La jornada laboral sería de 16 horas semanales.
No todo el mundo tendría que trabajar pero, aquellos que lo hicieran, empezarían a los 25 años y se jubilarían a los 45.
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El resto tampoco debía preocuparse. Todas sus necesidades, ya fuera sanitarias, de formación, vivienda o alimentación, estarían cubiertas.
El dinero, de todas formas, no existiría. Habría sido reemplazado por un sistema de certificados energéticos. Las cosas costarían de acuerdo con la energía utilizada para producirlas.
A cambio, la democracia como sistema político en el que los ciudadanos eligen a sus representantes, tendría que desaparecer. No habría políticos ni empresarios: todas las decisiones serían tomadas por ingenieros y científicos.
Bienvenidos al “Tecnato”, la utopía tecnocrática que un grupo de soñadores imaginó después de la Gran Depresión en Estados Unidos, y cuyos ecos aún se escuchan en lugares como Silicon Valley.
El Tecnato, por supuesto, nunca llegó a existir.
Pero el Movimiento Tecnocrático, el grupo de científicos e intelectuales que ideó esta “tierra prometida” en los años 30 y 40 del siglo pasado y que llegó a tener más de medio millón de miembros, planteó preguntas que hoy siguen siendo pertinentes.
Quizás les suene de algo esta premisa: la modernidad y el desarrollo tecnológico, pensaban los tecnócratas, han abierto la puerta a una nueva era de abundancia, pero también han generado nuevos problemas sociales, como el desempleo masivo, la degradación medioambiental, la sobrepoblación o la desigualdad.
Según su fundador, el carismático y misterioso Howard Scott, gestionar este nuevo mundo con las herramientas preindustriales, era un error. La democracia, pensaba, ha elevado a demasiados incompetentes al poder, que han tomado decisiones erróneas que nos han llevado a la ruina social.
La solución, creían, estaba en la ciencia. Este nuevo mundo tecnológico debía ser gestionado por ingenieros y expertos, que aplicarían estrictamente los principios científicos a los problemas cotidianos.
Su racionalismo, no obstante, podía llegar a rozar la extravagancia: sus miembros vestían de gris, pintaban sus coches de este mismo color y algunos hasta se presentaban con un número, como 1x1809x56.
Entre ellos se hacían un saludo militar.
Ello no impidió -o quizás propició, según se vea- que entre sus admiradores estuviera el escritor de ciencia ficción H. G. Wells.
El movimiento contaba también con un símbolo oficial, el “Monad”, un círculo rojo y blanco parecido al del yin y el yang, que representaba el equilibrio entre la producción y el consumo.
Su influencia se extendió más allá de las fronteras estadounidenses hasta Canadá, donde un quiropráctico llamado Joshua Halderman lideró el Movimiento de 1936 a 1941.
Aunque acabó desencantado y finalmente se mudó a Sudáfrica, su nieto, nacido en 1971, sueña hoy con la creación de una tecnocracia en Marte. A uno de sus hijos lo ha llamado “X Æ A-12”. Se trata del dueño de Tesla, Space X y Twitter, Elon Musk.
Para comprender el pensamiento del Movimiento Tecnocrático hay que entender primero el contexto histórico en el que nace, un auténtico caldo de cultivo para movimientos radicales en todo el mundo.
La Primera Guerra Mundial dio paso a un período expansivo de la economía que acabó estrepitosamente con el conocido como “crac de 1929”, cuando los mercados financieros colapsaron, arrastrando a las economías de medio mundo. Cientos de miles de personas se quedaron sin trabajo.
“Había un sentimiento generalizado de que el capitalismo liberal había llegado a su fin, de que ya no iba a funcionar”, le explica a BBC Mundo Jens Steffek, experto en tecnocracia internacional y profesor de la Universidad Técnica de Darmstadt, en Alemania.
En esos años, el comunismo y el fascismo cobran fuerza en Europa, y esas ideas empiezan a exportarse también a Estados Unidos, donde surgen todo tipo de movimientos alternativos a las concepciones imperantes que habían conducido a la crisis.
“La respuesta del Movimiento Tecnocrático fue muy osada. Pensaron que la tecnocracia podía superar el capitalismo y la política, barrerla de un plumazo”, apunta Steffek, autor de “International Organization as Technocratic Utopia” (La organización internacional como utopía tecnocrática).
Y, aunque en sus postulados se puedan advertir rasgos de marxismo, por su creencia en la igualdad social y económica, o de totalitarismo, por su voluntad de acabar con la democracia, el movimiento se declaraba contrario a todos los “ismos” de la época: ni comunismo, ni socialismo, ni fascismo, ni nazismo, ni liberalismo, ni conservadurismo. Tampoco, por supuesto, capitalismo.
De hecho, los miembros del Movimiento tenían prohibido pertenecer a un partido político.
La tecnocracia, decía su líder, Howard Scott, “será el gobierno de la ciencia”.
Scott había fundado en Nueva York en 1919, junto a un grupo de científicos e ingenieros, la “Alianza Técnica”, que duró apenas unos años, pero en la que se empezaron a sentar las bases de lo que luego se conocería como el Movimiento Tecnocrático.
Las ideas cristalizaron en 1933 en “Technocracy Inc.” (Tecnocracia S.A.), como también se conoce desde entonces al movimiento, que se instituyó como organización educativa y de investigación para promover una reforma radical de la sociedad, política y economía en Norteamérica.
Scott fue líder del movimiento desde el inicio hasta su fallecimiento, en 1970.
Ingeniero autodidacta, aunque algunos cuestionaron luego su formación, fue un hombre con un magnetismo especial.
Medía más de 1,95 metros y poseía una voz profunda, que transmitía autoridad. “Era un esnob con aquellos que no eran intelectuales, y extremadamente misógino, pensaba que los hombres eran mejores que las mujeres, vamos, un producto de su época”, revela Charmie Gilcrease, actual directora ejecutiva de “Technocracy Inc.”.
Quienes lo conocieron describen a una persona persuasiva, inteligente y con buen ojo para la publicidad.
Para demostrar al mundo la fuerza de su movimiento, Scott abogaba por lo que llamaba “simbolizaciones”, grandes actos en los que participaban cientos de miembros para mostrar músculo.
Quizás el más sonado fue la llamada “Operación Columbia”, en la que cientos de vehículos grises emprendieron una ruta por la costa oeste de Estados Unidos desde Los Ángeles hasta Vancouver, en Canadá en 1947.
El concepto en sí del gobierno de los expertos no era nuevo.
Platón ya decía que la sociedad funcionaba mejor cuando está gobernada por expertos.
Pero las primeras ideas tecnocráticas, surgen, explica Jens Steffek, en Francia, cuando en el siglo XIX el filósofo Henri de Saint Simon argumenta que la aristocracia no puede seguir gobernando “porque no saben lidiar con las complejidades de la tecnología, ni tienen la experiencia necesaria, por lo que, en nombre del progreso, hay que pasar al gobierno de los expertos”.
Para poner en marcha sus ideas, Scott proponía deshacerse de lo que los tecnócratas llamaban el “sistema de precios” que, básicamente, es la esencia del sistema capitalista.
Hasta la revolución industrial, argumentaban, el sistema económico estaba basado en la escasez. Se necesitaba mucha mano de obra para producir y fabricar cosas, y nunca había suficientes.
Desde entonces, sin embargo, la tecnología había creado un nuevo mundo de abundancia. Las máquinas podían fabricar lo necesario para todo el mundo, y de forma más barata, además.
A pesar de ello, como la economía seguía basada en el sistema de precios, se producía para el beneficio, no para el uso.
Para evitarlo, el Movimiento Tecnocrático quería abolir el dinero, que era, según aseguraban, el origen de la avaricia, la delincuencia y la miseria.
A cambio, se emitiría unos “certificados energéticos”. Las cosas costarían según la energía que se necesitara para producirlas, ni más, ni menos.
Si entregabas a todo el mundo los mismos certificados energéticos y cubrías sus necesidades, el deseo de acumular dinero se acabaría y, con él, argumentaban, el crimen.
¿Comunismo, puede parecer? A la tecnocracia ese tipo de filosofías políticas le sabía a poco.
El movimiento abogaba por acabar con las clases sociales y con todas la profesiones “innecesarias” que han explotado al hombre a lo largo de los años. “En cuanto a las ideas de la tecnocracia, estamos tan a la izquierda que hacemos que el comunismo parezca burgués”, reconocía, provocador, el propio Howard Scott.
La tecnocracia, explica el periodista canadiense Ira Basen en un documental que produjo para la radio “CBC”, quería que la tecnología trabajara para las personas, en lugar de que nosotros trabajáramos para la tecnología. Debíamos aprender a vivir y no aprender a ganarnos la vida.
En el Tecnato, la forma de gobierno ideada por el movimiento, los servicios estarían gestionados por especialistas, que seleccionarían, a su vez, a sus directores. Estos formarían un gabinete que elegiría a un presidente continental.
El “Tecnato de Norteamérica”, en el que ellos habían basado sus estudios, se extendería desde Centroamérica hasta Alaska.
“Las ideas del movimiento estaba basadas en la asunción de que esas personas serían benevolentes, y no tendrían ambiciones personales o intereses que, para empezar, es una premisa cuanto menos problemática”, plantea Jens Steffek.
Esta idea distópica y totalitaria del mundo tuvo su máximo apogeo en los años 30. En los 40, cuando la política del “New Deal” puesta en marcha por el presidente Franklin D. Roosvelt empezó a dar sus frutos y a generar empleos de nuevo, la estrella del movimiento tecnocrático empezó a apagarse.
La economía crecía y volvía a mandar el dinero. Ya pocos buscaban refugio en las ideas radicales de un grupo de soñadores.
Pero, pese a todo pronóstico, “Technocracy Inc.” sigue existiendo, aunque como una versión muy reducida de aquel movimiento que llegó a contar con más de medio millón de miembros.
La idea del “Tecnato” ha pasado a mejor vida, pero en su página web aún se puede leer: “tenemos un plan, y es viable”. En 2015 contrataron a tres becarios para que elaboraran un “Plan de Transición” para pasar del sistema de precios actual a una economía basada en la energía sostenible.
En sus exposiciones, los tres becarios vistieron polos de color gris con el “Monad”.
A través de la cámara de su ordenador, Charmie Gilcrease muestra a BBC Mundo las pilas de cajas archivadoras que se acumulan en la sede de la asociación, en la ciudad de Jackson, en el Tennessee rural.
Su principal labor a día de hoy es digitalizar el enorme archivo que el movimiento produjo a lo largo de las décadas. “Hay cientos de miles de documentos, fotografías y planos de las ideas originales, es muy interesante para saber cómo se les ocurrieron las soluciones a las que llegaron”, explica Gilcrease.
Hasta hace poco, seguían enviando periódicamente un boletín informativo a sus miembros, que ya no se circunscriben a EE.UU. y Canadá, sino que se reparten por Rusia, Brasil, Venezuela o Ucrania, según la directora ejecutiva. El movimiento prohíbe desvelar cuántos socios tiene o quiénes son pero, como la misma Gilcrease reconoce, “no son muchos”.
Entre ellos hay ingenieros y personas de inclinación científica, pero “también tenemos a algunos chiflados, gente que piensa que la tecnocracia tiene que salir a la calle a luchar con armas para imponer un sistema que cree un mundo mejor. En fin”, suspira. “Eso no es lo que hacemos, somo apolíticos”.
Charmie Gilcrease cree que ya vivimos, de alguna forma en el “Tecnato”.
“Muchas de las cosas que ellos predijeron en los años 30 se han cumplido”, argumenta. “Fíjate en empresas como Amazon, por ejemplo, que tiene un sistema centralizado de pedidos, que sabe lo que necesitas y cuándo lo necesitas. Se fabrica más cuando las cosas se compran, y menos cuando baja la demanda. El problema es que los beneficios se los llevan una o dos personas, en lugar de ser repartidos entre todos”.
Como en los años 30, las nuevas tecnologías han remplazado el trabajo que antes realizaban personas. De aquí a 2030, los robots reemplazarán hasta 20 millones de trabajos en sectores como la manufactura, según la consultora “Oxford Economics”.
Los algoritmos moldean nuestra visión del mundo y los ingenieros buscan soluciones tecnológicas para todos los problemas y circunstancias de la vida: desde comunicarse, llenar el frigorífico a buscar pareja.
Elon Musk, el nieto de aquel dirigente tecnócrata canadiense, cree que “en el futuro, el trabajo físico será una opción”, por lo que será necesaria una renta básica universal. Otros magnates de Silicon Valley, como Andrew Yang, han esbozado propuestas similares.
El Movimiento Tecnocrático planteó preguntas que todavía son hoy válidas: ¿Cómo hacer frente a la pérdida de empleos que conlleva la tecnología? ¿Cómo hacer uso de los recursos sin explotarlos? ¿Cómo acabar con la desigualdad?
Las respuestas, sin embargo, siguen siendo tan escurridizas como siempre.
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