En América Latina, el triunfo de Lula en Brasil constituye la decimoquinta elección democrática consecutiva en la que el partido en el gobierno pierde la presidencia. Parece existir, pues, un descontento generalizado con el oficialismo, inducido en parte por shocks externos: el mundo padeció en años recientes la peor pandemia en un siglo, la mayor recesión en noventa años y la mayor inflación en cuarenta años.
Fuerzas de izquierda se benefician electoralmente del descontento con el oficialismo cuando se encuentran en la oposición, pero son víctimas de ese descontento cuando se encuentran en el gobierno: así, gobiernos de izquierda perdieron la siguiente elección presidencial en El Salvador y Uruguay en el 2019 y en Costa Rica en el 2022. Perdieron también las elecciones legislativas en Argentina en el 2021, así como el referendo constitucional en Chile y las elecciones regionales en el Perú en el 2022.
No es solo que, a diferencia de lo que ocurrió entre el 2003 y el 2013 (es decir, el mayor ciclo al alza en décadas en los precios de nuestras exportaciones), la izquierda llega hoy al gobierno en circunstancias adversas. Es que, además, no existe en América Latina la “izquierda” en singular. Desde la “marea rosa” de principios de siglo, la izquierda regional siempre fue variopinta.
Una prueba de ello es el contraste entre el gobierno de izquierda en Uruguay durante su vigencia (entre el 2005 y el 2020), y el gobierno de izquierda en Venezuela. Por ejemplo, en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional para el 2018, Uruguay era el país con menor nivel estimado de corrupción en América Latina y el Caribe. Venezuela, en tanto, aparecía como el país con mayor nivel de corrupción (ocupaba el puesto 168 en una lista de 180 países). El patrón se repite sin importar el ránking que uno elija: sea que tomemos el Índice de Gobierno Abierto del World Justice Project, el Índice Libertad en el Mundo de Freedom House, o el (más cuestionable) Índice de Libertad Económica de la Fundación Heritage, Uruguay siempre ocupa los primeros lugares en la región y Venezuela siempre ocupa el último.
Es decir, la característica presuntamente común a ambos gobiernos (ser de izquierda) no puede ser la explicación de la enorme variación en su desempeño político y económico. Podría postularse, por ejemplo, que la trayectoria institucional a través de su historia es más importante que la orientación política del gobierno de turno: Uruguay tuvo un desempeño destacado en una serie de temas independientemente de la orientación política de su gobierno, mientras que Venezuela tuvo un desempeño mediocre bajo gobiernos de distinta orientación (aunque ninguno fue peor que el desempeño del chavismo a partir del 2013, y las sanciones severas de EE.UU. en su contra comienzan recién en el 2018, así que no bastan para explicar ese desempeño).
Si las izquierdas de la región siempre fueron diferentes entre sí, esas diferencias han crecido en años recientes. La relación con el movimiento feminista, por ejemplo, divide hoy a la izquierda latinoamericana en mayor proporción que hacia inicios de siglo. Así, mientras Gabriel Boric define su política exterior como feminista, Rafael Correa se refiere a la perspectiva de género en la educación como “ideología de género”. Es decir, emplea el mismo término que usa la derecha conservadora, y con el mismo fin: descalificarla. Lula, en tanto, cambió en segunda vuelta su posición respecto al derecho de una mujer a decidir en torno al aborto con el fin de disminuir la resistencia que su candidatura generaba entre los evangélicos de su país.
En resumen, no hay una sola izquierda en la región y las diferencias dentro de ella han tendido a crecer con el paso del tiempo. En la siguiente columna abordaré esas diferencias, poniendo énfasis en aquellas que han cobrado mayor relevancia en años recientes.
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