Mientras Rusia se apresura a evacuar a su personal civil de la ciudad de Kherson en anticipación de una contraofensiva del ejército de Ucrania, Dmytro Bahnenko, un padre de familia ucraniano, reflexiona sobre los meses que él y sus seres queridos vivieron bajo la ocupación rusa, la cual filmó en secreto para el programa BBC Eye.
“Hoy vi un robot”, me susurró mi hija de cinco años Ksusha cuando la filmaba debajo de una mesa.
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“Estaba volando... me quería matar”.
No estaba claro lo que Ksusha había visto -o no- ese día para suscitar esa perturbadora imagen. Pero evidentemente estaba agitada.
Todo había cambiado desde que los soldados rusos marcharon frente a nuestra ventana una tarde del 1ro de marzo y empecé a filmar nuestras vidas para un documental de BBC Eye. Mi trabajo cotidiano había sido como reportero local. Nunca pensé que estaría filmando la invasión de mi ciudad natal -la única capital regional de Ucrania en caer a los rusos.
Cómo proteger a Ksusha de la brutalidad de la invasión rusa, y cómo nosotros mantener la cordura, se volvió el tema central de nuestras vidas, a medida que mi esposa Lidia y yo lidiábamos con nuestra nueva realidad.
Los primeros días, nuestra ciudad parecía congelada -filmé el vacío de las escuelas clausuradas, los edificios gubernamentales abandonados, las fábricas y oficinas desocupadas. La mayoría de la gente se mantuvo escondida.
Las fuerzas rusas, una vez se tomaron a Kherson, intentaban ahora avanzar hacia la vecina Mykolaiv, y bombardeaban ferozmente. Arrastramos nuestros colchones al corredor -lejos de las ventanas- e inventamos juegos para distraer a Ksusha.
Me volví experto en sombras chinas, las arañas eran mi especialidad. Lidia y yo silbábamos como pájaros para ahogar el ruido cuando poníamos a Ksusha a dormir.
La ironía es que durante décadas, Ucrania ayudó a alimentar el mundo, pero durante esos primeros días teníamos problemas consiguiendo los productos más básicos.
“Logré conseguir las últimas papas”, me dijo un hombre con voz cansada que filmé en el centro de la ciudad a comienzos de marzo. No habían dado las nueve de la mañana.
Pero el pueblo de Kherson no estaba dispuesto a resignarse a su destino. Las protestas contra la ocupación empezaron desde el principio y adquirieron más ferocidad con el paso de las semanas. Las tropas rusas parecían sorprendidas -en sus mentes habían llegado como “libertadores”.
Empecé a ir a la iglesia ortodoxa en bicicleta, donde la comunidad local se congregaba y ahí podía ayudar a otros con tareas prácticas. Conocí al carismático sacerdote, padre Serhiy Chudynovych.
Estaba lleno de una particular energía, corriendo de un proyecto a otro. Estaba encargado de un centro comunitario, un café y una peluquería ambulante y, tal vez lo más importante, arriesgaba su vida cruzando las líneas militares para recolectar medicamentos que ya no estaban disponibles en Kherson.
“Genera miedo cuando estás conduciendo y te disparan -tienes que huir rápidamente”, me contó.
Ese compás de relativa calma, salpicado de momentos de riesgo extremo, marcó el ritmo de nuestras vidas.
Y hasta esos momentos calmados empezaron a volverse gradualmente más tensos.
Al otro lado de la ciudad, dos semanas después de esa primera marcha de tropas rusas en Kherson, el padre Serhiy tomó la decisión de oficiar un funeral público para un soldado ucraniano caído en combate, y trasmitirlo en directo por las redes sociales para aquellos que no podían asistir.
No estuvo libre de riesgo. El padre Serhiy reconoció que honrar a un soldado ucraniano muerto se podría interpretar como una provocación por el ejército ruso.
Entretanto, las protestas contra la ocupación continuaban, y el 21 de marzo, el ánimo cambió. El ejército ruso empezó a lanzar gas lacrimógeno y arrojar granadas paralizantes. Muchas personas resultaron heridas. Esto fue seguido de medidas más severas. Cada vez más personas desaparecían, entre estos activistas, aquellos con vínculos a las autoridades ucranianas, así como periodistas.
Algunas personas fueron detenidas durante las protestas, otras en sus propias casas. Algunas fueron liberadas, otras nunca regresaron.
Temí que yo sería el próximo. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que encontraren mis mensajes en el teléfono de uno de los detenidos? O, ¿que me detuvieran y me registraran y descubrieran mis videos?
La noche siguiente, nos reunimos con mi hermana Maryna, que estaba en cinta, y su esposo Vitaly en la casa que ella y yo habíamos compartido con nuestros padres cuando crecíamos. Ahí -en la mesa de la cocina donde habíamos desayunado de niños- discutimos sobre la guerra.
Maryna estaba mirando los precios que los conductores cobraban para sacar a la gente de la ciudad. Empezaban en US$1.500 para solo cruzar el frente de combate y recorrer la corta distancia hasta Mykolaiv. Imposible pagarlo, pero empezaban a sentirse desesperados,
Maryna no quería dar a luz durante la ocupación. Además ya no era seguro para Vitaly ir a trabajar. Él administraba un conjunto de lujo privado -hotel, establos, un pequeño zoológico- en las afueras de la ciudad, lo que significaba cruzar diariamente varios tensos puestos de control.
El 30 de marzo, fui en bicicleta otra vez a la iglesia del padre Serhiy. Pero, cuando llegué, descubrí que él también había sido arrestado por las autoridades rusas. Eliminé rápidamente todos los mensajes que me había enviado y esperé con nerviosismo qué novedades habría.
Esa noche, publicó en las redes sociales que había sido liberado ileso, pero en mis visitas posteriores a su iglesia noté un hombre cambiado -parecía cansado y distraído.
Con el paso de las semanas, se volvió más distante de mí y de otros que lo visitaban. Ya ni siquiera iba a misa. Cuando lo llamaba me decía que todo estaba en orden.
Pero alrededor de finales de abril, empezó a publicar otra vez en las redes sociales. Reveló que no sólo pudo escapar de Kherson, pero que había mentido en su mensaje original. Dijo que rusos no identificados lo habían forzado a arrodillarse, le había sujetado la cabeza entre las rodillas y lo amenazaron con violarlo. Bajo presión, aceptó volverse un colaborador.
“Para ser sincero, me siento avergonzado”, escribió en su mensaje.
Empezamos a sentirnos cada vez más vigilados de todas partes. En un acto de rebelión, Lidia y yo celebramos nuestro aniversario forzando nuestra entrada en un hotel abandonado, donde nos tomamos fotos y comimos platos georgianos que habíamos llevado.
Subimos al techo y miramos el panorama. Vimos a nuestra ciudad bajo una nueva y extraña luz. Hasta los detalles más inocuos parecían siniestros.
Las fuerzas rusas habían acelerado su campaña para eliminar la identidad ucraniana de Kherson. Las banderas y símbolos de Ucrania fueron retirados, los monumentos a nuestros héroes destruidos.
El 6 de mayo, un alto político ruso, Andrey Turchak, visitó la ciudad y anunció: “Rusia está aquí para siempre. Que no haya duda al respecto. Ya no hay marcha atrás”.
Todo fue en anticipación a las celebraciones de la victoria del Ejército Rojo sobre la Alemania nazi el 9 de mayo. Filmé a los residentes comunes y corrientes de Kherson manifestando su apoyo a los rusos portando cintas de San Jorge -emblemáticas del triunfo militar ruso.
En el ámbito familiar, la presión también aumentaba. Mi cuñado Vitaly había recibido la visita del Servicio de Seguridad Federal de Rusia (FSB). Me contó que uno de los hombres le entregó una granada, le quitó la anilla de seguridad y se fue. Cuando regresó le dijo entre risas que había sido “solo una broma”.
Otro agente del FSB le ordenó a Vitaly a reportarse con su documentación para que él y Maryna pudieran ser reubicados en Crimea. Por supuesto, no querían ser trasladados a una Crimea en manos de los rusos.
Ese incidente nos dejó en claro lo frágil que era la situación para nosotros.
Maryna y Vitaly empacaron sus cosas y se alistaron para irse al día siguiente, y caímos en cuenta de que era sensato que nos fuéramos con ellos.
Empacamos apresuradamente. Escribimos información en un papel sobre Ksusha, incluyendo quiénes deberían encargarse de ella si no sobrevivíamos, y escondimos la nota en un portatarjetas que le colgamos alrededor del cuello.
Salimos a toda velocidad en un convoy con mi hermana, pasando nerviosamente por cada puesto de control -incómodamente muy cerca de la línea del frente. Y luego, después de 34 puestos de control, divisamos una bandera ucraniana. Del mismo color que los cultivos de semilla de colza y los cielos azules que ahora atravesábamos. Los colores de la libertad.
Cinco meses después, la familia vive ahora en Kyiv. La hermana de Dmytro, Maryna, dio a luz un varón.
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