Mientras las fuerzas rusas rodeaban Mariúpol, una joven ucraniana emprendió un extraordinario viaje a la ciudad sitiada para rescatar a sus padres.
Se llama Anastasia Pavlova y es una de las pocas personas que ha desafiado el riesgo de un ataque o secuestro para atravesar los frentes de batalla y el bloqueo.
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BBC habló con ella sobre el “apocalipsis” que presenció allí.
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A los pocos días de la invasión de Rusia, Anastasia Pavlova entendió lo que significaría la guerra para Ucrania.
La joven de 23 años logró escapar del bombardeo de Járkiv, una ciudad donde el ataque a zonas residenciales fue “indiscriminado” desde el principio, en palabras del alcalde local.
Anastasia se fue con su prometido, Abakelia, a la ciudad de Dnipro, al sur del país. Se sentía más segura ahí, en casa de la familia de Abakelia, pero sufría por el destino de sus padres, que vivían a las afueras de Mariúpol.
Su madre, Oksana, tenía fe. Encontró paz en la oración y cuidó las rosas en su pequeño bungalow de ladrillo en el barrio Cheryomushki, un suburbio industrial. Para la profesora de estudios religiosos de 54 años, la ciudad es la más especial del país. “Tiene un gran nombre, Mariúpol, en honor a la Virgen María”, explica.
Pero sus oraciones se estaban ahogando a medida que avanzaban las tropas rusas.
“Día tras día, proyectiles de varios calibres volaban sobre el techo de nuestra pequeña casa”, dice Oksana. “En el cuarto día de guerra comencé a pensar: 'No voy a superar esto'”.
Mariúpol descendió rápidamente a lo que una agencia de ayuda describió como un “infierno”, mientras las fuerzas de Moscú sitiaban la ciudad. En medio de los combates, los civiles tuvieron que buscar comida y agua: se cortó el agua corriente, la electricidad y colapsaron las comunicaciones.
Miles fueron asesinados. Los puestos de control militares controlaban el movimiento de entrada y salida. Los misiles-cohetes Grad de la era soviética, lanzados desde la parte trasera de camiones militares en lo que a veces se describe como una “tormenta de granizo”, impactaron en el distrito donde Oksana y su esposo Dmitry tienen su hogar.
“No podía recuperar el aliento”, recuerda mientras describe lo ocurrido en términos bíblicos. Era una tempestad, dice.
Oksana logró hablar con su hija en una llamada telefónica atropellada. Advirtió a Anastasia: “No vengas”. Pero a finales de marzo, cinco semanas después del inicio de la guerra, Anastasia decidió intentar conducir hasta Mariupol. Una hazaña llena de peligros y excepcionalmente rara de intentar si no la hacen los grupos humanitarios oficiales.
La joven contrató un conductor y una camioneta perteneciente a un grupo de voluntarios que también estaban tratando de ayudar a evacuar a las personas de la ciudad. Partieron de Zaporiyia, al noroeste de Mariúpol, y la última ciudad relativamente segura antes del frente de batalla.
“Nadie quería ser el vehículo principal”, explica Anastasia. “Pensaron que si alguien quería dispararle a la caravana, iban a disparar primero al vehículo de cabecera. Mi conductor fue muy valiente. Dijo: 'Vamos a ser el primer vehículo'. Me aferré a mi asiento y pensé: 'Está bien, me he decidido, pase lo que pase'”.
Les tomaron una foto justo antes de partir. “Estoy sonriendo aquí”, dice ella. “Pero estoy asustada. No puedo estar más asustada”.
Anastasia se sentía cada vez más ansiosa mientras conducían más de 260 km desde el territorio controlado por Ucrania, cruzando los frentes de batalla y navegando por el primer puesto de control ruso.
Se sorprendió al encontrar una tripulación de “chicos flacos que tenían vergüenza de pedir que abrieran el auto”. A medida que se adentraban más en el territorio ocupado por Rusia, aparecieron guardias “más militares”, con uniformes que tenían rayas DPR (por sus siglas en inglés) de la autoproclamada República Popular de Donetsk, respaldada por Rusia, en el este del país.
“En uno de los puestos de control, mientras revisaban los documentos, los militares nos apuntaron a la cabeza con el cañón de una ametralladora”, dice Anastasia. Exigieron saber por qué viajaban. Ella les explicó que iba a ayudar a sus padres y que le llevaba medicinas a su padre.
No podía dejar de sentir mucho miedo. “Sientes que te van a quitar el vehículo, que te van a disparar, o que van a violarte. Constantemente esperas que esto suceda. Da miedo. Te das cuenta que aquí no se respeta ninguno de tus derechos”, dice.
Mientras tanto, Oksana y su esposo Dmitry dormían en el suelo debajo de mantas y almohadas para sobrevivir en Mariúpol. La casa temblaba bajo los bombardeos y las ondas expansivas. Su vecina cortó leña para cocinar al aire libre.
“Incluso en el bombardeo nos dimos cuenta de esta conexión entre los humanos”, dice Oksana. “Esta ayuda era como el dicho que tienen en la guerra: la salvación se encuentra en la misericordia, en la ayuda mutua. Alguien tenía una estufa decente, teníamos algo de trigo. A otros les quedaba algo de agua. Visitamos a un anciano en el vecindario. Estábamos consolándonos unos a otros, y eso hizo que no me sintiera tan asustada”.
Anastasia no sabía si encontraría a sus padres con vida. Viajaron durante nueve horas hasta llegar a una ciudad devastada. Habla de tramos espantosos a lo largo de caminos minados, pasando por tumbas poco profundas y calles llenas de basura arrastrada por el viento.
Entraron a Mariúpol poco antes del toque de queda. Anastasia dice que lo sintió “como el fin del mundo”.
“Alrededor de ustedes están ardiendo autos, tanques, agujeros en casas, edificios negros con techos derrumbados. Multitudes de personas muy sucias y con los ojos vacíos siguen [nuestros vehículos] por el camino minado. Les quitaron todo, sus familiares murieron.
“Al principio, estás mirando las tumbas, y estás asustada y confundida. Pero una vez que ves unas 10 de esas, 20, sientes que simplemente estás pasando. Tal vez solo soy yo, pero de alguna manera parece que te acostumbras rápidamente a esas atrocidades”.
Intentaron pasar por el centro de la ciudad pero la lucha fue intensa. En un puesto de control allí, Anastasia dice que estuvieron peligrosamente cerca de un bombardeo. Las tropas les dijeron que tenían dos minutos para moverse o les dispararían. Decidieron, entonces, rodear una parte de la ciudad más al oeste. Se acercaba el toque de queda nocturno y se dirigieron al barrio occidental de Volodarske, donde habían oído que una escuela había sido reutilizada como campo de refugiados.
“Esta fue probablemente la segunda experiencia más aterradora”, dice Anastasia. “Fue doloroso ver a la gente en este campo de refugiados”. Dice que los civiles que se encontraban adentro serían llevados por las fuerzas de Moscú.
Ucrania se refiere a este proceso como “filtración” y Occidente lo condena como deportación. Moscú lo describe como un corredor humanitario para evacuar a los civiles. “Hay personas que lo han perdido todo. Saben que nadie los perseguirá. El campamento es su única oportunidad de sobrevivir”, dice Anastasia.
“Lo que vi adentro me dio mucho asco. En el piso, los pasillos, las aulas y en el gimnasio, la gente yacía casi una encima de la otra. Todo está mezclado: abuelos, mujeres, niños. Es difícil respirar allí, y la gente no había tenido acceso a agua corriente durante un mes”, dice. “Se pueden escuchar historias terribles en la fila [para la comida]. Una abuela dijo que pasó 10 días en el sótano sin comida. Solo bebía un huevo crudo cada día. Después de [escuchar] estas palabras, empecé a llorar”, dice.
Anastasia dice que fue testigo de un “apocalipsis” esa noche en Mariúpol. “Sentí que todo se derrumbaba dentro de mí. Parecía que todo en lo que creíamos, todo lo bueno, mi percepción de las personas, la idea de que vivimos en una sociedad civilizada… Todo esto [había estado] mal. Era como si hubiera estado equivocada toda mi vida, que las personas son bárbaras y que la vida humana no vale nada. Y me detuve en esto toda la noche y la mañana”.
Anastasia llegó a casa de sus padres el segundo día. “No podía regocijarme, pero tampoco podía llorar”, dice. Les dijo a sus padres: “Lloraremos en territorio ucraniano”.
Su madre, Oksana, llama a Anastasia “una heroína”. Los residentes en la calle se sorprendieron de que hubiera llegado a Mariúpol, y Anastasia dice que nadie sabía qué llevarse con ellos. Le dijo a su madre que fuera a buscar su ropa favorita. Lograron evacuar a varios de sus vecinos. “En la camioneta sacamos a ocho personas”.
Pero Anastasia todavía piensa en los que no pueden salir. “Tienen que tratar de mantenerse con vida, incluso si Mariúpol está ocupada. Están bajo fuego todos los días. Muchos no quieren irse, no quieren dejar sus hogares o la tumba de un esposo o esposa”.
Ahora sus padres están en una ciudad más segura al oeste de Ucrania, mientras que Anastasia permanece en Dnipro con su prometido, Abakelia. Se siente culpable por el rescate, dice, porque llevó a sus padres a un lugar seguro mientras otros se quedaron. “Todos los días me entero de que algunos de mis compañeros de clase, algunos de mis familiares, mueren allí o resultan heridos”, dice Anastasia.
Su madre, Oksana, reflexiona sobre la pesadilla de Mariúpol. “Todo crimen viene con un castigo”, dice ella. “El cáliz de la ira se llena... y ahí está la ira de Dios”. Pero mantiene la esperanza porque, dice, la salvación vino de su hija. “Ella es un modelo a seguir para muchas personas”, dice Oksana.
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