“¿Estás haciendo un reportaje sobre los chicanos y has venido aquí? Pues no hay mejor lugar para empezar”.
Estamos en Chicano Park, en el corazón del Barrio Logan, la vecindad mexicano-estadounidense más antigua de San Diego, y Roberto R. Pozos nos está mostrando un mural.
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El parque, situado bajo los pasos elevados de la autopista, alberga una de las mayores colecciones de pinturas al aire libre de Estados Unidos que nos recuerda que el lugar es un símbolo de resistencia.
“Esto que ves fue una apropiación, no algo que nos dieron”, remarca R. Pozos.
Con su comentario se remonta a la década de 1960, cuando la construcción de la Interestatal 5 y un puente partió el barrio en dos. Parte de sus terrenos fueron expropiados y más de 5.000 casas y negocios destruidos, sustituidos por las enormes columnas de hormigón sobre las que hoy lucen los coloridos murales.
Para compensar lo perdido, los vecinos exigieron la construcción de un parque. Pero en vista de que el consejo municipal tenía otros planes para la parcela e inspirados por un movimiento por los derechos civiles que tomaba fuerza en aquel tiempo, la ocuparon.
Doce días estuvieron allí, hasta que lograron parar las obras, y plantaron cactus, flores y árboles autóctonos. Era 1970.
“Es probablemente la única vez en la vida de la mayoría de nosotros en la que tuvimos voz, voz sobre algo que queríamos”, dijo José Gómez, uno de los líderes de la protesta, en el documental de 1988 titulado Chicano Park. “Ya sabes, no es un gran parque, pero es nuestro parque”.
Esa reivindicación de pertenencia, el grito por hacerse visibles y ser escuchados, el espíritu de resistencia y desafío sobre el que se levantó el parque es el ADN mismo de la identidad chicana.
Pero ¿qué significa realmente? ¿Quiénes son los chicanos?
Vayamos por partes.
La de chicano/chicana es una identidad, pero no étnica ni nacional.
“No está conectada a una nación”, le dice a BBC Mundo Axejandro J. Gradilla, profesor asociado de Chicana and Chicano Studies en la California State University, Fullerton.
“Es un punto de vista, cómo ves el mundo y cómo interactúas en el plano político y cultural”, una identidad política elegida, aclara Gradilla.
Aunque el término ya se usaba en Estados Unidos de forma peyorativa, como sinónimo de “callejero”, “maleducado”, “pillo” o “pícaro”, adquirió esta otra dimensión en las décadas de 1960 y 1970.
Lo hizo estrechamente vinculado a un activismo que englobaba toda una serie de demandas —desde la reanudación de las concesiones de tierras y la reivindicación de los derechos de los trabajadores agrarios, hasta el derecho a una educación de calidad o al voto— y cuyo objetivo era empoderar a la población estadounidense de ascendencia mexicana.
“Para empoderarse primero era necesario autodenominarse”, explica Jennie Luna, también profesora de Chicana y Chicano Studies pero en la California State University, Channel Islands.
“Había que buscar una forma de llamarse que escapara de la lógica colonial, que no respondiera a la lógica del Estado-nación y no fuera impuesta por un gobierno o unas fronteras”, prosigue.
Al fin y al cabo, se trataba de los descendientes de la población oriunda de esos territorios estadounidenses que pertenecieron anteriormente a México (California, Arizona, Texas, Nuevo México, Nevada, Utah y partes de Colorado y Wyoming), o de aquellos que llegaron en distintas olas migratorias.
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“Llevaban generaciones aquí y no eran exactamente mexicanos. Muchos nunca estuvieron en México, su único vínculo con el país eran sus abuelos, algunos ni siquiera hablaban español”, explica.
“Somos in-between people”, dice en Spanglish Bill Esparza, periodista y crítico gastronómico, quien nació y creció en el norte de California, “estamos en medio”.
“Éramos estadounidenses, crecimos con esa cultura, pero a su vez teníamos la nuestra propia, y ni los estadounidenses de origen anglosajón ni los mexicanos nos veían como parte de ellos”, explica.
El escogido para dar nombre a esa identidad de quienes no eran “ni de aquí ni de allí” fue chicano, con la misma lógica con la que el movimiento afroestadounidense por los derechos civiles se apropió de “negro”, dándole valor a un término que con frecuencia se usaba para insultarlos, señala Gradilla.
“Existen distintas teorías, pero la más aceptada apunta a que deriva de la palabra mexica, el nombre que se daban a ellos mismos los habitantes de Tenochtitlan. Lo de llamarlos aztecas vino después”, dice Luna.
Esto es, aquellos indígenas que fundaron la ciudad de México-Tenochtitlan, que luego de la conquista y la independencia es el país que conocemos hoy.
“No, no todos los mexicano-estadounidenses se sienten chicanos. Como ocurre siempre con cuestiones identitarias, esto no es monolítico”, aclara Luna.
Para algunos, el término sigue teniendo una connotación peyorativa y prefieren que no se les asocie con él.
“Yo me identifico con ello, aunque no crecí usándolo”, le dice cuenta a BBC Mundo Melissa Hidalgo, quien creció en el límite de Los Ángeles y Orange County, se doctoró en Literatura en la Universidad de California, San Diego y da clases en el Departamento de Estudios sobre Mujeres, Género y Sexualidad de la Universidad del Estado de California, Long Beach.
“En mi familia chicano se consideraba una palabra sucia —dirty word, dice en inglés —. Ellos solo querían trabajar. Para nosotros los chicanos eran gente que se metía en problemas —unos trouble makers —. Mis padres trataron de alejarnos de eso: según ellos, éramos estadounidenses. No nos enseñaron español”, prosigue. “Fue claramente la respuesta a un factor de racismo”.
Hidalgo, quien nació en 1974 y pertenece a una generación posterior al activismo del que hemos hablado antes y se conoce como Movimiento Chicano, llegó a etiquetarse como tal después. “Llegué a ello a través de mi identificación como lesbiana y feminista, al leer a autoras chicanas”, cuenta.
“Pero mis hermanas, mis primos, gran parte de mi familia sigue sin usar el término. ‘¿Qué es eso? Soy hispano, o simplemente estadounidense’, dicen. Es querer ser asimilado, no querer ser visto como algo más”.
“En los últimos años tanto hispano como latino han adquirido la connotación política que chicano ya tenía, en tanto que hacen referencia a una población marginalizada”, apunta Gradilla, buscando puntos en común.
“Pero los dos primeros evocan un linaje europeo, mientras chicano apela a la raíz indígena, oriunda de las Américas”, aclara.
Hildago va más allá: “Es importante reivindicar la identidad chicana ahora, cuando tenemos términos-paraguas como latinx que amenazan con aplanar o borrar todas nuestras diferencias”.
“Lo que nos hace diferentes es que no somos una comunidad inmigrante”, responde Hidalgo.
“No se nos puede asociar con quienes están tratando de cruzar ahora la frontera, a las trabajadoras domésticas que llegaron de distintos países de América Latina y están siendo explotadas en EE.UU., no tenemos nada que ver con los venezolanos o con los cubanos que buscaron asilo aquí”, elabora.
“Llevamos generaciones en este lugar, algunos hablamos español y otros no, estamos asimilados aunque a su vez seguimos siendo víctimas del racismo”, prosigue.
“Somos de la zona del norte de México y sur de California. Esa región fronteriza es lo que verdaderamente define lo que es ser chicana”.
De vuelta en Chicano Park, en San Diego, Cristina pinta en la base de una de las columnas que sostienen la autopista una representación de la Madre Tierra.
“Chicana es nuestra sangre, lo que somos. Significa que somos nativos de aquí y se manifiesta en todo lo que hacemos, como en el arte, la música, la gastronomía”, resume.
“Es un espíritu que compartimos con otras comunidades que viven en zonas fronterizas: la convivencia de dos culturas, la idea de que la frontera nos cruzó”, dice de otra forma R. Pozos, subido al andamio.
Tenía razón: Chicano Park era un buen punto de partida.
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