“Te lo voy a definir como madre, como una madre que ha criado a cuatro hijos negros: ‘la charla’ tiene que ver con la seguridad personal, con las cosas que pueden hacer para regresar a casa vivos”.
Así de claro lo tiene la reverenda Najuma Smith-Pollard.
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Conoce bien el tema, al haberlo tenido que poner en práctica en su día con su hijo mayor, Daniel —quien murió en 2018, con 24 años—, y ahora con tres varones de 12, 17 y 18, y a veces también con su hija de 7, en un barrio del sur de Los Ángeles.
No es un diálogo puntual, un tema del que se habla una sola vez, aclara, sino algo constante que ha existido entre las familias afroestadounidenses desde hace generaciones.
“Es una conversación continua entre padres e hijos sobre (cómo garantizar) su seguridad personal pública al navegar por la vida interurbana”, le explica a BBC Mundo esta mujer que aporta su experiencia pastoral y de líder comunitaria al trabajo que realiza en el Centro para la Religión y la Cultura de la Universidad del Sur de California (USC, por sus siglas en inglés).
“Como madre de hijos negros que viven en la ciudad, les tengo que hablar de policías y de criminales, porque hay gente en nuestros barrios que simplemente no tiene buenas intenciones. Les tengo que enseñar cómo relacionarse con las fuerzas del orden pero también a navegar por la vida en general”, añade.
Conocida coloquialmente como “la charla”, es la manifestación común de lo que la academia denomina la socialización racial-étnica, un amplio campo de estudios del ámbito de las ciencias sociales y la psicología.
Existe sobre ella una extensa literatura científica, documentales en profundidad y con multitud de voces destacadas como The Talk: Race in America de la red de TV pública estadounidense PBS, y ha sido retratada en la ficción, en series tan populares como “Anatomía de Grey” y Black-ish.
Sin embargo, es real.
Y quienes han hablado (y no han querido hacerlo) con BBC Mundo para este artículo se han referido a ella como algo doloroso, difícil, una “carga” que tienen que soportar las familias afroestadounidenses y crecientemente también las latinas.
Se trata, coinciden, de una conversación “tremendamente personal” que va adquiriendo nuevos matices a medida que los hijos crecen y que se va ajustando al contexto.
“Ahora, con el aumento de la violencia racista, también tenemos que empezar a decirles a nuestros jóvenes: 'No pueden confiar en todos los muchachos blancos de 18 años que parezcan estar fuera de sus vecindarios'”, dice Smith-Pollard, refiriéndose al tiroteo que el 14 de mayo dejó 10 muertos en un supermercado de Buffalo, Nueva York, en un barrio de población eminentemente negra.
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Pollard-Smith recuerda que la conversación con su hijo mayor empezó cuando tenía 12 años, por cumplir 13. Cursaba séptimo grado y fue asaltado por unos pandilleros cuando iba de camino a la biblioteca con un compañero.
“Tuve que decirle: 'Cuando tú y tu amigo anden en la calle, tienen que prestar atención a quién tienen alrededor”.
Ese mensaje sobre su seguridad fue repitiéndose como una constante cada vez que iba a la tienda solo, antes de montar en bus, pero adquirió otro cariz al sacarse la licencia de conducir.
“Cuando empezó a manejar tuve que empezar a hablar con él sobre qué hacer y qué no si te detiene la policía”, relata.
La conversación arrancó así, recuerda: “Vivimos en Los Ángeles, en el sur de la ciudad. No tienes que estar haciendo nada malo para que te detengan. Es posible que digan que pares y se inventen unos cargos de los que eres sospechoso. Tienes que saber que tienes tus derechos”.
De sus derechos ya le había hablado cuando cumplió 15, porque por su complexión —alto y fuerte, pues jugó al fútbol desde los nueve— “siempre lo confundían con alguien de más edad”.
“No debes dejar que nadie te registre si no tiene una orden. No tienes que contestar a ninguna pregunta, eres menor. Puedes llamar a tu madre; puedes hacer que me llamen inmediatamente. No tengas miedo si quieren llevarte a comisaría. No pelees. No corras. Tu padre y yo siempre te sacaremos de apuros, no vas a tener que preocuparte de eso nunca”, dice que fue lo que le enumeró.
“Diles tu nombre y muéstrales tu documento de identidad. Eso es todo lo que les tienes que dar y es mejor que se lo des, para que puedan revisar y vean que no tienes ningún historial”.
Daniel pudo poner en práctica las lecciones las cuatro veces que, según su madre, fue detenido de forma errónea como víctima de una caracterización racial, y logró salir airoso gracias a ellas.
Las recomendaciones siguieron cuando se fue a vivir por su cuenta: “Sabes que hay ciertas cosas que no debes hacer; es así como te proteges a ti mismo. Conoces la cuarta enmienda (de la Constitución de Estados Unidos, que protege el derecho a la privacidad y el derecho a no sufrir una invasión arbitraria) y, ahora que tienes tu propio apartamento, no debes dejar entrar a nadie”.
También le advirtió sobre el sagging —la moda de llevar el pantalón muy caído, mostrando la ropa interior, tan en boga en los 90 — de la misma manera que hoy prohíbe a su hijo menor y a su hijo adoptivo usar sudaderas con capucha.
“No, no van a llevar un hoodie a la escuela ni para caminar por la calle. Y no es porque estén haciendo algo malo, es porque no quiero que nadie piense que por llevar una sudadera con capucha están tramando algo. La policía y la gente le ha dado un significado que no tiene. Y sí, todos usan hoodies, pero no es lo mismo que lo lleve un chico blanco que ustedes”.
“Siempre estuvimos listos. Y a lo que me refiero es que estuvimos listos con abogados, dinero para la fianza y todo eso, porque no confío realmente en la policía. Simplemente le enseñamos (a Daniel). Teníamos un hijo negro y era hermoso. No fue un trabajo fácil criarlo de forma segura en Los Ángeles. Y créeme que pensaba que, una vez se hiciera adulto, no tendría nada de lo que preocuparme, hasta que le disparó y mató alguien que simplemente estaba teniendo un muy mal día”.
Como muchos padres de hijos negros, ella siempre temió que, de no entablar esas conversaciones, los suyos pudieran pasar a engrosar las estadísticas de la violencia en general y la policial en particular. Que terminaran como George Floyd, de cuya muerte a manos del entonces policía Derek Chauvin en Minneapolis, Minnesota, se cumplen este miércoles dos años.
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Hay datos que respaldan esos temores.
En el condado de Los Ángeles, donde ella vive con su familia, desde 2000 al menos 968 personas han muerto a manos de las fuerzas del orden según los registros médicos forenses compilados por Los Angeles Times. Casi el 80% eran negros o latinos, casi todos hombres.
A nivel nacional, los datos también dejan patente ese desequilibrio demográfico, como bien recogió un artículo del equipo de Reality Check de la BBC.
De acuerdo con la base de datos que The Washington Post lleva actualizando desde 2015sobre disparos realizados por la policía, en el 24% de los más de 5.000 incidentes mortales, el muerto resultó ser afroestadounidense. Eso, a pesar de que no conforman ni el 13% de la población total del país.
Los afroestadounidenses también tienen más probabilidades de ser parados por la policía cuando van conduciendo. Un 20% más, de acuerdo al estudio que llevó a cabo la Universidad de Stanford en 2020 —uno de los más recientes sobre el tema— y para el cual analizó más de 100 millones de detenciones de tráfico.
La estadística apenas hace distinciones por estados. Y hay testimonios de discriminación en todos los estratos socioeconómicos.
Para ilustrar que el origen de “la charla” hay que buscarlo décadas atrás y que se ha mantenido generación tras generación, Smith-Pollard recuerda como a su abuelo, mientras crecía en el Misisipi de los años 40, le recomendaban no caminar por ciertas calles.
O hace referencia a tiempos en los que, siendo ella la ministra asociada, en la Primera Iglesia Africana Metodista Episcopal de Los Ángeles, había grupos de voluntarios que aconsejaban a jóvenes negros cómo vestir, caminar, actuar y a ser conscientes de cómo otros podían percibirlos. Fue antes de los disturbios de 1992.
“Yo realmente esperaba que nunca tuviera que tener 'la charla' con mi hijo”, le cuenta a BBC Mundo Judy Belk, presidenta y directora ejecutiva de The California Wellness Foundation (Cal Wellness), una de las instituciones filantrópicas más grandes del estado y que durante 30 años se ha enfocado en promover la prevención de la violencia como una cuestión de salud pública.
Pero algo cambió cuando su hijo —como el de Smith-Pollard— tenía unos 12 o 13 años.
“Vivíamos entonces en Oakland y yo trabajaba en San Francisco (al otro lado de la bahía). Me rogó que (le dejara), que ya era lo suficientemente mayor como para ir solo en metro. A mí me preocupaba mucho, así que le dije: 'No hables con extraños, llámame en cuanto subas al tren y cuando bajes...'”.
Él siguió sus instrucciones y cuando se reunieron en San Francisco y ella le preguntó qué tal fue todo, recibió por respuesta algo que la dejó en shock. Así fue la conversación, recuerda:
— Mamá, no creo que te tengas que preocupar de que alguien me vaya a hacer daño. Creo que la gente del tren estaba nerviosa por mi presencia.
— ¿Qué quieres decir?
— Creo que puse nerviosas a algunas mujeres mayores blancas.
“Se me cayó el alma al suelo. Había sido ingenua al pensar que quizá podría haber escapado a esa sensación de sentirse 'el otro'”, reconoce. Ella había crecido en el sur segregado, en Virginia, y esperaba salvar a sus hijos de cualquier situación que pudiera recordar a aquello al criarlos en California.
Cuando él vio la cara de devastación de su madre, trató de reconfortarla:
— No te preocupes. Agarré mi libro y me puse a leer. Y parece que empezaron a sentirse más cómodas conmigo.
“Así que aquella noche caí en la cuenta de que estaba criando a un hombre negro y que, a pesar de que tuviera una educación privilegiada, el mundo lo iba a ver como un hombre negro con todos sus estereotipos y miedos (asociados)”, recuerda.
“Probablemente habíamos tenido conversaciones sobre raza antes, pero fue entonces cuando me di cuenta de que tenía que ayudarle a entender cómo crecer sintiéndose seguro al ser afroestadounidense”.
La primera vez que lo paró la policía mientras conducía, Belk se alegra de que estuviera su marido con él. Fue en Carolina del Norte, donde su hijo iba a cursar sus estudios de posgrado.
Les preguntó dónde se dirigían y el padre lo vio como una oportunidad para enseñarle a su hijo cómo lidiar con la situación, al igual que lo habían instruido a él en su día: “Contesta a las preguntas y mantén las manos sobre el volante”.
No mucho después de aquello, en dos incidentes separados en Texas, los afroestadounidenses Botham Jean y Atatiana Jefferson, de 26 y 28 años respectivamente, murieron por los disparos propinados por la policía en sus propios hogares.
Y a inicios de 2019 Belk sintió en su propia carne que lo de estar seguros en casa podía ser una ilusión hasta en Hollywood, donde vive ella vive.
Su marido había salido a pasear al perro y una vecina, al ver a aquel hombre negro deambular por la calle con una linterna y entrar después en la casa de los Belk, decidió alertar a la policía sobre un posible “intruso”.
Dos agentes llegaron en respuesta a la llamada, pero al edificio equivocado.
Les abrió la puerta otra vecina, quien advirtió a los policías — uno de ellos tenía ya la pistola en la mano— que la dirección que estaban buscando era la de al lado, pero que tuvieran en cuenta que quien vivía allí era negro y médico.
Ante eso, Belk dice que tuvo que actualizar “la charla”. “¿Dónde estamos seguros ahora?”, se preguntó. Una interrogante que le vuelve a surgir ante los tiroteos de Buffalo este mes y el del metro de Nueva York en abril.
“Mi marido estaba paseando al perro al otro lado de la calle frente nuestra casa, en un barrio muy exclusivo, y alguien que no sabía que había negros en el vecindario llamó a la policía”, dice. “Y ahora mi hija se está cuestionando si está segura en el metro de la capital del país”. Vive en Washington DC y trabaja en el Capitolio, explica.
Dice que después de lo de Buffalo sintió que tenía que volver a tener una charla con su hija y subrayarle: 'Claro que tenemos que estar alerta y queremos sentirnos seguros, pero no podemos dejar que el miedo nos embargue'“.
“Fue una conversación muy dolorosa. No creo que los blancos tengan ese tipo de conversaciones con sus hijos. Es realmente una carga. Creo que ningún ser humano debería tener este tipo de conversaciones. Y creo que es una peso adicional que tenemos, la carga de ser negro en Estados Unidos”.
A pesar de ello, dice que es optimista.
“No me levanto cada día pensando en el racismo y suelo ir por la vida creyendo que cada día se abren nuevas posibilidades. Pero por lo general suele pasar algo en ese caminar por la vida, involuntario a veces, gracioso otras, o doloroso en ocasiones, que me recuerda que soy negra o parte de ello”, apunta.
“A veces me ocurre en la tienda, cuando me piden una identificación extra que no le han pedido a la persona blanca que me precedía. O cuando a la gente le cuesta imaginarse que soy la presidenta y CEO de esta gran organización. A veces no consigo taxi en Nueva York y me hace ponerme un poco paranoica”, se explaya.
“Diría que el deseo último de la mayoría de los afroestadounidenses, de la mayoría de la gente de color, es ir por la vida sin esta carga”.
Es su trabajo el que le da esperanzas: “El ver que hay tanta gente trabajando, gente negra, blanca y morena haciendo todo lo posible por hacer retroceder a toda esta intolerancia y racismo”.
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