Salah Abdeslam, único superviviente de los atentados del 13 de noviembre de 2015 en Francia, se refugió en el mutismo impidiendo resolver el enigma sobre el papel de este otrora juerguista que cometía delitos menores antes de abrazar la yihad.
En la noche del 13 al 14 de noviembre de 2015 en una escalera de un edificio de las afueras de París, un joven se encuentra con dos adolescentes, termina su hamburguesa y les propone el resto de sus papas fritas.
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Es el francomarroquí Salah Abdeslam, quien abandonó su cinturón de explosivos y espera su evacuación a su Bélgica natal. El hombre, con acento belga y gomina, tiene un “aspecto muy cansado” y parece estar descolocado.
Habla de todo un poco, de su prometida con la que se casará “pronto”. Mira por encima de sus hombros un video sobre la masacre que acaba de producirse en el Bataclan y comenta: “Es inhumano”.
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Pronto, su foto y su orden de búsqueda estarán en todas partes.
Horas antes, condujo a tres atacantes suicidas al Estadio de Francia. Y mucho antes buscó por Europa a los miembros de los comandos yihadistas, compró el material de los explosivos, alquiló los escondites y los vehículos del “convoy de la muerte”, según su expresión, que irá a París.
En Molenbeek, la comuna bruselense en la que creció en el seno de una familia de cinco hijos y donde fue detenido en marzo de 2016 tras cuatro meses de fuga, el hombre, de 31 años actualmente, no había dejado la impresión de ser un yihadista en ciernes.
“Fumadores de porros”
Su perfil era más bien el de un delincuente condenado en una decena de ocasiones por delitos de tráfico, violencia o intento de robo en 2010 con un amigo de la infancia: Abdelhamid Abaaoud, el futuro jefe de operaciones de los atentados de noviembre.
Juerguista, bebedor, fumador, adicto a los casinos, Abdeslam es coqueto y suele tener “novias”. No trabaja, pasa el rato en los cafés, como el de su hermano mayor Brahim, uno de los futuros atacantes. Un “café de fumadores de porros”, según los vecinos.
Este esporádico musulmán practicante empieza a partir de fines de 2014 a hablar de Siria y propone a su prometida ir allí. Ella no lo toma en serio, ya que Abdeslam pasó “las tres cuartas partes de su vida” en discotecas, dirá a los investigadores.
Pero sus allegados notan que los hermanos Abdeslam entran en una “movida Estado Islámico”. Dejan de beber, se interesan por la religión. En el bar de Brahim, se reúnen ahora para mirar videos yihadistas de oración y “llamados a la guerra”.
En enero de 2015, denuncian el deseo de marcharse de Salah Abdeslam. En febrero, lo convocan a la comisaría para hablar de Abdelhamid Abaaoud, que se fue a Siria. “Un buen tipo”, asegura y agrega que lo perdió de vista.
“Terminar el trabajo”
Horas antes del 13 de noviembre, cuando sus allegados creen que está esquiando, cena por última vez con su prometida y llora mucho, explica ella.
Su misión exacta sigue siendo un enigma. Sólo habló una vez, justo después de su detención: “Quería volarme en el Estadio de Francia”, “di marcha atrás”.
Los investigadores creen más bien que no lo consiguió. Las pruebas practicadas mostraron que su cinturón de explosivos era defectuoso.
En una carta hallada durante la investigación y que se le atribuye, Abdeslam escribe: “Me hubiera gustado ser uno de los mártires (...) Sólo me gustaría estar mejor equipado en el futuro”. También expresó su disposición a “terminar el trabajo”.
Este perfil de islamista convencido lo mostró durante su juicio en Bélgica en 2018 por su participación en un tiroteo con policías días antes de su detención.
Abdeslam, que contestó la legitimidad de los jueces y afirmó que sólo confiaba “en Alá”, fue condenado a 20 años de prisión.
En prisión en Francia desde 2016, ha guardado silencio desde entonces. Sólo una vez, ante los jueces de instrucción, se sumió en una diatriba religiosa para justificar los atentados.
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