Durante la guerra de Malvinas/Falklands fallecieron hace 40 años 649 soldados argentinos, 255 militares británicos y tres habitantes de las islas.
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Los cuerpos de los más de 230 argentinos que murieron en combates terrestresfueron enterrados en el campo de batalla, y, al finalizar la guerra, se los sepultó en el cementerio de Darwin, un terreno en las islas que fue donado a Argentina para ese fin.
Pero 122 de ellos no pudieron ser identificados porque las Fuerzas Armadas argentinas no les habían proporcionado chapas con sus nombres, y fueron enterrados bajo lápidas que decían: “Soldado Argentino Solo Conocido por Dios”.
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Debido a los cruces diplomáticos entre Argentina y Reino Unido, llevó más de tres décadas —y un enorme esfuerzo humanitario— identificar a la mayoría de esos soldados enterrados como NN.
Uno de los caídos que recobró su nombre fue Daniel Alberto Ugalde, de 20 años, quien falleció el 14 de junio, el último día de la guerra que comenzó hace ahora 40 años: el 2 de abril de 1982.
Su madre, Raquel García de Ugalde, quien cumplirá 87 este año, le contó a BBC Mundo el largo camino que debió recorrer para encontrar a su primogénito.
Este es su relato en primera persona.
A Daniel le tendría que haber tocado hacer el servicio militar en 1980, dos años antes de la guerra, pero había pedido una prórroga para terminar el colegio, porque venía repitiendo, y le dieron esos dos años.
Por eso terminó haciendo el servicio militar a los 20, con chicos que eran dos años más chicos.
Incluso con esa prórroga nunca terminó el colegio. Se llevaba tantas materias que un día me enojé y le dije: “Parece que no entendés que ustedes son tres hijos, que van a un colegio pago y que tu padre tiene cuatro trabajos para poder mantenernos”.
Le propuse que dejara de estudiar y empezara a trabajar. “Acá, en casa, de vago, no”, le dije.
Fue sacarle de encima no una pared, fue sacarle una casa de encima.
Empezó a trabajar con el marido de unas amigas mías que tenían un almacén en Recoleta y estaba chocho [feliz].
Ahí fue cuando lo convocaron con la clase '63, cuando él era del '61. En el sorteo del servicio militar le tocó ejército.
Estaba feliz de ir. No sé qué supondría él que era, porque nadie suponía en ese momento que iba a haber una guerra.
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Le tocó ir a la Escuela de Ingenieros en Campo de Mayo. Entró el 5 de febrero de 1982.
Un día fuimos con una amiga, cuyo hijo también estaba en la Escuela de Ingenieros, a buscarlos, porque los dejaban salir los fines de semana.
Pero como no salían nos volvimos a casa. Una hora y media después apareció Daniel.
“Qué suerte que pudiste venir”, le dije. Me respondió: “Si, pero mañana a las 7 de la mañana tengo que estar en Campo de Mayo, porque nos vamos a Malvinas”.
“Pero no te preocupes porque vamos a sacar rajando [rápido] a los ingleses”, agregó, muy orgulloso.
Nosotros habíamos escuchado por las noticias que el gobierno planeaba ocupar las Malvinas, pero en ese momento todo el mundo creía que los ingleses no iban a responder.
Cuando Daniel hizo ese anuncio, mi marido pegó media vuelta y se fue afuera. Mis dos hijos más chicos se encerraron en el baño. Y yo pegué un golpe de puño en la mesa y le dije: “¿Pero vos sabés el disparate que estás diciendo?”.
Me respondió: “No es disparate, nosotros los vamos a sacar”.
Él estaba feliz, no sé qué se le cruzaría por su cabeza.
Se fueron el 10 de abril.
Nuestra despedida fue en la Escuela de Ingenieros. Nos dejaron ir todo un día, como de picnic. Las familias podíamos llevar comida o lo que le gustara a cada uno de los chicos.
Yo le llevé a Daniel mucha gelatina, porque a él le encantaba. Le había hecho moldecitos de gelatina y sándwiches.
Fue el último día que lo vi.
Recuerdo la sensación que tuve cuando me despedí de él. Me abracé a mi marido y le dije que no lo vería más.
Mi marido me miró y me dijo: “Escuchá bien lo que te voy a decir. Nunca te puse la mano encima, pero si seguís diciendo esa barbaridad, te la voy a poner”.
Y yo lo miré y le dije: “Entiendo lo que me querés decir. Ojalá me equivoque”.
Esos dos meses que estuvo allá me lo pasé pensando que no lo veía más.
No sabía dónde meterme. Me la pasé tejiendo y destejiendo. Mi cabeza permanentemente daba vueltas y vueltas en esa cuestión.
Daniel nos mandó ocho cartas desde Malvinas.
Él podía mandar cartas porque estaba basado en Puerto Argentino [la capital de las islas, Stanley para los británicos]. Hay soldados que no pudieron mandar ni una carta.
Por estar ahí en el centro, en una casillita en el canódromo —él creía que era un hipódromo, pero después me enteré de que allí en realidad corrían perros— no sufrieron del frío.
Se ve en las fotos de él que estaban bastante abrigados.
Pero por ejemplo al hijo de mi amiga, con la que fui aquella noche a buscarlos al cuartel, lo tuvieron que evacuar de allá con pie de trinchera. Se le habían congelado los pies.
Pero las cartas de Daniel no hablaban para nada de eso. Era como leer las cartas de alguien que está paseando.
Hablaba de la salida del Sol, de la puesta del Sol, de los pingüinos, del mar, pero jamás puso nada referente a la guerra. Nunca.
Me contó uno de sus compañeros que le preguntó: “Che, ¿por qué no ponés un poquito más la realidad?’. Y él lo miró y le dijo: ‘¿Para qué? Bastante preocupados estarán de que estoy acá. ¿Les voy a poner lo que pasa?’”.
Trató de que nosotros no sufriéramos lo que él estaba pasando.
Igual sé que él estaba muy seguro de lo que estaban haciendo.
El último mensaje que recibimos de él fue un telegrama que le mandó por su cumpleaños a Diego, su hermano más chico.
Lo mandó el 8 de junio, seis días antes de que terminara la guerra, que fue el día que murió.
Nosotros nos enterábamos de lo que estaba pasando por lo que veíamos en la televisión, en los diarios y las revistas. Todas las familias de soldados estábamos igual.
Las noticias decían que estábamos ganando, pero yo no creía nada. Desde el primer momento dije: “¿Van a hacer una guerra? ¿Con qué? ¿Y contra una potencia?”.
Mi marido y yo sabíamos que no era verdad lo que decían, pero tuvimos discusiones incluso con nuestra propia familia por creer eso. Todos estaban convencidos de que íbamos a sacar a los ingleses.
Cuando nos enteramos por las noticias de que la guerra había terminado el14 de junio pensamos que Daniel regresaría con sus compañeros. No habíamos tenido noticias de bajas en su compañía.
Pero unos días más tarde nos llamó el director de la Escuela de Ingenieros para decirnos que nos quería hablar.
Fuimos con mi marido y nos dijo que no sabían lo que había pasado con Daniel, pero que estaba desaparecido. Que podía estar escondido, o en manos de los ingleses.
Fue una forma suave de prepararnos para lo que venía, porque él sabía la verdad.
Nos prometió que en unos días íbamos a poder hablar con el resto de la compañía, que nos dirían qué sabían sobre Daniel.
Efectivamente, a los dos o tres días nos llamaron de vuelta a la Escuela. Apareció la compañía y el director me señaló quién había ido como jefe.
Cuando lo miré, si yo tenía los ojos colorados de haber llorado, este hombre los tenía cuatro veces más que yo.
Lo miré y le dije: “Antes de que me diga nada le voy a hacer una pregunta, que me tiene que responder sí o no. Después me dice lo que quiera”.
“Está bien”, dijo el hombre.
Lo miré a los ojos y le dije: “Mi hijo está muerto, ¿no?”.
Él asintió, me miró y me dijo: “Le alabo la valentía que tiene. Yo no sabía si usted dentro de esa cartera tenía un arma y me pegaba un tiro”.
“No”, le dije, “no le voy a pegar un tiro, porque esta sensación yo no la tengo de ahora, la tengo desde el 10 de abril, desde el momento que mi hijo se fue de mi lado”.
“Sabía positivamente que no lo iba a volver a ver”.
Miré a mi marido y le dije: “¿Viste que no estaba equivocada?”.
Nunca me han querido dar muchos detalles sobre la muerte de Daniel. Sé que murió el último día de la guerra, y con el último disparo de los ingleses.
Fue el 14 de junio a las 9:37 de la mañana.
Ya estaba decretado el cese del fuego, pero como ellos estaban en el frente no se habían enterado. No les había llegado la noticia de que ya no se podía tirar más y de que ya se había acabado la guerra.
Sé que estaban detrás de un monte y que Daniel les dijo a sus compañeros: “Bajen que yo los cubro”.
Le dijeron: “Vení con nosotros”. Pero él dijo: “No, bajen ustedes, que yo los cubro. Y una vez que bajen todos, voy”.
Pero como él se puso a tirar, y los ingleses tenían todo con miras infrarrojas, supieron de dónde venía el calor y entonces le dispararon un mortero que le dio en el medio del pecho.
Sus compañeros se salvaron todos, fue el único que falleció de la Escuela de Ingenieros.
Sus compañeros lo llaman “el héroe” y muchos me adoptaron como una segunda mamá. Todavía me siguen visitando.
Varios años después de la guerra mi hijo más chico salió elegido en un sorteo que hacía la comisión de familiares de caídos en Malvinas para viajar a las islas a visitar el cementerio de Darwin.
Cuando recorrió las lápidas que decían “Soldado Argentino Solo Conocido por Dios” logró identificar dónde estaba la tumba de su hermano porque en la cruz alguien había escrito “211”, que era su número de orden en el Ejército.
Él llevaba ese número en una media medallita que colgaba de su cuello.
La otra mitad de esa medallita la tengo yo: el Ejército me la dio un año después de su muerte.
El número ya está borrado porque lo llevo todos los días prendido al corpiño, al lado de mi corazón.
Allí también llevo la media medalla que me regaló mi marido cuando nos pusimos de novios.
Mi marido murió de tristeza por lo de Daniel. Primero le salió psoriasis, después tuvo un accidente cerebro-vascular, después una úlcera perforada.
Fue una cosa atrás de otra, porque él no era de exteriorizar nada. Era de tragarse todo.
Yo no, yo tengo que llorar. Tengo que gritar o lo que sea, pero exteriorizarlo.
En 2009 finalmente me tocó el turno a mí de ir a visitar la tumba de mi hijo. Como no teníamos el dinero para hacer el viaje de forma privada solo podíamos ir con los que organizaba la comisión de familiares, que eran financiados por el gobierno.
En el cementerio fui exactamente al lugar que me había dicho mi hijo Diego. Di vueltas y vueltas, fui tumba por tumba, pero no encontré la cruz con el “211”.
Todavía conservo una manta de polar que me dio un inglés, que me vio dando vueltas buscando desesperadamente.
El encargado de cuidar el cementerio —un argentino, miembro de la comisión de familiares que residía en Malvinas— había cambiado las cruces, que se habían deteriorado por el clima de las islas.
Pero no conservó la información que estaba escrita en las cruces originales.
Tras dar vueltas sin encontrar a Daniel salí del cementerio, me paré en la puerta, miré al cielo y dije: “Te prometo hijo que, así me vaya la vida, yo voy a recuperar tu nombre”.
Le rogué a Dios que antes de llevarme me dejara cumplir con esa promesa.
En 2010 vino a verme un veterano de Malvinas llamado Julio Aro, que había creado la fundación “No me olvides”, que buscaba justamente poder identificar a los 122 soldados enterrados como NN en Malvinas.
Le dije: “Si te sirvo en algo, contá conmigo. Mi hijo cuando fue a Malvinas tenía dos nombres y un apellido”.
“Te tomo la palabra”, me respondió.
Así fue como, muchos años después, en 2012, me llamó y me dijo: “Nos vamos a Nueva York”.
Yo pensé que se iba con la familia a Estados Unidos y le deseé buen viaje.
Pero me dijo: “No entendés. Vos venís conmigo”.
Fuimos a acompañar a la presidenta argentina, Cristina Kirchner, que iba a dar un discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas (ONU) y pedir que se retomaran las negociaciones con Reino Unido sobre la soberanía de las Malvinas, en el marco del 30 aniversario del conflicto.
Lamentablemente no se le dio mucha bolilla al tema de los soldados caídos no identificados.
El gobierno inglés no congeniaba con el gobierno argentino de la época así que no lográbamos avanzar.
En 2015 le escribimos al papa Francisco para pedirle su ayuda. Le conté de mi caso.
“A los papás nos corre el tiempo, no podemos seguir esperando”, escribí.
“Con tristeza, pero aún con esperanza, les ruego a los políticos argentinos e ingleses que tengan piedad y comprendan que los papás no tenemos el tiempo que requiere la política, porque a nosotros en esta cruzada por nuestros hijos se nos va la vida”, puse en la carta.
Pero eso tampoco sirvió.
Sin embargo, después de tantos pedidos y viajes, conseguimos que la Cruz Roja fuera a Malvinas a explorar si se podían hacer las identificaciones.
Cuando nos dijeron que se podían hacer, nos pusimos contentas con las madres.
Cuando finalmente nos convocaron para dar sangre, para poder identificar los restos, a la primera que llamaron fue a mí.
Fui al Ministerio de Justicia y, para mi sorpresa, apareció mi hijo más chico, Diego, que también quiso ir a dar una muestra de su sangre.
Recuerdo cuando nos dieron el resultado, en diciembre de 2017. Fuimos los primeros en recibirlos.
Estábamos con Diego y Julio, yo le había dado una mano a cada uno.
Temblaba pensando que me dijeran que no lo habían podido identificar o que no lo encontraron.
Cuando nos dijeron “hemos dado con la identidad”, nos abrazamos los tres.
En marzo de 2018 el gobierno argentino organizó un viaje a Malvinas para los familiares de los soldados que habían sido identificados.
Fui a Malvinas con Diego, quien me había acompañado durante todo este proceso. Cuando Daniel falleció él tenía 12 años y siempre decía que su hermano le había enseñado todas las cosas de la vida.
Su única hija, que es mi nieta más chica, se llama como la isla donde está enterrado su hermano: Soledad.
En el cementerio de Darwin un cura bendijo todas las tumbas y después nos dejaron que cada uno pudiera estar delante de su familiar a solas.
Cuando llegamos hasta la tumba de Daniel, Diego le dijo unas palabras, mirando a la cruz, y fue a dar unas vueltas por el cementerio.
Yo me quedé sola delante de la tumba y le dije: “Bueno, hijo, cumplí lo que te prometí”.
“Acá está la lápida que tiene tus nombres y tu apellido”.
Le doy gracias a Dios por haberme dejado vivir hasta ese momento.
Me fui con una sensación de tranquilidad, sabiendo que lo que yo le había prometido años atrás lo había podido cumplir, que mi hijo pudo recuperar su identidad.
Aunque yo quisiera tener su tumba más cerca, sé que él quería estar enterrado ahí, en Malvinas.
Que dio la vida por algo en lo que creía y salvando a sus compañeros, y que sus compañeros lo recuerdan permanentemente.
No sé si la comisión de familiares me incluirá en otro viaje y si podré volver a verlo, pero siento que ahora vivo el duelo de otra manera.
Ya sé dónde está, que está identificado, que tiene una lápida con sus nombres, y que el día que yo no esté cualquiera que quiera ir lo va a encontrar.
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