdidas no siempre se quedan donde están. En 1974, un K-129 soviético se hundió de manera misteriosa en el Océano Pacífico al noroccidente de Hawái, junto con 3 misiles nucleares.
EE.UU. luego se enteró y decidió hacer un esfuerzo secreto por recuperar esta recompensa nuclear. Esta historia “en sí misma, es un cuento loco”, dice Lewis.
El excéntrico multimillonario estadounidense Howard Hughes, reconocido por la amplia gama de actividades e intereses que tuvo (incluyendo volar aviones y ser director de cine), fingió interesarse en la minería en mar profundo.
“El esfuerzo consistió en construir una especie de garra gigante que pudiera llegar hasta el lecho marino, agarrar el submarino, y volverlo a subir”, dice Lewis. Desafortunadamente, esta operación, conocida como Project Azorian, no funcionó. El submarino se partió a medida que se subía a la superficie.
“Así que esas armas nucleares se habrían vuelto a caer al lecho marino”, dice Lewis. Las armas permanecen atrapadas en el fondo del mar hasta el día de hoy, atrapadas en su tumba oxidada.
Aunque otros creen que fueron recuperadas.
De vez en vez, aparecen reportes que aseguran que alguna de las armas nucleares perdidas de EE.UU. ha sido encontrada.
En 1998, un oficial militar retirado y su socio se mostraron convencidos de que tenían que encontrar una bomba que había caído en 1958, cerca de la isla Tybee, en Georgia. Entrevistaron al piloto que la perdió inicialmente, y a todos aquellos que la habían buscado décadas antes.
Esto les ayudó a limitar la búsqueda a la bahía Wassaw Sound, en el Océano Atlántico. La inusual pareja rastreó el área en bote, con un contador Geiger intentando detectar cualquier pico de radiación que les pudiera dar una pista.
Y un día, apareció en el mismo punto que el piloto había descrito: una franja de mar que marcaba una radiación 10 veces más alta que en cualquier otro lado. El gobierno envió rápidamente un equipo a que investigara, pero la anomalía resultó ser resultado de la radiación natural que ocurre debido a los minerales del lecho marino.
Así que por ahora, las tres bombas de hidrógeno que EE.UU. perdió (y el sinnúmero de torpedos soviéticos) pertenecen al océano, preservadas como monumentos a los riesgos de la guerra nuclear, aunque en su mayoría, hayan sido olvidados.
¿Por qué no hemos encontrado esas armas perdidas? ¿Existe el riesgo de que exploten? ¿Las podremos recuperar en algún punto?
Cuando Meyers finalmente llegó a Palomares - la aldea española en la que en 1966 cayó un bombardero B52 - las autoridades aún estaban buscando la bomba nuclear que se había perdido.
Todas las noches, su equipo durmió en carpas a la intemperie de la helada y húmeda aldea.
“Era como un invierno inglés”, dice. Hacían muy poco durante el día, era un juego de espera.
“Es algo común en las fuerzas militares, apúrate y espera”, dice Meyers. “Tuvimos que afanarnos para llegar y luego, no hicimos nada por dos semanas. Y después de eso, la exploración oceánica se volvió muy seria”.
El equipo de búsqueda tuvo la ayuda de dos ingeniosos inventos: uno era un poco conocido teorema del siglo XVIII, propuesto por un ministro presbítero convertido en matemático amateur, que ayuda a usar información de ocurrencias pasadas para calcular la probabilidad de que vuelvan a ocurrir.
Usaron esta técnica de “interferencia bayesiana” para decidir dónde buscar la bomba, para ayudarlos a buscar de la manera más eficiente posible y maximizar las posibilidades de encontrarla.
El segundo era “Alvin”, un submarino de tecnología de punta capaz de sumergirse a profundidades nunca antes vistas. Como un tiburón blanco con sobrepeso, todos los días descendía, con tripulación humana en la panza, para llevar a cabo una búsqueda visual.
Finalmente, el 1 de marzo de 1966, el pequeño submarino logró localizar algo: la huella que dejó la bomba cuando primero impactó el lecho marino.
Las imágenes que se verían después capturaban una misteriosa escena: la redondeada punta de la bomba, cubierta por su paracaídas blanco como si fuera una manta fantasmal.
El paracaídas se habría desplegado y luego, enredado, con su preciado cargamento al caer. Por alguna razón, este mortífero tubo de metal parecía una persona disfrazada con una sábana para Halloween.
Pero ahí no terminaban las complicaciones. Ahora Meyers tendría que ingeniarse alguna manera para levantar esta bomba del lecho marino, a 869 metros de profundidad.
Se les ocurrió usar unos cuantos cientos de metros de cuerda de nylon de gran capacidad, amarrada a un gancho metálico, como una especie de línea de pesca.
La idea era adherirse al artefacto, y jalarlo hasta que estuviera lo suficientemente cerca de la superficie para que un buzo pudiera descender y asegurarlo mejor. “Ese era el plan. No funcionó”, dice Meyers.
“Todo se hizo de manera muy deliberada, con precaución y de manera lenta”, dice Meyers. “Así que estábamos esperando… estábamos ansiosos, esperando ver qué hacer cuando surgiera”.
Lograron aferrarse a la bomba nuclear y la empezaron a remolcar fuera del agua. Ya la habían logrado levantar del fondo, cuando aconteció lo inesperado.
El paracaídas, que resucitó de sus sueños en el lecho marino, de repente comenzó a hacer lo que mejor hacía: reducir la velocidad de su cargamento, haciéndolo difícil de mover.
“¿Sabías que los paracaídas funcionan igual de bien en el agua, que en la tierra?”, dice Meyers.
Eventualmente, el paracaídas jaló con tanta fuerza que la línea de pesca improvisada simplemente se rompió y, otra vez, la bomba descendió lentamente al fondo, aunque esta vez a una mayor profundidad. (El pequeño Alvin y su tripulación, se salvaron por poco de enredarse con la bomba y haber terminado en el lecho del océano con ella).
Meyers estaba devastado. “Fue extremadamente desilusionante”, dice. Ahora que la bomba estaba menos accesible que nunca, su línea improvisada no iba a ser lo suficientemente larga para atraparla.
La tarea se le adjudicó a otro grupo, en otro bote.
Un mes después, usaron otro tipo de robot submarino: un vehículo controlado a través de cables, que pudiera jalar la bomba directamente del paracaídas y traerla a la superficie.
La bomba se había movido en su contenedor, así que no se podía desarmar de la manera tradicional, a través de un puerto especial en uno de los lados.
En vez de eso, sorprendentemente, los oficiales tuvieron que hacer una incisión en el arma nuclear. “Tuvo que haber sido bastante angustioso tener que abrirle un agujero a una bomba de hidrógeno”, dice Meyers. “Pero lo hicieron. Estaban preparados para eso”.
Desafortunadamente, los intentos de rescate de las tres bombas que aún permanecen perdidas hoy en día no han resultado tan exitosos. Pero se cree que el riesgo de que éstas ocasionen una explosión nuclear es bajo.
Para entender por qué, vale la pena mirar cómo funcionan las bombas nucleares.
En septiembre de 1905, Albert Einstein puso la tinta de su pluma en las páginas de su trabajo científico y anotó una idea que pronto se volvería la ecuación más famosa del mundo.
Lo que significa que la energía es igual a la masa de un objeto multiplicada por la velocidad de la luz al cuadrado.
Lo que, a su vez, significa que cada átomo que compone al mundo puede ser intercambiado por energía y viceversa. Si logras adivinar cómo hacerlo, la energía que resulta es tan explosiva que es lo que le da energía al Sol.
Unos 34 años después, Einstein le escribiría al presidente de EE.UU., Franklin Roosevelt, para advertirle que los Nazis estaban trabajando en convertir su teoría en un arma, y lo que sucedió después, es historia.
Rápidamente, se formó el Proyecto Manhattan y en 1945, EE.UU. arrojó su primera bomba nuclear.
Las bombas que se usaron en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, unos días después, fueron de las originales, las atómicas.
Estas funcionaban impactando átomos de elementos radiactivos los unos contra los otros para dividirlos y crear diferentes tipos de elementos.
Esta reacción de “fisión” libera tanta energía, que causa, a su vez, que los átomos se dividan, generando una reacción masiva e incontrolable. Los científicos no tenían certeza de si la reacción iba a parar en algún momento: contemplaron la muy real posibilidad de que el mundo se fuera a acabar.
Para lograr la fisión nuclear, las bombas atómicas por lo general usaban un sistema parecido al de un arma convencional, que dispara una “bala” vacía de átomos radiactivos - como uranio 235 - contra más uranio 235 o contra material explosivo convencional utilizado anteriormente, buscando comprimir átomos de plutonio-239, hasta que se empiecen a dividir.
En Hiroshima y Nagasaki, estas armas primitivas devastaron kilómetros de terrenos y aniquilaron cientos de miles de personas, algunas de las cuales se evaporaron en la zona de la explosión, mientras que otras murieron por las quemaduras o enfermos por la radiación en los días, meses y años que siguieron a la explosión.
La siguiente generación de bombas - la que se usó en los años 50 y 60, época en la que se perdieron la mayoría de armas nucleares del mundo - era cientos de veces más poderosa. Estas eran termonucleares, o bombas de hidrógeno, y tenían una segunda reacción nuclear.
Primero, estaba el paso usual de la fisión, igual que en las bombas atómicas, el cual liberaba impactantes cantidades de energía.
Esto luego desencadenaba que un segundo núcleo se encendiera, esta vez con isótopos de hidrógeno-deuterio (hidrógeno pesado) y tritio (hidrógeno radiactivo), los cuales colisionaban y liberaban aún más energía luego de fusionarse en moléculas de helio y un neutrón suelto.
Este sistema le dejaba espacio a varios dispositivos de seguridad.
Tomemos la bomba que se perdió en la isla Tybee, que todavía está en algún lugar de Wassaw Sound.
El 5 de febrero de 1958, esta bomba termonuclear Mark15 fue cargada en un bombardero B-47, el cual estaba a punto de unirse a otro B-47 en una larga misión de entrenamiento.
La idea era simular un ataque sobre la Unión Soviética, sustituyendo la población de Radford, Virginia, por Moscú.
Los pilotos partieron de Florida y zigzagearon hasta llegar a su objetivo, una manera de probar sus habilidades para volar con las pesadas armas a bordo durante horas.
Todo salió bien, pero de camino de vuelta a la base, los aviones se encontraron con una misión de entrenamiento distinta en Carolina del Sur.
El plan de este grupo era interceptar uno de los B-47, pero hubo una confusión y no se percataron del segundo, el que llevaba la ojiva. En el accidente que siguió, el B-47 que llevaba la bomba nuclear tuvo daños.
El piloto decidió deshacerse de la bomba nuclear en el agua y luego hacer un aterrizaje de emergencia.
La bomba cayó 9.144 metros en las aguas de la isla Tybee y ni siquiera este impacto la logró detonar. De hecho, ninguno de los 32 accidentes de “flecha rota” han llevado a la detonación de sus componentes nucleares, aunque dos han contaminado grandes áreas con material radiactivo.
Un posible factor para que se hubiera dado este afortunado escape es un sistema que mantiene separado el material nuclear necesario para la reacción de fisión del arma en sí.
La cápsula, o “punta”, que en este caso está hecha de plutonio, podría adicionarse al arma en el último momento, cuando se necesitara.
Esto quería decir que, incluso si los explosivos convencionales del arma se detonaban cuando estaban a bordo de la nave, el material radiactivo no se iba a calentar lo suficiente como para lograr la división de los átomos.
Lewis también señala que, a pesar del largo viaje que recorrió la bomba de Tybee del cielo al océano, éste último le habría acolchonado la caída. Es la misma razón por la cual las cápsulas espaciales, por lo general, tienen amerizajes en vez de aterrizajes.
Las bombas posteriores también contaban con características como el “punto único de seguridad”, una manera de asegurarse que los artefactos nucleares no hicieran explosión sin ser activados.
En estas armas, los explosivos convencionales podrían activarse, pero no detonarían el material radiactivo porque se expulsaría antes de ser comprimido.
“Si el explosivo se activa, quieres que lo haga de una manera desigual. Si ese no es tu objetivo, quieres que el plutonio salga a manera de chorro”, dice Lewis.
Todas estas medidas de seguridad son altamente necesarias, en gran parte porque muchas veces fallan.
En una ocasión, en 1961, un B-52 se desplomó cuando volaba sobre Goldsboro, Carolina del Norte, dejando caer dos armas nucleares al suelo.
Una, resultó relativamente intacta después de que se hubiera desplegado el paracaídas de manera eficiente, pero una examinación posterior reveló que 3 de las 4 salvaguardas de la bomba habían fallado.
En un documento desclasificado de 1963, el entonces secretario de Defensa de EE.UU. resumió el incidente como un caso en el que “se evitó una explosión nuclear por el más mínimo margen, literalmente dos cables que fallaron al conectarse”.
La otra bomba nuclear cayó libremente al suelo, donde se rompió y terminó incrustada en un campo. La mayoría de sus partes se recuperaron, pero una parte que contenía uranio se mantiene atrapada bajo más de 15 metros de fango.
La Fuerza Aérea estadounidense compró el terreno a su alrededor para evitar que alguien la busque.
Algunos incidentes son tan desconcertantes, que parecieran ser ficción. Uno de los más extraordinarios ocurrió cuando un ejercicio de entrenamiento en el portaaviones USS Ticonderoga salió terriblemente mal en 1965.
Se estaba arrastrando un avión A4E Skyhawk, cargado con una bomba nuclear B-43, a un elevador. Fue un desastre en cámara lenta: la tripulación que estaba en la cubierta se dio cuenta rápidamente que la aeronave iba a caer por la borda, y le hicieron señales al piloto para que pisara los frenos.
De manera trágica, no vio las señales y el jóven teniente desapareció bajo el mar de Filipinas, junto a su avión y el arma que llevaban. Ahí se mantienen hasta el día de hoy, bajo 4.900 metros de agua cerca de una isla japonesa.
A pesar de casi 10 semanas de búsqueda, la bomba de la isla Tybee fue declarada perdida de manera irrevocable el 16 de abril de 1958.
Según un recibo que escribió el piloto que la dejó caer, el arma no contenía la cápsula, no se le adicionó previo al ejercicio de entrenamiento.
Sin embargo, algunas personas temen que esto no sea correcto. En 1966, el entonces secretario de Defensa escribió una carta en la que se refirió a la bomba diciendo que estaba “completa”, es decir, que tenía su núcleo de plutonio.
Se cree que hoy la bomba está bajo 1,5 - 6,4 metros de sedimentos sobre el lecho marino.
En un reporte final que se entregó sobre la bomba en 2001, la agencia de armas nucleares y no proliferación de la Fuerza Aérea de EE.UU. concluyó que si la mitad de los explosivos convencionales de la bomba permanecen intactos, podría representar un “riesgo serio de explosion” para el personal y el medio ambiente, por lo que es mejor dejarla quieta, y ni siquiera intentar rescatarla.
Pero, ¿puede un arma nuclear explotar bajo el agua?
Resulta que sí. El 25 de julio de 1946, EE.UU. detonó una bomba atómica en el atolón Bikini - una cadena de islas paradisíacas rodeadas por arrecifes coralinos color turquesa, y más allá, el profundo océano Pacífico.
Suspendieron el artefacto a unos 27 metros de profundidad, bajo una serie de botes cargados con cerdos y ratas, y lo detonaron.
Varias naves se hundieron de manera instantánea, y la gran mayoría de los animales murieron, ya fuera por la explosión inicial, o por contaminación radiactiva.
Una imagen particularmente impactante de aquel día muestra la gran nube en forma de hongo erigiéndose como si fuera una formación climática de otro planeta, frente una playa adornada por palmeras.
Como resultado de esta y otras pruebas, la cadena de islas se volvió tan radiactiva que el plankton brillaba en placas fotográficas. Aún hoy permanece contaminada y las personas que en algún momento vivieron ahí nunca han podido volver.
Pero como ocurrió con Chernobyl, el atolón Bikini se ha convertido en un oasis para la vida silvestre.
Lewis ve poco probable que alguna vez vayamos a encontrar las tres bombas nucleares. Es en parte por las mismas razones por las que no se pudieron encontrar la primera vez.
Una es que usualmente, las bombas se localizan mediante una búsqueda visual, y esto es extremadamente difícil.
Cuando los aviones caen en el océano, la caja negra se encuentra, generalmente, días o semanas después para intentar establecer qué fue lo que ocurrió. Esto puede dar la impresión de que, a través de la tecnología, es fácil encontrar este tipo de objetos en espacios de agua inmensos.
Pero en estos casos, los investigadores cuentan con un secreto que les ayuda con este proceso: un “localizador submarino”, el cual guía a los equipos a través de un pulso eléctrico que se repite.
Las armas nucleares que se perdieron no tenían tales equipos. Lo cual significa que los equipos deben limitar el área de búsqueda, y luego examinar el océano parte por parte, un proceso tedioso e ineficiente que requiere de buzos o submarinos.
Una alternativa sería buscar picos de radiación, como lo hizo el militar retirado Derek Duke durante su búsqueda de la bomba Tybee. Pero esto también es bastante difícil, en parte porque las bombas nucleares no son particularmente radiactivas.
“Están diseñadas para no ser una amenaza radiactiva para aquellos que las manipulan”, dice Lewis. “Así que tienen una señal radiactiva, pero no es lo suficientemente significativa, solo debes estar lo suficientemente cerca”.
En 1989, otro submarino soviético, el K-278 Komsolmolets, se hundió en el mar de Barents, sobre las costas de Noruega.
Como el K-28, también estaba impulsado por energía nuclear, y había estado llevando dos torpedos nucleares al tiempo. Por décadas, sus restos se han mantenido bajo 1,7 kilómetros de aguas árticas.
Pero en 2019, los científicos visitaron la embarcación, y revelaron que muestras de agua que se tomaron de los tubos de ventilación contenían niveles de radiación hasta 100.000 veces más altos de lo que se espera encontrar en agua marina.
Pero esto es inusual. Se cree que elementos radiactivos de su reactor nuclear - y no de sus torpedos nucleares - se están filtrando a través de estos tubos de ventilación, posiblemente debido a una ruptura cuando se estrelló.
Apenas a medio metro de la tubería, los isótopos estaban tan diluídos que los niveles de radiación eran normales.
Para Lewis, esta fascinación con armas nucleares perdidas no tiene que ver con el riesgo que puedan representar ahora, sino lo que representan: la fragilidad de nuestro supuestamente sofisticados sistemas para manejar inventos frágiles de manera segura.
“Creo que tenemos esta fantasía de que las personas que manejan armas nucleares son de alguna manera distintos a los demás, que cometen menos errores, o que de alguna manera son más listos. Pero la realidad es que las organizaciones que tenemos para manejar armas nucleares son como cualquier otra organización humana. Cometen errores. Son imperfectos”, dice Lewis.
Incluso en Palomares, donde se recuperaron todas las bombas nucleares que cayeron, la tierra todavía se mantiene contaminada por la radiación que filtraron las dos bombas a las que les detonaron sus explosivos convencionales.
Algunos de los efectivos militares que ayudaron con los esfuerzos de limpieza iniciales, lo que incluyó palear la tierra de la superficie y guardarla en barriles, han desarrollado misteriosos tipos de cáncer, los cuales relacionan con sus tareas.
En 2020, un número de sobrevivientes presentó una demanda contra la Secretaría de Asuntos para Veteranos de Guerra de EE.UU., aunque muchos de los demandantes tienen entre 70 y 80 años.
Mientras tanto, la comunidad local ha estado haciendo campaña para lograr una limpieza más profunda desde hace décadas.
Palomares se conoce como “la ciudad más radiactiva en Europa” y los ambientalistas locales actualmente están protestando contra los planes de una compañía británica de construir un centro turístico en la zona.
Lewis tiene confianza de que este tipo de situaciones que ocurrieron durante la Guerra Fría tienen pocas probabilidades de volver a pasar, en gran parte porque la operación Chrome Dome finalizó en 1968, y ya no hay aviones volando con bombas nucleares durante ejercicios de entrenamiento.
“Las alertas aéreas finalizaron por razones que eran obvias para nosotros”, dice. “Al final, se tomó la decisión de que era muy peligroso”.
La excepción a este progreso son, por supuesto, los submarinos nucleares. E incluso ahora, hay situaciones que se evitan por muy poco.
EE.UU actualmente tiene 14 misiles submarinos operando, mientras que Francia y el Reino Unido tienen cada uno 4.
Para que funcionen como un disuasivo nuclear, estos submarinos no pueden ser rastreados durante operaciones marítimas, y esto quiere decir que no pueden enviar ningún tipo de señales a la superficie para evitar que los encuentren.
Al contrario, la mayoría navega a través de la inercia: básicamente, la tripulación se vale de máquinas equipadas con giroscopios que calculan dónde está el submarino, basándose en dónde estuvo la última vez, en qué dirección estaba y qué tan rápido se desplazaba.
Este sistema potencialmente impreciso ha resultado en un número de incidentes, incluyendo uno en 2018, cuando un submarino británico casi choca con un ferry.
Puede que la era de las armas perdidas nucleares no se haya acabado aún.
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