Cuando me paré al frente del Hospital Militar de Bogotá, donde están los cuatro niños indígenas rescatados tras 40 días en la selva, me pregunté qué estábamos haciendo.
¿Qué estamos buscando todos estos medios, todas estas cámaras, todos estos micrófonos?
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En la práctica, estábamos esperando que un militar o miembro de la familia saliera a dar declaraciones, cualesquiera que éstas fueran.
Tenemos urgencia por entender cómo pudo ser que cuatro niños de 13, 9, 4 y 1 años de edad sobrevivieran 40 días en una de las selvas más remotas, húmedas y salvajes del mundo, después de un accidente que mató a su madre y a otros dos adultos.
Qué comieron, cómo se relacionaron entre ellos, cómo se defendieron de los animales, la oscuridad, la lluvia incesante.
A medida que he investigado esta historia he descubierto que hay mucho que no vamos a saber. Mucho, también, lo que podemos entender de Colombia.
Son niños, para empezar, que crecieron en un mundo particular, mediado por los efectos del colonialismo y el conflicto armado. Hijos de una familia dividida, enfrentada. Pertenecientes a los uitoto, una comunidad que ha estado al borde de la extinción varias veces.
Niños que apenas están aprendiendo español. Y nosotros queremos que nos cuenten con lujo de detalles cada día de su paso por la selva.
“Yo sé que es difícil de entender que fue la selva quien los salvó”, me dijo Alex Rufino, un experto en supervivencia en la Amazonía, sobre los saberes ancestrales de relación con la naturaleza que pudieron haberle sido útiles a los niños.
También hablé con soldados del ejército. Me contaron que se lesionaron, que los picaron las garrapatas, que se cayeron, que sufrieron como nunca en una selva tan húmeda que el fuego no prende, tan densa que las brújulas se descalibran.
Luego, Fabián Mulcue, un indígena de otra región, el Cauca, que estuvo en el operativo, me dijo que no entendía cómo pudo ser que 200 soldados del ejército más avanzado de América Latina, ayudados por otros 100 guardias indígenas, no lograran encontrarlos en 40 días. O lo que es más interesante: que los hubieran encontrado en un lugar donde ya habían buscado.
La razón, me dijo, es que, según los abuelos uitoto, los duendes de la selva los estaban escondiendo. ¿Qué duendes?, le pregunté. Y respondió con toda certeza que en la selva hay espíritus que se encarnan en personas y animales.
Hay algo de nuestra lectura occidental y urbana de Colombia, de la necesidad de que todo encaje en una narrativa hollywoodesca, que nos aleja de lo que realmente pasó. Que nos pone de frente a un país de contrastes.
Pero hay algo también de esta historia que ofrece pistas sobre este país.
Una primera es que los colombianos seguimos sin entender la manera profunda en que la geografía, y la ignorancia sobre la misma, nos marca.
No es que sea fácil. El territorio está atravesado por tres cordilleras colosales. Hay desiertos, sabanas, litorales de dos océanos y, por supuesto, varios tipos de selva.
Decía Mulcue que “mirar esa selva desde el aire es como mirar el cielo, porque es infinita”.
Colombia es el país más biodiverso del mundo por metro cuadrado. Mucho de lo que compone al mundo está aquí, todo apeñuscado.
Hay, por supuesto, decenas de estudiosos de la geografía colombiana, entidades estatales que buscan salvaguardarla y artistas y cineastas preocupados por darla a conocer.
Pero, en términos generales, el desarrollo en Colombia se ha dado de espaldas a estos territorios. En ellos vive la gente más pobre, su conexión con el resto del país es precaria -si no mortal- y la presencia estatal es insuficiente, para ventaja de los grupos armados.
Hasta hace poco los gobernantes colombianos vieron la biodiversidad como un obstáculo más que como un recurso para el desarrollo. Sus efectos se ven hoy.
Por eso no entendemos esta selva. Por eso los colombianos somos tan ignorantes de esta historia como cualquier extranjero. Por eso les exigimos a los niños explicaciones concretas, mundanas, apegadas a nuestras comodidades y cosmovisiones, cuando para ellos, como me dijo Rufino, “perderse en la selva es una actividad común”.
El caso también pone a los colombianos frente a otro de sus eternos dilemas: la diversidad cultural.
Al ser un país tan fragmentado, cada región se desarrolló como una nación en sí misma, a veces en oposición a la cultura de al lado. Acá hay tantas etnias como en India, país tres veces más grande y 30 veces más poblado.
El carácter pluricultural de los colombianos se ha intentado formalizar y respetar de varias maneras, entre ellas una progresista Constitución que quiso, en 1991, casi 200 años después de la fundación del país, darles derechos y voz a poblaciones marginadas como los uitoto.
En realidad, estas comunidades siguen exiliadas dentro del territorio nacional.
Estos cuatro niños y su madre estaban huyendo de algo en ese avión. No sabemos exactamente de qué, si de la violencia familiar o política, pero emprendieron un viaje para fugarse del mundo al que pertenecen.
Es una historia común en el mundo indígena, donde las cifras de suicidios han aumentado en años recientes a cuenta del reclutamiento forzado por grupos armados o la necesidad de migrar a la ciudad.
Solo en el Chocó, en el Pacífico, 15 indígenas se suicidaron en lo que va de este año, según cifras oficiales.
Entonces estos cuatro niños estaban intentando salvarse de un entorno violento, marcado por una minería que contamina sus ríos de mercurio y una desforestación que remplaza sus plantas por ganado y palma, y en el camino se encontraron otro de los viejos problemas de Colombia: la incompetencia de la infraestructura del transporte.
Ahora su casa es el Hospital Militar. La custodia la tiene el Bienestar Familiar, una agencia estatal. Medio país se pregunta qué es lo mejor para ellos: quién su mejor custodio.
Nacieron en la selva y el resto de su vida, probablemente, será en la ciudad, alejados de las costumbres de sus ancestros.
Se les viene un shock cultural que, en este país de desplazados internos, les ocurre todos los días a cientos de personas.
Pero el caso de los uitoto perdidos pone a los colombianos ante una tercera evidencia: que pueden trabajar juntos.
El operativo de rescate de los niños contó con una alianza histórica: por primera vez, los saberes del Ejército se articularon con los de la Guardia Indígena, una organización de carácter nacional que reúne decenas de comunidades.
Los soldados aprendieron de plantas y animales; los indígenas de planificación, geolocalización y comunicación.
Durante los últimos años, la Guardia Indígena se adhirió a las protestas sociales. Eran protectores y manifestantes. Alguna vez se enfrentaron a la policía; alguna otra, a la población civil opuesta a las protestas.
Hay algo del lugar que defienden, la ruralidad, que inevitablemente los pone del lado de las guerrillas, así no las apoyen.
Muchos en la derecha los consideran “la columna vertebral de las guerrillas”, un “grupo terrorista” que supuestamente usa los derechos constitucionales como fachada para delinquir.
“Pero esta fue una oportunidad para darnos cuenta de que los que piensan así son unos pocos”, me dijo el indígena Malcue. “Les han dicho [a los soldados] por años que no nos pueden hablar y ahora estábamos comiendo juntos”.
Colombia ha estado en guerra 200 años, pero es de los pocos países con apenas un conflicto internacional. El lío acá ha sido interno, entre locales.
Los colombianos nacieron divididos por naturaleza, luego lo estuvieron por cultura y casi siempre lo han estado por política.
Los ejemplos se ven en cada rincón, pero pocos tan elocuentes como la diferencia entre el Ejército y la Guardia Indígena.
Ahora ellos desafiaron esta vieja oposición para salvar a cuatro niños que creían extraviados en la selva.
Se escribió una historia distinta. Era esa, quizás, la que estábamos buscando en la entrada del Hospital Militar.
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