El supermercado de mi barrio solía abrir a las 8 de la mañana todos los días, pero hace semanas empecé a notar que abría cada día más tarde.
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Frustrada por este retraso, un día le reclamé a la cajera por la impuntualidad.
“Es que antes de abrir tenemos que actualizar los precios de los productos que aumentaron, y cada día son más largas las listas de lo que tenemos que remarcar”, me explicó, disculpándose.
Encontrarte con precios más caros cada vez que sales a hacer las compras es una de las consecuencias de vivir en un país con más del 70% de inflación por año, una de las más altas del mundo.
Este problema no es nada nuevo para los argentinos.
Mientras que en otras partes del mundo se horrorizan porque el costo de vida alcanzó el 10%, como consecuencia de la pandemia y la invasión rusa de Ucrania, en este país sueñan con tener esas cifras.
Aquí desde hace una década que la inflación anual no baja del 25%, y en los últimos años ese número se duplicó.
Sin embargo, nada se compara con lo que se está viviendo este año, en el que los problemas internos, ahondados por los problemas externos, han llevado a una aceleración de la inflación que no se veía desde la crisis de 2001-2002, que dejó a más de la mitad de la población en la pobreza.
Desde marzo que el país viene registrando alzas mensuales de precios por encima del 5%.
En julio llegó al 7,4%, la cifra más alta de las últimas dos décadas, y la mayoría de las consultoras estiman que en agosto rondó el 6,5%.
Este es el motivo por el cual en las últimas semanas las maquinitas para remarcar precios no dan abasto.
Pero lo peor es que pocos prevén que la situación desacelere. Por el contrario: el último Relevamiento de Expectativas de Mercado del Banco Central indicó que se espera un 90% de inflación para fin de año.
Y varios consultores privados creen que la cifra podría llegar a los tres dígitos.
Incluso quienes tenemos mucha experiencia conviviendo con la inflación perdemos la brújula con este nivel de alzas.
Y es que una de las consecuencias más perjudiciales de tener una inflación tan alta es que ya no se tienen lo que los economistas llaman “anclas”, es decir, referencias de precios.
Los comerciantes van aumentando sus valores de acuerdo con el costo que ellos estiman tendrán que pagar a fin de mes para reponer ese producto. Algunos aumentan de acuerdo con la inflación del mes previo. Otros asumen que el alza será mayor.
Y no faltan los que aprovechan la confusión generalizada para lucrarse, ampliando sus márgenes de ganancias.
Por otra parte, hay sectores que sufrieron fuertemente durante la pandemia, como el turismo, la gastronomía y los negocios de ropa, que aprovechan la reactivación y la necesidad de muchos de volver a la normalidad para imponer fuertes aumentos que les permiten recobrar un poco de lo perdido.
Lo que esto ha generado es una distorsión de precios que hace que los consumidores ya no sepamos lo que deberían valer las cosas.
“El otro día compré un par de zapatillas infantiles online y pagué $13.000 (unos US$90 al dólar ”oficial“ o US$45 al paralelo), lo que me pareció caro”, me comentó en el fin de semana Yanina, una amiga que es docente y que no sabía si había hecho una buena o una mala compra.
“Después fui al supermercado y gasté casi lo mismo solamente en la compra semanal”, me dijo.
La confusión es aún mayor si toca pagar por un servicio, desde contratar a un plomero o electricista para arreglar un desperfecto en la casa a ir a pintarse las uñas o llevar al auto al taller.
Uno no tiene la más mínima idea de lo que le puedan llegar a cobrar. ¿Me costará 3.000 pesos? ¿$5.000? ¿O $10.000?
Es imposible saber qué es caro y qué es un precio razonable, porque no hay contra qué comparar.
Ante la falta de anclas, los argentinos están más pendientes que nunca del precio del dólar, la moneda que históricamente ha sido referente y reserva de valor en este país.
Pero lejos de ser una brújula, la moneda estadounidense se ha convertido en una parte fundamental de la crisis actual.
Primero, porque en Argentina no hay una sola cotización del dólar. Hoy tenemos al menos seis (esas son las más usadas) y la variación entre la menor y la mayor cotización es tan amplia que a veces supera el 100%.
¿Por qué tenemos seis precios del dólar?
Porque los constantes ciclos inflacionarios han hecho que el peso argentino pierda gran parte de su valor, llevando a la adopción del billete estadounidense como moneda de reserva y la que se usa para realizar grandes transacciones, en especial la compra de propiedades.
Pero como Argentina no produce los dólares necesarios para abastecer la fuerte demanda de su población y de su economía -dependiente de insumos importados para su producción-, los gobiernos imponen controles de capital -“cepos” les dicen aquí- y fijan el precio del dólar.
Esto crea un dólar “oficial” -el de la cotización más baja- y todo un abanico de otros dólares -el “ahorro”, el “tarjeta”, el “bolsa”-, y el más conocido y seguido por todos: el “blue”, nombre que recibe aquí el dólar paralelo, comúnmente conocido en otras partes como “dólar negro”.
Este dólar “blue”, que sube y baja según el ánimo del mercado, también es muy sensible a las crisis políticas: se disparó casi 10% en un solo día a comienzos de julio tras la renuncia del ministro de Economía Martín Guzmán.
Y este es el segundo factor que está provocando la escalada inflacionaria.
Porque al ser la principal referencia de precios de muchos -en especial los empresarios- cuando el “blue” sube, suben casi todos los precios.
Y cuando la cotización de este dólar se dispara -como en los últimos meses en los que duplicó el valor del dólar “oficial”- se genera una brecha que distorsiona la economía, poniendo más presión para que el peso se devalúe.
Todas estas complejidades de la economía argentina hacen que los locales tengan que convertirse en cuasi expertos económicos para hacer rendir su salario de la mejor manera.
Una de las maniobras financieras que más se popularizaron es el llamado “puré”.
Consiste en comprar US$200 a la cotización “oficial” -el máximo mensual permitido por el gobierno, que además le aplica impuestos del 65%- y venderlo en “cuevas” (financieras ilegales, que aquí son muy comunes) a precio “blue”, generando una jugosa diferencia que multiplica los ingresos.
Aunque la inflación afecta la vida de todos los argentinos, el impacto es muy dispar según en qué grupo se esté.
Quienes tienen salarios que aumentan a la par de la inflación viven una realidad, y la vasta mayoría, que pierde poder adquisitivo mes a mes, vive otra.
Los primeros son los grandes responsables del boom del consumo que vive Argentina, un fenómeno que sorprende a muchos locales, que se preguntan cómo es posible que los restaurantes estén que explotan y los shoppings estén colmados en medio de la crisis.
O que el grupo británico Coldplay haya logrado vender diez conciertos en el enorme estadio de River Plate, un récord absoluto para este país.
La explicación no es solo que sigue habiendo más de un 20% de la sociedad con ingresos altos o medio altos. También es que muchos de ellos, e incluso personas con ingresos más modestos, están optando por consumir en vez de ahorrar.
“La gente que tiene pesos intenta sacárselos de encima porque queman”, me explicó el economista Santiago Manoukian, de la consultora Ecolatina, en referencia a la alta inflación que se come el valor de la moneda local.
Con acceso limitado a su instrumento favorito de ahorro, el dólar -por el tope de los US$200 “oficiales” y el precio récord del “blue”-, muchos optan en vez por comprar bienes durables para mantener el valor de su dinero, o lo gastan en actividades que les dan placer, como salir a comer, ver un espectáculo o viajar.
Esto ha permitido a Argentina mantener un buen nivel de actividad económica, con un crecimiento de más del 6% en el primer semestre y un desempleo bajo, del 7%.
Pero en la cara opuesta de esta Argentina opulenta hay millones de personas que no llegan a fin de mes y cada vez tienen que ajustar más el cinturón, incluso cortando productos básicos.
Los principales perjudicados por la inflación son las personas más pobres, que hoy representan casi el 40% de la población.
Ellos suelen tener empleos informales que no están protegidos por las “paritarias”, como se conoce a las negociaciones sectoriales que acuerdan aumentos por inflación.
La mayoría subsiste con ayuda del Estado, pero esta asistencia tampoco ha logrado mantener el ritmo del alza de precios.
Sin embargo, incluso los trabajadores con empleos registrados han perdido mucho poder adquisitivo por culpa de la inflación.
Porque en los últimos años, mientras el costo de vida se disparaba, el salario real iba en dirección opuesta.
La caída empezó durante el gobierno de Mauricio Macri (2015-2019) y ya lleva cinco años consecutivos, haciendo que hoy la mayoría de los argentinos tengan ingresos más bajos que a finales de 2017.
Según la consultora LCG, la pérdida del poder adquisitivo en el último lustro fue del 23% en promedio.
Pero no solo la alta inflación explica la caída del salario. También cambió la forma en que se reparte la torta, es decir, la distribución de la riqueza.
En 2017, el sueldo de los trabajadores representó el 52% del ingreso nacional y las ganancias de los empresarios el 39%.
Pero a partir de entonces la relación de fuerzas empezó a invertirse, y para 2021, los trabajadores representaban solo el 43% de la riqueza, y el capital, el 47%, según un estudio de Cifra, el centro de estudios de la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA).
El resultado es el fenómeno que más preocupa a muchos aquí: el de los trabajadores pobres.
Históricamente en Argentina se consideraba que la diferencia entre ser pobre y no serlo era conseguir un trabajo formal.
Pero hoy el salario mínimo no llega a cubrir la mitad de una canasta básica, como se conoce a los alimentos y bienes esenciales que requiere una familia tipo de cuatro integrantes.
Es decir, que incluso una pareja con empleo registrado no tiene garantizado los ingresos mínimos para no caer en la pobreza.
Esto ha llevado a que casi uno de cada cinco asalariados sea pobre, y que un tercio de todos los ocupados argentinos vivan en la pobreza, según investigaciones realizadas en 2021 por el Centro de Estudios Distributivos, Laborales y Sociales (Cedlas) de la Universidad Nacional de La Plata y el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina.
Es algo que nunca antes había visto en este país, y un problema que el nuevo ministro de Economía, Sergio Massa, pretende atenuar duplicando entre septiembre y noviembre la asignación que recibirán por cada hijo los 1,1 millones de trabajadores registrados de la escala salarial más baja.
Como argentina nacida hace casi medio siglo me ha tocado vivir muchas de las crisis económicas más dramáticas que atravesó este país, que hace apenas cien años era uno de los más prósperos del mundo.
Viví inflaciones incluso mucho peores que la actual (en 1989, cuando cursaba el secundario, el costo de vida alcanzó su récord máximo, por encima del 3000% anual).
Y en la primera década de este siglo, fui una de los cientos de miles de jóvenes que se mudaron al exterior en busca de mejores oportunidades, mientras mi país se sumía en la peor debacle de su historia.
Pero, aunque el presidente Alberto Fernández, quien formó parte del gobierno que sacó a Argentina de esa crisis, asegure que el país volverá a resurgir, como entonces, es difícil mantener el optimismo.
Es cierto que la situación internacional, en particular debido a la guerra ruso-ucraniana, ha hecho que los granos argentinos vuelvan a valer fortunas, lo que fue una de las claves que permitió la recuperación a partir de 2003.
Y también da esperanza que, incluso con una desaceleración económica prevista para el segundo semestre, organismos internacionales como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional coincidan en que el país cerrará 2022 con un crecimiento cercano al 4%, por encima del promedio regional.
Pero no puedo dejar de preguntarme cómo podrá resurgir un país en el que el 45% de su población depende de la ayuda del Estado, según los datos del Observatorio de la Deuda Social.
Y sobre todo: qué futuro le aguarda a Argentina cuando más de la mitad de sus niños son pobres, y medio millón abandonó la escuela tras el prolongado cierre de la educación presencial durante la pandemia, como advirtió a comienzos del año lectivo la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ).
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