La hilera de árboles parece fragmentarse y desaparecer a medida que avanza hacia las posiciones rusas en las afueras del pequeño pueblo de Velyka Novosilka.
Dima, un soldado de infantería del ejército ucraniano en la 1ª Brigada Separada de Tanques, camina con cuidado por un camino donde las botas militares se desgastan entre tréboles de primavera. La línea cero, la trinchera final, está por delante. Y las tropas rusas están a solo 700 metros de distancia.
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Más al norte, en Bajmut, los ucranianos han ido perdiendo terreno. Pero aquí, en el sur de la provincia de Donetsk, los tanques y soldados de infantería ucranianos se mantienen firmes.
A pesar de meses de feroces ataques rusos, Dima dice que la brigada ha perdido menos de 10 metros de territorio. Las fuerzas rusas, afirma, han sufrido grandes pérdidas.
Es un paisaje destruido, donde las trincheras están expuestas a los puestos de observación rusos y los drones de vigilancia. En este frente de combate, los ojos rusos siempre están observando, esperando la oportunidad de atacar.
A medida que pasamos las trincheras de infantería, el trébol comienza a desaparecer y es reemplazado por barro y cráteres de bombas. Las minas terrestres y los proyectiles sin explotar cubren el suelo. Las copas de los árboles, aún desnudas por el invierno, ahora están partidas y destrozadas. “Hubo una batalla de tanques aquí recientemente”, asegura Dima, “los hicimos retroceder”.
Un soldado en una trinchera retira con una pala tierra blanda y roja casi sin hacer ruido. Desde un pueblo cercano, el sonido de disparos automáticos llega con la brisa.
“A menudo había batallas en el pueblo. A veces, todo el pueblo estaba en llamas. Tiraban fósforo, o no sé qué tiraban”, explica Dima. Mide más de 1,90 de altura con ojos azul pálido que se hacen más brillantes por los círculos oscuros debajo de ellos. Su AK-47 está colgado de su hombro; en su chaleco antibalas cuelga una cuchara, un abrelatas y un pequeño par de alicates.
El peligro aquí está fuera de las trincheras. Un momento de distracción mientras alguien se fuma un cigarrillo puede terminar en la muerte si cae un mortero o una granada cerca. “En general, bombardean todos los días”, relata Dima mientras indica las posiciones rusas. Estos hombres sufrieron bajas recientemente, pero son una fracción comparado con las pérdidas ucranianas en el combate cuerpo a cuerpo de Bajmut.
De repente, un proyectil silba sobre nuestras cabezas y aterriza a la izquierda de nuestro grupo. Los seis corrimos para cubrirnos y caímos al suelo. Pierdo de vista a Dima, pero alguien grita que un tanque ruso está disparando. Se produce una segunda explosión que me cubre de tierra. Estaba más cerca esta vez, tal vez a tres metros de distancia. Me dirijo a la cubierta y veo a Dima de pie en una trinchera. Dentro hay un refugio cubierto de madera en el que nos metemos cuatro de nosotros. Cuando Dima enciende un cigarrillo se escucha otra explosión cerca.
“Simplemente tienen una cantidad ilimitada de proyectiles”, dice. “Tienen almacenes llenos. Pueden disparar todo el día y no se quedarán sin proyectiles. Pero, ¿nosotros? Nos quedaremos sin proyectiles este año. Así que estamos formando varias brigadas de asalto y nos han dado tanques. Creo que con esos ganaremos. Somos feroces. Somos valientes. Podemos manejarlo”.
Cuando sus posiciones están bajo ataque, explica, se refugian en trincheras, mientras que un soldado permanece de guardia en busca de infantería enemiga y drones. Dima asegura haber aprendido a sobrellevar la situación. “Había miedo las primeras veces. Cuando vine por primera vez. Ahora todo, de alguna manera, se ha desvanecido. Se ha vuelto tan sólido como una roca. Bueno, hay algunos miedos; todos los tienen”.
Otro proyectil cae lo suficientemente cerca como para hacerlo saltar. “Esa fue buena”, dice, sacudiendo la cabeza y quitándose el polvo de encima.
Dima tiene solo 22 años y es de la ciudad industrial central de Kremenchuk. Trabajó en una planta petroquímica antes de la guerra y, como muchos de los soldados que luchan aquí, su vida adulta apenas ha comenzado. Cuando le pregunto qué le dice a su familia, responde: “Todavía no tengo una familia. Tengo a mi madre, no tengo a nadie más por ahora”. Llama a casa dos veces al día, por la mañana y por la noche. “Ella no sabe mucho, no le cuento todo”, cuenta mientras su voz se apaga.
Entre los soldados hay desacuerdo sobre lo que están disparando los rusos. Podría ser fuego de tanques, morteros o granadas o una combinación de los tres. Un soldado barbudo, mugriento por los días en el frente, entra en el refugio subterráneo y hace un movimiento giratorio con el dedo. Un dron ruso sobrevuela. Incluso aquí hay incertidumbre, podría estar armado o podría ser un dron de reconocimiento. No hay nada que hacer más que esperar hasta que termine el bombardeo o que oscurezca.
Dejo a los hombres justo después del atardecer. Los tanques de la brigada están disparando contra los rusos ahora y, al tiempo que regreso, un nuevo turno de soldados toma posiciones a lo largo de las trincheras. Estoy atento a la luz tenue de dónde paso, recordando las minas letales en la ruta de entrada.
Los tanques y la artillería dominan aquí, con los tanques T64 Bulat de fabricación ucraniana que operan todos los días. “Las tropas en los tanques son como el hermano mayor de la infantería”, dice el comandante de tanques Serhii. “Cuando la infantería está siendo herida, vienen los tanques. Pero el problema es que no siempre podemos venir”.
La 1ª Brigada Separada de Tanques es una de las más condecoradas del ejército. Su comandante, el coronel Leonid Khoda, está esperando la llegada de los tanques occidentales, incluido el Challenger II británico, y ya ha enviado hombres para entrenar en los Leopard alemanes.
El enemigo “tiene un objetivo completamente diferente”, afirma. “Nosotros protegemos nuestro estado, nuestra tierra, nuestros familiares, tenemos una motivación diferente. Ellos no tienen salida. (...) No retroceden. Porque retroceder significa prisión, significa ejecución. Así que están avanzando como corderos al matadero”.
En febrero, los rusos intentaron atravesar el frente de combate a 30 kilómetros de distancia, un movimiento audaz que habría puesto en riesgo al resto del Donetsk que no ha sido ocupado. El avance terminó en catástrofe, con cientos de rusos muertos, decenas de sus tanques perdidos y una brigada blindada casi aniquilada.
Al recordar el avance de los ataques de febrero alrededor de la ciudad de Vugledar, a 13 kilómetros de distancia, el coronel Leonid Khoda lo describe como “un acto de desesperación”. La brigada enemiga fue efectivamente aniquilada, dice, “pero últimamente han comenzado a cambiar de táctica”.
Gran parte del Donbás está lleno de arena de la era industrial. Grandes fábricas abandonadas y monumentales montañas de escombros dominan el paisaje, pero no aquí. La tierra que los hombres del coronel Khoda están protegiendo específicamente es la ciudad comercial de Velyka Novosilka.
Antes de la guerra, la ciudad tenía una escuela moderna, una ordenada estación de bomberos y un jardín de infantes de tres pisos. Todos ahora están abandonados y destruidos.
El chofer del ejército que nos lleva al pueblo se desvía para evitar un cohete incrustado en la carretera. Otro proyectil ruso aterriza en un vecindario cercano, enviando un largo arco de tierra hacia el cielo gris. Las pequeñas casas y cabañas de la ciudad pasan velozmente por la ventana, y aunque están rotas, es fácil ver que esta era una ciudad próspera antes de la guerra.
Unas 10.000 personas solían vivir aquí, ahora hay menos de 200. “Ahora solo los ratones, gatos y perros prosperan aquí y también se esconden de los bombardeos”, dice uno de los soldados en el automóvil.
En uno de los refugios me encuentro con Iryna Babkina, la profesora de piano local que intenta mantener unidos los hilos que quedan de su pueblo. Con el cabello rojo brillante, está discretamente decidida a permanecer en la ciudad. Unas pocas decenas de residentes viven en el frío y húmedo refugio, e Iryna ayuda a cuidar a los mayores.
Ella describe lo que le ha sucedido a la ciudad como algo similar a un sentimiento de “duelo”. “Solía ser un lugar tan hermoso”, dice. Ahora “es más una tristeza: la tristeza de lo que solía ser, la tristeza de lo que es ahora”.
En el refugio, en ese sótano tenuemente iluminado calentado por una estufa de leña, escucho una voz. Sentada sola en una cama está María Vasylivna, de 74 años.
Antes de que Iryna nos presente, susurra: “Es difícil para ella hablar, su esposo murió por una esquirla recientemente”.
María toma mis manos. “Oh, tienes frío”, dice, calentándolas entre las suyas.
Su esposo, Sergiy, de 74 años, estaba demasiado enfermo para ir al refugio y permaneció en su casa incluso cuando las bombas rusas caían sobre el vecindario.
En voz baja me dice: “Él se desangró hasta morir durante la noche. Yo estaba aquí y él estaba en casa. Llegué en la mañana y él se había ido. Lo enterramos y eso es todo”. Llevaban casados 54 años.
Antes de irme, Iryna me lleva por la escuela del pueblo. Sus pasillos pintados de lila están salpicados de escombros y las ventanas han sido destruidas por las bombas rusas. Las chaquetas de los niños todavía cuelgan de las perchas y las decoraciones navideñas caseras permanecen sin recoger en un estante.
En una pared sobre un radiador azul pálido, una foto grupal muestra al equipo de fútbol infantil celebrando una victoria. Al mirar por la ventana se ve la misma cancha que en la foto pero con cráteres y los pasamanos cercanos están destrozados por los bombardeos. Una aleta trasera de un cohete ruso sin explotar sobresale del asfalto del patio de recreo.
Hay un piano en el pasillo e Iryna se sienta a tocar. Pero no sale ninguna melodía, el piano está muy dañado. No tiene música para tocar ni niños a los que enseñar. Los últimos fueron evacuados a la fuerza de la ciudad por la policía el mes pasado y llevados a un lugar más seguro. Su propia hija estaba entre ellos.
“Solo hay sonidos de proyectiles”, dice ella. “La escuela está destrozada, los instrumentos están arruinados, pero está bien, la reconstruiremos y la música volverá a sonar, junto con las risas de los niños”.
Estos son los lazos que unen a las personas aquí, ya sean civiles o soldados. La convicción de resistir es el arma perdurable en el arsenal de Ucrania, tan vital para la supervivencia del país como cualquier tanque blindado o trinchera de infantería.
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