Son comunes en redes sociales las acusaciones cruzadas de doble estándar cuando de autoritarismos se trata. La acusación habitual es que el criterio para juzgar prácticas autoritarias varía según el grado de afinidad ideológica entre quien juzga y el perpetrador. En ese debate no suele cuestionarse la premisa de que la actitud frente al autoritarismo de Daniel Ortega pone a prueba las credenciales democráticas de quienes se consideran de izquierda.
El Frente Sandinista que derrocó a Somoza era, en efecto, una organización de izquierda. Y, ya en el gobierno, tuvo que soportar más de una década de sabotaje y violencia desatados por el Gobierno de Estados Unidos (contraviniendo el derecho internacional, como demuestra un fallo de la Corte Internacional de Justicia). Y, aunque durante ese primer gobierno Ortega también cometió abusos de poder, cuando menos convocó elecciones competitivas en 1990 y dejó la presidencia cuando las perdió.
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No parece que vaya a ocurrir lo mismo con el gobierno que Ortega ejerce de manera ininterrumpida desde el 2007. Pero lo que busco destacar aquí es que no queda claro por qué la izquierda debiera considerar a Ortega uno de los suyos. Recordemos, por ejemplo, que el detonante de las protestas en el 2018 fue su intento de aplicar recomendaciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), que exigían un ajuste fiscal que debían costear, sobre todo, trabajadores y pensionistas. Es decir, exactamente el tipo de medidas contra las cuales la izquierda regional se ha movilizado de manera ininterrumpida desde la crisis de la deuda de los años 80.
De hecho, salvo tal vez por sus políticas sociales, poco de lo hecho por Ortega desde el 2007 podría calificar como progresista o de izquierda. Tomemos como ejemplo los cambios en la Constitución y la Ley Electoral que redujeron el porcentaje de votos necesario para ganar la presidencia, de un lado, y permitieron la reelección indefinida, de otro: esos cambios fueron posibles a través de su alianza con el Partido Liberal Constitucionalista, de Arnoldo Alemán. Es decir, un partido de derecha cuyo líder fue clasificado en el 2004 por Transparencia Internacional como uno de los diez gobernantes más corruptos del mundo durante las dos décadas previas.
Entre el 2007 y el 2018, Ortega gobernó con la anuencia del Consejo Superior de la Empresa Privada, al punto que sus dirigentes defendieron esa alianza cuando organizaciones como Freedom House acusaron a ese gremio empresarial de haber sido cooptado por el gobierno. De hecho, los hijos de Ortega y de su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, no solo ocupan cargos oficiales, sino que además son parte prominente de la clase empresarial del país (en parte, merced a los subsidios obtenidos de Venezuela).
Ortega también gobernó con la anuencia tanto del liderazgo de la Iglesia Católica como los de algunas iglesias evangélicas, haciendo a cambio concesiones como la de prohibir el aborto terapéutico (el cual fue legal en Nicaragua incluso durante la dictadura de los Somoza).
Lo dicho comenzó a cambiar a partir de las protestas del 2018 y la imposición de sanciones por parte del Gobierno de EE.UU. La paradoja es que solo entonces Ortega desempolvó su viejo discurso antiimperialista, cuando hasta la víspera su gobierno se presentaba en Washington como un bastión de estabilidad en contraste con el Triángulo Norte de Centroamérica (Guatemala, Honduras y El Salvador), razón por la cual no representaba un riesgo para Washington en materia de narcotráfico e inmigración.
De cualquier modo, oponerse a las iniciativas del Gobierno Estadounidense no es un rasgo exclusivo de las fuerzas de izquierda. Recuerde, por ejemplo, cómo los gobiernos de Alberto Fujimori y Hugo Chávez se respaldaron mutuamente frente a las críticas por sus prácticas autoritarias en el marco de la OEA, o las furibundas críticas de nuestros conservadores al pronunciamiento del Departamento de Estado que reconoció la legitimidad de las elecciones generales en el Perú.
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