Cuando el poeta y novelista Gyorgy Faludy regresó a Hungría en 1946, tras 8 años de ausencia, encontró un país completamente destrozado por la guerra.
Budapest, la capital en la que había nacido y crecido, era una ciudad de escombros, salpicada de cadáveres parcialmente enterrados y esqueletos de edificios.
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Pero había otros cambios menos visibles.
Poco después de su regreso, su editor le pagó por una nueva edición de uno de sus libros 300.000 millones de pengös, la moneda en ese momento.
Suena como una suma enorme, pero todo lo que pudo comprar fue un pollo, dos litros de aceite y algunas verduras. Y si hubiera esperado hasta la tarde, no le habría alcanzado ni siquiera para eso.
Hungría estaba en las garras de la peor inflación jamás registrada.
En su punto máximo, alcanzó el 41.900.000.000.000.000%.
En la vida diaria, eso significaba que los precios promedio se duplicaban aproximadamente cada 15 horas.
Teniendo en cuenta que, según la definición que los economistas usan, la hiperinflación es un aumento del 50% en los precios promedio mensual, esta calificaba con creces.
Millones de húngaros vieron sus salarios reales y sus niveles de vida desplomarse, sumiendo a muchos en una nueva lucha por la supervivencia.
En el momento en que la espiral de precios se puso bajo control, el valor total de todos los pengős en circulación en todo el país era una fracción de un centavo de dólar estadounidense.
Con muchos en este momento preocupados por la inflación en varios lugares del mundo, quizás sea oportuno preguntarnos qué causó la peor hiperinflación de la historia y qué lecciones dejó.
Como los demás países europeos, Hungría estaba sufriendo las secuelas de la Segunda Guerra Mundial, en la cual, inicialmente, había estado decididamente del lado del Eje, participando incluso en el ataque de 1941 contra la Unión Soviética.
Aunque en 1942, previendo que Alemania perdería la guerra, sus líderes iniciaron negociaciones secretas con los Aliados, lo único que lograron fue que Adolf Hitler se enterara y, en marzo de 1944, invadiera e instalara una administración pronazi.
“La terrible consecuencia de eso fue que 437.000 judíos húngaros fueron deportados a Auschwitz”, señala László Borhi, presidente de Peter A. Kadas y profesor en la Escuela Hamilton-Lugar de la Universidad de Indiana, EE.UU.
“Después de eso, Hungría se convirtió en un campo de batalla entre la URSS y Alemania”.
Y Budapest experimentó uno de los mayores asedios de la guerra.
Al final de la conflagración, la economía del país estaba hecha añicos.
Los alemanes habían sacado alrededor de US$1.000 millones en bienes y productos básicos del país.
La mitad de su capacidad industrial quedó destruida y el 90% restante sufrió daños.
La mayoría de las vías férreas y las locomotoras estaban destrozadas y las que no, se las llevaron los nazis o los soviéticos. Todos los puentes sobre el Danubio en Budapest estaban fuera de servicio, así como la mayoría de sus carreteras.
El 70% de los edificios de Budapest se habían convertido total o parcialmente en escombros.
La producción agrícola cayó casi un 60%.
“Básicamente, el país estaba al borde de una hambruna”, resalta Borhi. “A pesar de eso, tuvo que alimentar al millón de soviéticos que el Ejército Rojo tenía en el país”.
Encima de todo, cuando firmó el armisticio, Hungría aceptó pagar reparaciones de US$300 millones (más de US$4.000 millones en dinero de hoy), a los soviéticos, los yugoslavos y checoslovacos.
A estos pesares y otros más se le sumó que no hubo préstamos para ayudar a los húngaros a recuperarse.
“Los países controlados por los soviéticos fueron excluidos por Moscú de participar en el muy generoso Plan Marshall que básicamente impulsó la recuperación económica de Europa occidental”, explica Borhi.
“Las finanzas del gobierno húngaro eran absolutamente precarias y enfrentaba la necesidad de tratar de proporcionar algunos servicios, pero no había infraestructura que le permitiera recaudar ingresos de la manera convencional”, señala Pierre Siklos, profesor de Economía en la Universidad Wilfred Laurier en Waterloo, Canadá.
Sin una base impositiva en la cual apoyarse, el gobierno húngaro decidió estimular la economía imprimiendo dinero, a pesar de tener que pedir prestado para pagar la tinta importada que utilizó para hacer los billetes.
Con ellos, el gobierno contrató trabajadores directamente, proporcionó préstamos a los consumidores y le dio dinero a la gente.
Le hizo préstamos a los bancos a tasas bajas que a su vez estos prestaron a las empresas.
El país se inundó con dinero.
Y el dinero, se ahogó en ceros.
El pengő, una moneda que había sido adoptada como una de las medidas para controlar la primera hiperinflación que sufrió Hungría en el siglo XX, después de la Primera Guerra Mundial, entró en caída libre.
La inflación era tan desmedida que los ceros se acumularon hasta llegar al absurdo.
En 1944, el valor más alto del billete era de 1.000 pengős. A finales de 1945, era de 10.000.000 pengős.
En un intento de simplificación, apareció el milpengő, equivalente a un millón de pengős.
Eso dio paso a denominaciones tan disparatadas como...
- 100 millones de milpengős, o sea 100.000.000.000.000 de pengős o 100 trillones;
- y mil millones de milpengős, es decir, 1.000.000.000.000.000 de pengős o un cuatrillón.
Pronto, fue necesario emitir el B-pengő, equivalente a un billón de pengős.
Este también se multiplicó hasta el 11 de julio de 1946, cuando el Banco Nacional de Hungría emitió los últimos billetes pengő, por 100 millones de B-pengős (10²⁰ =100 trillones), la denominación más alta en uso de la historia.
El Banco también imprimió billetes por mil millones de B-pengős (10²¹ = 1.000.000.000.000.000.000.000), pero nunca ingresaron circulación.
En el camino, también se creó una moneda especial, el adópengő (o pengő fiscal) para los pagos postales y de impuestos. Dada la inflación, su valor se ajustaba a diario y se anunciaba por radio.
El 1 de enero de 1946, un adópengő equivalía a un pengő, pero a fines de julio, equivalía a 2.000.000.000.000.000.000.000 pengős.
Mientras el gobierno trataba de mantenerse al día con los precios emitiendo una vertiginosa variedad de nuevos billetes, la gente común comenzó a referirse a ellos según su color en lugar de su valor.
Pero se llegó al punto que ni siquiera eso tenía sentido así que “si, digamos, querían una docena de huevos, el vendedor los pesaba y el comprador le pagaba ese peso en moneda”, cuenta Béla Tomka, profesor de Historia Social y Económica Moderna en la Universidad de Szeged, en Hungría.
Los salarios tampoco podían estar al día con la realidad, así que “muchas empresas comenzaron a pagar en especie, con lo que producían o con papas o azúcar, etc.
“Las fábricas textiles, por ejemplo, desarrollaron su propio sistema de salario centimétrico: pagaban un promedio de centímetros de textil.
“Los empleados luego intercambiaban lo que recibían por otras necesidades”.
El mercado negro floreció.
“Además, por primera y única vez en la historia de la inflación en el mundo, las empresas tenían que proporcionar cierta cantidad y calidad de alimentos, determinada por las necesidades calóricas semanales de los trabajadores y sus familiares dependientes”, relata Tomka.
“Aunque esas medidas no resolvieron los problemas, debido a la escasez de alimentos, durante un tiempo proporcionaron una asignación mínima para las masas trabajadoras”.
En cierto momento, los empleados podían incluso exigir que se les pagara antes de las 2 pm, e insistir, de no ser así, en recibir su sueldo ajustado a la inflación al día siguiente.
Sin embargo, no había escapatoria: los salarios reales cayeron más del 80% y, aunque los trabajadores tenían empleo, la hiperinflación los empujó a la pobreza.
No obstante, al parecer, la privación no se compartió por igual.
Un reportaje del New York Times sobre Budapest del 4 de abril de 1946 relató que...
“En ningún otro lugar de Europa se podría encontrar un contraste tan violento entre el nivel de vida de la mayoría de la población y el de aquellos pocos que se han hecho amigos de los británicos y los estadounidenses o que por algún otro medio han tenido acceso a restaurantes caros”.
“En los clubes de las potencias ocupantes encontrará comida como en ningún otro lugar de Europa: frutas exóticas, ganso, pollo, crema y pasteles como en los hoteles más extravagantes antes de la guerra”.
Pero, ¿quiénes podían disfrutar de tales delicias?
“Aquellos cuya riqueza estaba en joyas, oro u otros objetos de valor podían vender esos activos o intercambiarlos por necesidades básicas”, señala Tomka.
“Además, quienes tenían acceso a divisas, ya sea porque trabajaban para una embajada o empresa extranjera u otra institución, podrían sobrevivir mejor”.
“La población rural que producía alimentos estaba en una posición más favorable, por lo que básicamente los pobres de los pueblos y ciudades eran los que más sufrían”.
En el apogeo de la inflación, los precios subían a un ritmo del 150.000% al día.
Para entonces, el gobierno había dejado de recaudar impuestos pues el poder adquisitivo de los ingresos que podía generar por esa vía en gran medida se evaporó.
Sólo una nueva moneda podría estabilizar la situación financiera del país.
El 1 de agosto de 1946, Hungría introdujo el florín, reduciendo 29 ceros de la moneda anterior.
“Mis padres recordaban ver a los barrenderos poniendo billetes en la basura: la gente simplemente botó los pengős, pues no valían nada”, cuenta Borhi.
“Lo poco que quedaba de la fortuna familiar fue borrado. La gente perdió los ahorros y tuvo que empezar de cero”.
Pero, aparentemente, de la noche a la mañana, se le puso punto final a la hiperinflación.
Aparentemente.
“Los preparativos tomaron algunos meses”, apunta Siklos.
“Almacenaron alimentos para asegurarse de que cuando se lanzara la nueva moneda, al menos en algunos mercados, hubiera la apariencia de abundancia que llevara a pensar que la reforma era en gran medida creíble”.
“Además hubo un esfuerzo en las semanas previas a la reforma de convencer al público de que la dependencia del impuesto inflacionario terminaría, que ya no habría ningún tipo de indexación y que mantendrían esas políticas en el futuro previsible”.
“Así que lograron infundir suficiente confianza en el público de que el florín conservaría su valor. Y lenta pero seguramente, la actividad económica empezó a mejorar”.
Un factor clave para restaurar esa confianza fue el regreso de la reserva de oro del Banco Nacional Húngaro.
“Había sido sacada del país en las fases finales de la guerra para que el ejército soviético no pudiera apoderarse de él. Y terminó en la zona estadounidense de ocupación de Austria”, cuenta Tomka.
“En 1946, una delegación del gobierno húngaro fue a Washington en una visita oficial y el presidente Truman, como un gesto hacia los húngaros, acordó su devolución completa”.
Su llegada al país fue un gran evento, como lo reportó Associated Press en agosto 6 de ese año.
“El antiguo tren privado de Adolf Hitler llegó hoy aquí con 33 millones de dólares en oro, todas las reservas capturadas del Banco Nacional de Hungría, para reforzar la nueva estructura financiera de Hungría”.
“El envío de 22 toneladas de oro, lingotes y monedas, traído de Alemania bajo una fuerte guardia y secreto militar, marcó la primera devolución al por mayor de activos monetarios a un país enemigo”.
“Las autoridades húngaras expresaron profundas esperanzas de que la llegada del oro, 100% intacto, salvaría la economía destrozada de su nación”.
Para la gente, este respaldo le daba credibilidad a la nueva moneda.
Por otro lado, el Banco Central se independizó y el poder de emisión de billetes se limitó. Se le ordenó a los bancos que tuvieran reservas del 100%, los impuestos se incrementaron considerablemente, el número de funcionarios públicos se redujo sustancialmente.
El florín se convirtió en una de las monedas más estables de la región hasta bien entrada la década de 1960.
Hay que anotar que para 1946 el panorama político y económico de Hungría ya estaba completamente dentro de la esfera de influencia soviética.
“En mayo el líder del Partido Comunista Húngaro dio la orden de clonar parcialmente el sistema estalinista para allanar la estabilización de la moneda”, dice Borhi.
“Comenzaron a dar pasos que eventualmente conducirían a la nacionalización de empresas privadas extranjeras y nacionales.
“Simultáneamente, se introdujeron medidas para centralizar la economía, como una oficina que determinaba el precio de cada producto y una tabla que determinaba el salario para cada sector de la economía.
“Así que todo estaba muy, muy estrictamente controlado, y eso probablemente ayudó a frenar la inflación”.
Entonces, ¿podemos realmente leer de manera confiable las estadísticas de inflación?
“La respuesta simple es no”, dice Siklos.
“Pero creo que el éxito inicial de las reformas puede explicarse por el increíble conjunto de políticas que se introdujeron en ese momento. Luego, por supuesto, las cosas cambiarían”.
Al final, ¿habrá alguna lección sobre cómo lidiar con una inflación en espiral que muchos países han experimentado?
“Un elemento común es, primero, que cuando las condiciones económicas se desmoronan y los gobiernos no tienen otros recursos disponibles, no toma mucho tiempo para que la hiperinflación se afiance”, señala Siklos.
“La segunda lección es que si se introduce un conjunto de políticas que convenzan al público de que el poder adquisitivo del dinero se mantendrá estable, la inflación puede terminar con rapidez”, agrega.
Tomka concuerda con que “la confianza pública en las instituciones políticas y económicas, y por extensión en el dinero mismo, es una condición importante para la estabilidad de la moneda”.
“Si esa confianza se evapora en grandes segmentos de la sociedad, recuperarla implica enormes costos económicos y sociales”.
* Este artículo está basado en el episodio “When money died: The world’s worst inflation” de la serie de la BBC “The Forum”. Si quieres escucharlo, haz clic aquí
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