Las mantas de protesta están escritas en francés, pero en el improvisado campamento que se alza a un costado de la alcaldía de Saint-Ouen, un suburbio de París, se habla español con acento latinoamericano.
Por las noches aquí se alzan más de 30 carpas y tiendas de campañas en las que duermen colombianos, bolivianos, ecuatorianos, peruanos, cubanos y dominicanos.
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Hay niños, que durante el día juegan y corretean entre lo que algunos todavía creen es un inesperado campamento de verano, y al menos cuatro mujeres embarazadas.
Todos forman parte de una comunidad de unos 150 migrantes, la mayoría latinos, que el pasado 30 de julio fueron expulsados de la fábrica abandonada que habían ocupado y remodelado para convertirla en su casa.
“Allá se nos quedaron nuestros ahorros y nuestros sueños”, se lamenta Joan Domínguez, un colombiano de 40 años que lleva cinco viviendo en Francia.
“Habíamos construido una casa en el aire”, le dice a BBC Mundo después de volver a armar la tienda de campaña en la que ahora pasa las noches con su familia, la misma que tiene que desarmar todas las mañanas antes de salir rumbo al trabajo.
Los latinos de Saint-Ouen ahora ni siquiera saben si podrán seguir aquí después del domingo, cuando se les vence el permiso para manifestarse en demanda de un alojamiento digno que por el momento protege sus carpas.
Pero, por ahora, todos parecen preferir una calle en Francia a tener que regresar a tierras latinoamericanas.
Vivir en 8 metros cuadrados
Como la mayoría de los que terminaron aquí, Joan llegó a Francia buscando una vida mejor, al lado de su esposa y sus dos hijos, actualmente de 6 y 16 años.
Pero sus ingresos como trabajador de la construcción, junto con su situación migratoria, los terminaron confinando a esas antiguas habitaciones de servicio que aquí llaman “chambres de bonne”: reducidos espacios de 8, 10, 12 metros cuadrados.
A inicios de este año, sin embargo, alguien le habló de la comunidad de latinos que se estaba empezando a formar en el 111-113 de la Rue du Docteur Bauer, justo frente al estadio del Red Star, el segundo equipo de fútbol más viejo de Francia.
No es oficialmente París, pero en la práctica sí: a menos de media cuadra, desde la avenida Michelet, se puede ver la célebre catedral del Sagrado Corazón, en el turístico barrio de Montmartre.
Y ahí, utilizando su experiencia en la construcción y reciclando materiales, las familias que ahora duermen a la intemperie terminaron transformando la vieja fábrica abandonada en algo mucho más parecido al hogar con el que siempre habían soñado.
“Mi hijo tenía su cuarto; teníamos cocina, baño. Mi esposo lo construyó todo”, cuenta, orgullosa Nancy Adrián, de nacionalidad boliviana.
“Estábamos bien organizados. Había extintores, alarmas de incendio. Los mismos bomberos (que habían llegado a inspeccionar la propiedad ocupada) estaban impresionados”.
Como Joan, Nancy también llegó persiguiendo el sueño de una vida mejor, el mismo que antes la había hecho migrar a Chile.
Pero la dura realidad con la que se topan muchos migrantes latinoamericanos en París la golpeó con fuerza cuando llegó a la capital francesa, hace poco más de dos años.
“¡Ni en Chile ni en Bolivia se vive en ocho metros cuadrados!”, se sorprende todavía la boliviana, de 34 años, para quien la típica exigencia de un fiador y de un depósito equivalente a al menos de dos meses de alquiler limita las opciones de muchos migrantes.
Y migrantes latinoamericanos hay al menos un cuarto de millón en Francia: 246.268 según el último reporte sobre migrantes internacionales del Departamento de Asuntos Económicos Sociales de Naciones Unidas.
Esas, sin embargo, son nada más las cifras oficiales.
Pero si la realidad del campamento es un buen indicador, el número real de latinos podría ser mucho mayor: muchos aquí no han regularizado su situación, por lo que hasta ahora habían tratado de vivir sin llamar la atención de las autoridades.
Aunque la gran familia hispanoamericana que terminó juntándose en Saint-Ouen ciertamente refleja la realidad oficial en al menos un aspecto: tanto en las estadísticas como en el campamento el mayor contingente es, de lejos, el de los colombianos.
Refugiada, pero en la calle
Fue de hecho una colombiana, Elva Villera, la primera en mudarse al 111-113 de la calle Dr. Bauer.
Esta nativa de Ciénaga de Oro, Córdoba, se marchó de Colombia huyendo de la violencia luego de la desaparición del padre de su hijo, quien ahora tiene 22 años.
Primero encontró refugio en Venezuela, pero después de la muerte de Hugo Chávez cruzó a Brasil y por ahí llegó a la Guyana Francesa, donde el gobierno francés también le concedió el estatus de refugiada.
Pero cuando llegó a París tuvo que vivir en la calle “por ocho meses”. Hasta que un alma caritativa le dio la idea de ocupar la fábrica abandonada.
“Yo voy a una iglesia cristiana y ahí una vez di un testimonio de que vivía en la calle”, recuerda Elva, de 53 años.
“Y con mi hijo y un amigo colombiano fuimos los primeros que llegamos a ese squatt del que nos desalojaron”, cuenta, utilizando el término francés para las propiedades ocupadas.
Pronto, Elva empezó a mencionarles la oportunidad a otros colombianos “que vivían con sus familias en cuartitos reducidos, que eran humillados por sus caseros”, así como a otros latinos con estatus de refugiados.
“Al ver que llegaba gente y gente me di cuenta que no era la única que no tenía vivienda. Ahora ellos son mi familia”, le dice a BBC Mundo.
“Para mientras”
Algunos de los okupas eran relativamente recién llegados a Francia, como la misma Elva.
Pero otros llevaban décadas en el país, como Gerardo Henao, quien después de 26 años trabajando en la industria de la construcción atravesaba una “dificultad económica” que resolvió mudándose a la vieja fábrica “para mientras”.
“La cogimos que estaba sucia, insalubre. Pero la limpiamos y empezamos a acondicionar el sitio, respetando todas las reglas: le metimos extintores, detectores de humo, electricidad, pintura, parqué en el piso, duchas, cocinas, aire acondicionado…”, enumera.
“Sabíamos que nos la iban a quitar, pero esperábamos que nos dejaran quedarnos más de un año, tal vez llegando a un acuerdo para pagarle a la alcaldía un arriendo”, explica su razonamiento.
Los alentaba el hecho de que la escuela que la alcaldía de Saint-Ouen planeaba construir en el lugar, pero no está previsto que se inaugure hasta finales de 2022.
Y su causa también fue retomada por el capítulo local de la asociación Derecho a la Vivienda (DAL, por sus siglas en francés), lo que alimentó la esperanza.
Entre otras cosas, la organización le pidió al alcalde local, el conservador William Delanoy, que pospusiera una orden de expulsión emitida en mayo, recordándole que los permisos para la misma todavía no han sido otorgados.
“Le señalamos por correo electrónico (…) que el fallo de expulsión tampoco estaba tomando en cuenta la realidad social del lugar, con refugiados de varias países de América Latina, con familias, con niños”, le recordaría el DAL más tarde, en una carta en la que la organización también reiteraba su invitación a buscar una solución entre todos.
Los expulsados, por ejemplo, insisten en que no quieren nada gratis, tan solo la oportunidad de acceder a viviendas dignas y seguras que pagar con su trabajo.
Pero ni entonces ni ahora el alcalde mostró disposición al diálogo.
“Mi trabajo no es alojar a colombianos”
“Lo pueden escribir: el alcalde de Saint-Ouen no dialoga con okupas. Yo no fui el que los instaló aquí”, le dijo Delannoy al periódico Le Parisien en la única entrevista concedida hasta la fecha.
“Yo no soy ni prefecto, ni diputado, ni ministro… No es mi trabajo ocuparme de las miserias del mundo. Mi trabajo no es conseguirle alojamiento a colombianos sino encontrar soluciones para los habitantes que han solicitado viviendas sociales, y hay muchos en la ciudad”, se justificó el alcalde.
Tras desalojar el pasado 30 de julio a 150 familias de migrantes de una fábrica abandonada en la que vivían, el alcalde Saint- Ouen señaló que su trabajó no es ocuparse “de las miserias del mundo”
Según Jean Guerrier, del DAL Saint-Ouen, la lista de espera para una vivienda social en la ciudad es de más de 3.000 personas, lo que significa que muchas tienen que esperar años antes de recibir una respuesta.
“Pero el alcalde convenientemente ignora que entre los expulsados hay gente con el estatus de refugiado, gente que ya había hecho solicitudes de vivienda, y gente que había sido identificada como prioritaria”, destaca su colega Laurent Mercier.
“Parece que no los considera habitantes de Saint-Ouen. Claramente hay discriminación”, dice de la actitud de Delannoy, quien se rehusó incluso a recibir a delegados de la embajada colombiana.
Para muchos, el hecho de que las elecciones municipales están previstas para marzo del próximo año puede explicar la posición del alcalde.
“Nunca nos habíamos encontrado con semejante bloqueo. Es la primera vez que el alcalde ni siquiera quiere sentarse a hablar con nosotros”, destaca en cualquier caso Guerrier, quien sin embargo se dice dispuesto a seguir dando batalla.
¿Igualdad y fraternidad?
La alcaldía local no es, sin embargo, la única institución objeto de críticas.
Luego de que la situación fuera destacada por el exalcalde de Bogotá, Gustavo Petro, durante una reciente visita en Francia, la cancillería colombiana emitió un comunicado detallando el apoyo brindado a los expulsados, que incluye orientación “sobre las rutas de atención de las instituciones francesas”.
“Pero ayudarle a alguien no es decirle donde queda el metro más cercano, es acompañarlo hasta allá, garantizar que uno entra”, le dice a BBC Mundo Gerardo Henao.
“Lo que han hecho, más bien lo han hecho para cumplir un requisito”, es su valoración del apoyo de la embajada y consulado colombianos.
Aunque tanto él como sus compañeros, sin embargo, coinciden en que la solución tiene que venir fundamentalmente de las autoridades francesas.
Y en un país donde el derecho a la vivienda está protegido por la Constitución, y la idea de lanzar a la calle a familias con niños es especialmente anatema, son muchos los que consideran que estas no han hecho lo suficiente.
La prefectura -es decir, el gobierno del departamento de Seine-Saint-Denis, al que pertenece Saint-Ouen- asegura que, al momento de la evacuación, se identificaron 29 familias y que a todas se les ofreció una reubicación temporal, en hoteles.
Pero los expulsados dicen que las familias suman 47, y que varios de aquellos que recibieron noches de hotel tuvieron que abandonarlos porque los ubicaron en cuartos llenos de chinches y cucarachas, o les ofrecieron albergues ubicados a kilómetros de distancia.
Y los que tuvieron más suerte saben que este beneficio también pude verse interrumpido en cualquier momento, por lo que no se atreven a abandonar completamente el campamento.
“A veces en el hotel duermen mi mamá y mi papá, otras veces mi mamá y yo, o yo con mi padre, y el otro se queda aquí, en una carpa”, explica Yoan Manuel Rojas, un cubano de 26 años.
Tanto él como su madre, una “dama de blanco”-grupo de madres o esposas de disidentes encarcelados que protestan en Cuba vestidas de blanco-, y su padre, opositor, tienen estatus de refugiados políticos. Pero Yoan dice que el gobierno francés no les ha dado prácticamente nada, “aparte de los papeles”.
“Y lo que necesitamos es un lugar para vivir. Estamos viviendo en la calle”, le dice a BBC Mundo.
“Yo estoy estresada con el gobierno francés. Nos tienen ignorados. No es verdad eso que dicen de la igualdad y la fraternidad, sino todo lo contrario”, coincide Elva.
La Francia solidaria
La refugiada colombiana, sin embargo, inmediatamente destaca que no se puede decir lo mismo del pueblo francés, que se ha volcado a ayudarles.
Voluntarios se encargan que la asistencia médica de emergencia esté asegurada 24 horas al día, y muchas de las tiendas que se alzan acá fueron un regalo de pobladores de Saint-Ouen, que también han contribuido con ropa, comida y agua.
Y las donaciones y muestras de solidaridad han llegado incluso de otras ciudades.
“Aquí hemos tenido personas de Montpellier, de Marsella, de Clermont Ferrand, de Toulouse”, enumera Chanel, una dominicana “con más de 22 años en territorio francés: 11 en la Guyana Francesa y 11 aquí en Francia”.
“Y yo siento que la mayoría de la población de Saint-Ouen está con nosotros. Su apoyo no ha disminuido”, le dice a BBC Mundo.
Sus palabras las confirman poco después la joven que llega a ofrecer más ropa, el hombre que llega en su coche a bajar varios botellones de agua y el mensaje de texto de un restaurante vecino ofreciendo “nueve comidas calientes”.
Y Gerald Pellas, un jubilado de 70 años que toma el sol en una banca situada frente a la alcaldía, le dice a BBC Mundo que el campamento de latinoamericanos no le molesta.
“Antes bien, comprendo su situación”, dice.
“Pero hay que encontrar una solución, pronto”.
Buscando soluciones
Efectivamente, con menos de un mes para que acabe el verano, la situación apremia.
Y la inminencia de “la rentrée” -el regreso de las vacaciones escolares, a inicios de septiembre- también amenaza la continuidad del campamento de la Rue Diderot, dada la proximidad de una escuela.
El alcalde recientemente negó el permiso para instalar letrinas portátiles en el lugar y los migrantes no saben si el permiso para el “campamento de protesta” les será renovado.
“Pero si no es aquí, nos instalaremos en otra parte hasta que el Estado resuelva”, les promete a los latinos del campamento Jean Guerrier al final de una reunión que se extiende hasta casi entrada la medianoche.
Durante la misma, el representante del DAL Saint-Ouen les reitera a aquellos que tienen papeles que deben que apresurarse a presentar una solicitud de vivienda. Y conmina a los sin papeles a que empiecen a moverse para regularizar su situación.
Pero, sobre todo, los insta a mantenerse unidos y no darse por vencidos.
Un consejo que a juzgar por lo que dice Chanel, en realidad no es necesario.
“El alcalde no nos va a dar solución, pero nosotros no nos vamos a rendir”, le dice a BBC Mundo.
“Porque si no seguimos luchando, entonces luchamos para nada”.