Sobre las 6 de la tarde del 12 de julio de 2022 se firmaron los últimos documentos en las oficinas de la Notaría 76 de Bogotá. Se bajaron las rejas, se apagaron los computadores y las puertas cerraron. Todos salieron a ver a sus familias, menos el notario de la sede. Él se quedó adelantando trabajo y, sin saber, esperando el minuto exacto en el que la muerte lo había citado para mirarlo a los ojos por última vez.
A las 8:30 de la noche del mismo día, los alaridos de una mujer mayor levantaron las bocinas de la estación del cuadrante número siete de Engativá. ¡Lo mataron, lo mataron… mataron a un hombre en la calle! Se encendieron las sirenas y los oficiales arrancaron para la escena del crimen anunciada.
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En el lugar no había drama, todo parecía haber sido solucionado de manera casi perfecta, las oficinas de la notaría no estaban forzadas, no había rastro de una riña, la cotidianidad de la zona seguía su curso normal; pero en el piso de la avenida Boyacá con calle 49A yacía el cuerpo sin vida de un hombre y la historia de una muerte que había sido antecedida por otra tragedia similar.
Perfecta. Porque parece como si hubiera sido por casualidad, como si una suma de factores se hubieran encontrado esa noche para que el disparo que un sicario le propinó certeramente entre las cejas a José Francisco Varona, el notario 76 de Bogotá, fuera casi imperceptible, imposible de anticipar.
En esa concurrida calle de Bogotá había ruido de más, un bullicio que pretendía llenar todos los espacios de silencio que pueden quedar luego de oír la detonación de los cartuchos. Dicen que fue una moto con dos hombres que pasó a gran velocidad. Algunos aseguran que salieron de la nada, ubicaron a Varona, le apuntaron en la cabeza, le dispararon y siguieron de largo. Todo en cuestión de segundos.
Pero, eso no fue así. No fue algo fortuito. A Varona lo tenían vigilado, sabían cada movimiento de su vida y cada paso que daría esa noche antes de que lo mataran. Su muerte estaba milimétricamente calculada y planeada, tanto así, que tres meses antes, su hermano Andrés Felipe ya había sido el portador del primer aviso. A él también lo mataron en el mismo lugar.
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Esa noche todo estaba preparado. Era inminente que el notario Varona bailaría con la muerte por un par de segundos antes de que esta lo soltara con un disparo fulminante y a quemarropa frente a un bar del sector de Normandía, a pocas cuadras de donde trabajaba. Ahí, probablemente, la patrona de los finales ya habría escogido con anterioridad la música que acompañaría el último suspiro del hombre, y por desgracia, a los espectadores que con cerveza en mano tendrían que ver aquella última cita.
Sobre la muerte de Varona no se dieron muchas vueltas, la Unidad de Vida que investiga el homicidio sabía que estaba relacionado con la muerte de su hermano también y que ambos pudieron haber sido ultimados a nombre del desenglobe irregular de un terreno que se estaba vendiendo en el sector de Salitre.
Según testigos del caso, esta historia pudo haber comenzado desde 2015, un año antes de que Varona llegara a la Notaría 76. En ese entonces se habría realizado el desenglobe de terreno hacia parte del departamento de Cuandinamarca y que había dejado desde 1937 el multimillonario José Joaquín Vargas.
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Sin embargo, detrás de ese simple desenglobe se podría esconder un caso de falsedad en documento público y de corrupción; pues ese predio estaba destinado a la beneficencia del departamento y acogía un albergue para niños y jóvenes en situación de vulnerabilidad.
Varona se percató de la situación y comenzó a indagar sobre lo ocurrido con el terreno y algunas ventas aparentemente ilegales de terrenos dentro del lote que se habían realizado desde el 2015 y que días antes de su muerte lo tenían inquieto.
El investigador se negó a hablar pero señaló que detrás de las muertes había gente con mucho poder, gente que tenía el dinero y las armas suficientes para reclamar lo que creía que era suyo, de la forma que fuera. Y así fue. A los Varona los mataron por un negocio mal hecho y como se oyó en los corrillos del bar que sirvió de antesala a las dos muertes: “Por meter las narices donde no debían”.
El cuerpo de Varona quedó tendido en la entrada del bar. Esa noche el notario vestía un elegante traje negro, digno para la cita que lo esperaba, zapatos de charol oscuros, camisa blanca y corbata de color. La sangre de su cabeza no fue escandalosa, igual que su muerte, que nadie vio o escuchó. La sangre se mimetizó en las fibras oscuras del vestido y apenas logró llegar al pavimento frío que lo acogió.
El homicidio del notario fue todo lo contrario al de su hermano. A Andrés Felipe lo mataron a plena luz del día y en presencia de su secretaria.
La historia se había repetido…
Sobre las 6 de la tarde del 29 de marzo de 2022 se revisaron los últimos casos en el despacho de abogados de Andrés Felipe Varona. Se bajaron las rejas, se apagaron los computadores y las puertas se cerraron. Todos salieron a ver a sus familias, menos Andrés y su secretaria. Él se quedó a esperar una cita pactada con la muerte meses o incluso años atrás.
Lo de Andrés fue asombroso, ni su asistente, quien era la única que estaba en la oficina, se dio cuenta que a su jefe lo estaban matando a su espalda. Las cámaras de video de esa tarde registraron a un hombre que se movía sigilosa y desprevenidamente a las afueras del despacho del hermano del notario. De la nada, el hombre ingresó y detonó un arma sobre Andrés. Lo mató. Pero nadie vio. No hubo testigos, solo el rastro intangible de la muerte acechando.
Si se juntaran las grabaciones de las cámaras de seguridad se podría ver con exactitud, en plano secuencia, el punto de giro de la historia, la transformación del personaje…
Quedó registrado cómo un hombre desprevenido se convirtió en un asesino a sangre fría. Un sujeto que desenfundó un arma con silenciador que llevaba en su espalda y ubicó a su víctima en cuestión de segundos. Sin medir palabra, le disparó en la cabeza, en el mismo lugar donde le entró una bala tres meses después al notario 76 de Bogotá, entre ceja y ceja.
Parecía la escena de una película de acción. Al asesino solo le tomó una pequeña fracción de tiempo detonar su arma. Una secretaria habría visto el hecho, pero reafirmó que no había visto nada. Tan poco fue lo que vio o escuchó que el asesino salió por la puerta satisfecho con el trabajo realizado, caminó por toda la acera de la avenida Boyacá, tomó un transporte y se fue recordando el preciso instante en el que le arrebató el último suspiro a Andrés.
La secretaria llamó a la policía pero ya no había nada que hacer, no había asesino ni arma que rastrear. Ya no había pista alguna; solo el testimonio de la mujer que dijo no haber notado nada y el cuerpo de un abogado que fue ultimado en silencio en su propia oficina, a unos cuantos metros de su hermano que estaba trabajando en la notaría.
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