Oscar tiene 12 años y acaba de cruzar el Río Grande desde México hasta Texas en un bote conducido por traficantes de personas. Está llorando, tiene miedo y hambre tras un peligroso viaje de un mes desde Guatemala. “Vengo solo” son sus primeras palabras en Estados Unidos.
“Yo me vine porque nosotros no teníamos qué comer”, cuenta a la AFP este niño delgado y de grandes ojos oscuros tras desembarcar al caer la noche en tierras privadas de este polvoriento pueblo del Valle del Río Grande, junto a varias familias inmigrantes.
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Antes de partir, “mi mamá me dijo: ‘No vayas a llorar’. Pero yo lloré”, dice sin poder aguantar las lágrimas este hijo único de una madre soltera que perdió su empleo durante la pandemia de covid-19. Espera reunirse pronto con su tío, un pintor de paredes que vive en Los Ángeles desde hace 15 años.
Lo peor del viaje, relata, fueron las 12 horas que pasó en un tráiler repleto de migrantes cerca de la frontera con México. “Había calor y se empezaron a desmayar todos”, recuerda. También él, hasta que le dieron agua.
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Pero guarda el buen recuerdo de un amigo que se hizo en el trayecto, del cual luego fue separado. “Me decía que no me diera por vencido, que llegar teníamos que llegar, con la misericordia de Dios. Y también me dijo que allá iba yo a tener una mejor vida”.
En Estados Unidos “voy a poder estudiar”, asegura. “Voy a aprender cómo hacer para traer a mi mamá”.
Más de 70 inmigrantes indocumentados -sobre todo de Guatemala y Honduras pero también dos de Rumania- cruzaron el Río Grande frente a Roma, Texas, en la noche del sábado, constató la AFP. Más de 20 de ellos eran niños y adolescentes que viajaron sin acompañante, algunos de apenas siete años.
Tras llegar caminaron más de un kilómetro entre arbustos espinosos y un sendero de arena para entregarse a agentes de la Patrulla Fronteriza que les esperaban.
El camino está regado de rastros de la antigua vida de los inmigrantes que han perdido o preferido dejar atrás: los brazaletes plásticos de colores que los traficantes les atan a las muñecas para identificarlos a la hora de cruzar el río, zapatos sueltos, un pantalón mojado, un sonajero, dinero hondureño...
Las autoridades intentarán reunir a los menores con sus familiares tras una detención que durará varias semanas, quizás meses. Algunas familias serán liberadas para aguardar su audiencia de asilo en libertad, otras serán deportadas. Los adultos que llegan solos son todos expulsados, dice el gobierno.
La escena se repite casi a diario en varios puntos de esta zona donde el río es muy estrecho, según vecinos de Roma.
Un problema crónico
El problema crónico de la inmigración ilegal a Estados Unidos se ha convertido en uno de los mayores flancos políticos del presidente demócrata Joe Biden a dos meses de haber asumido.
La derecha lo ataca por no blindar totalmente la frontera de casi 3.200 km con México y le acusa de haber generado una crisis con sus políticas migratorias más flexibles, mientras la izquierda le critica por no aceptar a un mayor número de inmigrantes y no mejorar rápidamente sus condiciones de acogida.
Aunque busca desmantelar muchas de las políticas de su antecesor Donald Trump, Biden asegura que la frontera no está abierta y que la mayor parte de los migrantes son deportados rápidamente.
Pero a diferencia de Trump, afirma que ningún niño que llegue solo al país será expulsado y ha liberado a miles de familias en momentos en que los centros de procesamiento y de detención gubernamentales desbordan de gente.
Llenar un vacío
En febrero casi 100.000 inmigrantes cruzaron la frontera ilegalmente, un regreso a niveles de mediados de 2019 tras un frenazo debido a la pandemia.
Más de 9.400 menores cruzaron la frontera solos y se entregaron a las autoridades ese mes, un 28% más que en enero. Y en lo que va de marzo han llegado más de 14.000, señalan las autoridades, que creen que la cifra seguirá aumentando.
Más de una docena de inmigrantes consultados por la AFP minutos tras poner pie en suelo estadounidense dijeron que su principal razón para emigrar fue la miseria, la violencia y el desempleo agravado por la pandemia y recientes huracanes en sus países, sobre todo en Honduras, El Salvador y Guatemala.
Muchos niños y jóvenes sueñan reunirse con sus padres, a quienes hace años que no ven.
A Diego, un adolescente de 17 años, le han prestado un teléfono a la orilla del río para llamar a su madre, que partió a Estados Unidos cuando él tenía apenas un mes.
“Ella se puso a llorar y yo me puse a llorar también porque son 17 años de no verla. Siento un gran vacío en mi corazón y ese vacío quiero volverlo a llenar con su amor”, cuenta.
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