A algunos vecinos de barrios acomodados de Cali se les escucha decir que no van a permitir que vándalos sigan destruyendo la ciudad, el epicentro de las protestas en Colombia. Allí, las escenas de civiles armados en las calles por donde pasan manifestantes hizo saltar todas las alarmas los últimos días.
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Cali, la ciudad más importante del Pacífico colombiano, se convirtió en una olla exprés en su máximo de ebullición, sitiada por el descontento social, los bloqueos en distintas zonas que se mantienen desde hace 14 días como símbolo del paro nacional, el desabastecimiento de combustible y alimentos o los saqueos y la inseguridad.
El toque especial en este caldo lo ha puesto desde el fin de semana pasado la incursión armada de civiles en los puntos donde se concentran quienes protestan por lo que consideran desafortunadas decisiones gubernamentales.
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La escena más aterradora se vivió este domingo cuando en distintos videos quedó registrado el uso de armas automáticas y de largo alcance por parte de supuestos habitantes de una de las zonas más exclusivas del sur de la ciudad contra la minga (marcha) indígena.
El domingo, varias “chivas” (autobuses típicos de pasajeros en las zonas de montaña de Colombia) cargadas de indígenas y escoltadas por la guardia indígena fueron atacadas a balazos “por una turba uribista en conjunto con fuerza pública”, como denunció el Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), en la zona de Cañasgordas, en el sur de la ciudad, y al menos ocho indígenas resultaron heridos.
Hubo incluso periodistas que quedaron en medio del fuego y fueron amenazados “por ser guerrilleros”.
La Policía Metropolitana de Cali, sin embargo, acusó a los indígenas de estar saqueando casas y bloques de apartamentos, y de lesionar a cuatro personas con armas cortopuzantes, por lo que, aseguraron, tuvieron que acudir en “llamado de auxilio de la comunidad del sector”.
Quienes salieron en defensa de los civiles armados justamente alegan que estas personas se intentan proteger de los bloqueos y de saqueos que supuestamente están realizando comunidades indígenas provenientes del vecino departamento del Cauca, donde campean los grupos armados ilegales, la proliferación de cultivos ilícitos y un conflicto armado que solo dio tregua en el primer año de implementado el acuerdo de paz de 2016.
La mafia de camisas blancas
Efectivamente, en algunas de las zonas donde viven las familias más privilegiadas de la tercera ciudad más importante de Colombia, los vecinos cuentan que hay asambleas para organizar “redes de seguridad civil”.
“No vamos a permitir que los vándalos sigan destruyendo nuestro patrimonio”, dice a Efe un hombre que prefiere mantener el anonimato y que revela que entre sus dotaciones hay una subametralladora uzi. Un arma que, según el registro de precios de la Industria Militar (Indumil), alcanza los doce millones de pesos (3.245 dólares).
En las unidades residenciales ahora se convoca para la organización de lo que algunos consideran grupos paramilitares como si se tratara de una reunión para una fiesta infantil. Los aportes son pistolas, revólveres y fusiles. El servicio incluye patrullaje a las calles de las barriadas.
También se conoce de un grupo de WhatsApp llamado “Cali Fuerte”, con 150 integrantes que planean “estrategias” para remover los bloqueos en la ciudad.
Un problema de armas
Cali, que también es conocida como la “Sucursal del Cielo” por su gente amable y festiva, es una ciudad violenta, casi que por naturaleza: en el primer trimestre de este año, las autoridades contaron 243 asesinatos, y en 2020, la tasa de homicidios fue de 45,1 por cada cien mil habitantes, una de las más altas de Colombia.
Los reportes de las autoridades se explican mejor si se tiene en cuenta que en la ciudad se mueve, en promedio, un arma por cada tres muertes violentas. El general Hugo Casas, quien fuera comandante de la Policía en Cali, llegó a decir que “entre más incautamos, más armas salen”.
El alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, comenta a Efe que los muertos en un día normal en Cali se cuentan en la misma proporción en la que se han contado los asesinatos de los últimos días de protestas: 5 o 6 casos.
Para el analista de la Fundación Paz y Reconciliación, Ariel Ávila, en la ciudad hay una estrategia de permitir que los civiles peleen entre sí y que poco a poco se va consolidando una “mafia de camisas blancas”, que son quienes —se ha detectado— disparan contra los protestantes.
Por ello, Ávila considera que es necesario que se prendan las alarmas para que las organizaciones de derechos humanos hagan una veeduría a lo que ocurre no solo en Cali sino en todo el país.
El terror de paramilitarismo
El temor a las autodefensas está enquistado en el corazón de los colombianos que durante más de 20 años sufrieron casi dos mil masacres en todo el territorio nacional que dejaron unas doce mil víctimas, según las autoridades.
El director del área de seguridad y política criminal de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), Jerónimo Castillo, desde su lejanía en la capital del país, dice que es prematuro hablar de consolidación de nuevos grupos paramilitares.
Le atribuye el hecho a la crispación que enfrenta el país. Lo que sí reconoce es que en Colombia hay un elevado número de armas ilegales circulando y sostiene que estas no solo sirven para cometer homicidios, sino que tienen una connotación especial de intimidación.
Mientras tanto, Carlos Andrés Clavijo, líder político de la ciudad, alerta que la comunidad del sur de Cali está molesta, con razón, por los bloqueos constantes y “el secuestro al que estamos sometidos en nuestras propias casas”.
Agrega que “hay una población herida” y si “no hay Estado toca proteger los bienes de alguna manera”, aunque propone siempre establecer el diálogo para dirimir los conflictos. Por eso, llama a un plebiscito donde se pongan en votación los puntos que plantean los manifestantes que iniciaron el paro nacional.
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