Ester perdió a su esposo Roberto en la isla colombiana de San Andrés un mes antes de cumplir el primer año de casados.
Ester y Roberto no son sus nombres verdaderos. Ella pidió que usáramos unos ficticios por las amenazas de muerte que ha recibido su familia desde que viajó a San Andrés para investigar la desaparición de su pareja en octubre.
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Roberto pertenece al centenar de migrantes desaparecidos durante los últimos dos años en esta isla del Mar Caribe que se convirtió en una “ruta VIP”, como lo definió la Procuraduría General de Colombia, para emigrar a Estados Unidos sin atravesar el temido Tapón del Darién.
La Procuraduría reveló que los migrantes pagan entre US$1.500 y US$5.000 por “paquetes turísticos” que incluyen el permiso para entrar en la isla y el traslado en lanchas clandestinas desde San Andrés hasta el puerto de Bluefields en Nicaragua, en un recorrido de 232 kilómetros. Desde allí continúan la travesía por Centroamérica y México hacia Estados Unidos.
Los migrantes que tienen recursos para cubrir estos gastos buscan evitar el Darién, la selva que comparten Colombia y Panamá, donde las corrientes de los ríos, los animales y los grupos armados amenazan a quienes se atreven a cruzar este peligroso tramo.
A principios de diciembre, las autoridades colombianas informaron sobre la captura de 24 personas en San Andrés que integraban una organización de tráfico de migrantes y drogas llamada La Agencia.
Entre los detenidos había cinco tripulantes activos de la Armada colombiana, un oficial y cuatro suboficiales.
La Procuraduría alertó que es necesario evitar que la isla se convierta en “un segundo Tapón del Darién”, tras revelar que en los últimos dos años en las aguas de San Andrés fueron rescatados 977 migrantes provenientes de Venezuela, Haití, Uzbekistán, Ecuador, China, Vietnam, Bangladesh, Bielorrusia y Bosnia.
BBC Mundo conversó con una decena de familiares de 15 migrantes venezolanos desaparecidos en San Andrés, que incluyen mujeres embarazadas y niños.
Tres embarcaciones desaparecieron en 2022: la primera el viernes 5 de agosto, la segunda el miércoles 12 de octubre y la tercera el sábado 17 de diciembre.
La cuarta lancha, donde viajaba Roberto, desapareció el sábado 21 de octubre de este año.
Todos coincidieron en que sus parientes se enteraron de los paquetes a San Andrés en las redes sociales. Sin embargo, la mayoría decidió tomar esa ruta por sugerencia de amigos, vecinos o conocidos, que ya la habían cruzado o conocían a alguien que lo había hecho. Gracias a ellos obtuvieron el contacto con los coyotes.
En todos los casos, estos “guías” llamaron con insistencia a los migrantes para garantizar que pagarían el servicio. Incluso les ofrecían buscarlos en la puerta de sus casas para llevarlos al aeropuerto en Venezuela o para ayudarlos a cruzar la frontera con Colombia.
Algunos dijeron que a sus familiares les pidieron previamente fotos de las personas que viajarían, incluidos los niños, sin precisar el nombre de los hoteles o posadas donde iban a alojarse.
Todos afirmaron que los guías o representantes de supuestas agencias de viaje tramitaron el permiso turístico que exigen las autoridades de San Andrés para permitir el ingreso de los viajeros en la isla. Muchos dijeron que lo obtuvieron el mismo día.
Los familiares entrevistados reportaron que sus parientes estuvieron satisfechos con el servicio inicialmente, pero antes de abordar las lanchas dijeron tener dudas o sentir miedo de afrontar la travesía hacia Nicaragua.
Muchos se quejaron por la precariedad de las embarcaciones, carentes incluso de chalecos salvavidas, y la estadía en lugares clandestinos para esperar que las condiciones climáticas les permitieran zarpar de noche y evadir el patrullaje de la Guardia Costera.
Cuando supieron que sus parientes habían desaparecido en el mar, muchos publicaron mensajes en redes sociales para pedir ayuda. A partir de entonces recibieron llamadas para extorsionarlos y amenazas de muerte por insistir en la búsqueda.
Algunos familiares dijeron que las cuentas en redes sociales de los migrantes han estado activas después de que desaparecieron. Varios chats de Whatsapp muestran conexiones recientes.
Ester y otros familiares se sumaron a un chat de Telegram administrado por una asociación llamada ONSA Venezuela, siglas para Organización Nacional de Salvamento y Seguridad Marítima de los Espacios Acuáticos de Venezuela.
Varios familiares contaron que los administradores del chat insistían en que los migrantes estaban muertos, que probablemente habían sido devorados por los tiburones.
Además, silenciaban o expulsaban a los participantes que asomaban la sospecha de que sus parientes habían sido secuestrados o eran víctimas de una red de tráfico de personas.
El secretario general de ONSA Venezuela, Luis Guillermo Inciarte, descartó que la asociación haya buscado desorientar a los familiares.
Explicó a BBC Mundo que la organización brinda asesoría para “labores de búsqueda, rescate y salvamento marítimo”.
“Los familiares vienen a nosotros porque no saben qué hacer en esta situación”, dijo Inciarte. “Hemos asesorado a familiares de personas que desaparecieron en las aguas de San Andrés a bordo de al menos diez embarcaciones durante los últimos cuatro años”.
Inciarte, un capitán de yate, explicó que a través del chat de Telegram ponen en contacto a los familiares con las autoridades de Colombia, Nicaragua y Costa Rica.
Dijo que el chat de los familiares de la lancha de octubre pasado llegó a tener 80 participantes.
“Se sacaron a las personas que no se contenían emocionalmente por la angustia y a los que no se identificaban”, aseguró. “Sabemos que miembros del crimen organizado pueden tratar de entrar a nuestros chats para obtener información y sabotear la búsqueda”.
El representante de ONSA indicó que el análisis de varios expertos los llevó a concluir que la embarcación de octubre se hundió debido a malas condiciones climáticas a mar abierto y por el exceso de peso ocasionado por los pasajeros y el equipaje.
Sin embargo, en vista de que no se han encontrado cuerpos ni pertenencias de la mayoría de los migrantes, Ester y los demás comparten la convicción de que sus familiares están vivos, sometidos contra su voluntad.
En este testimonio en primera persona, Ester cuenta cómo ocurrió la desaparición de su esposo, un migrante venezolano de 29 años, y las gestiones que ha hecho para encontrarlo.
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La noche que mi esposo salió en la lancha tuve una pesadilla. Soñé que me pedía auxilio.
Me desperté sobresaltada a las 4:00 de la mañana. No había hablado con él desde las 6:45 de la tarde del día anterior, cuando me hizo una videollamada para avisarme que pronto saldría en una lancha desde San Andrés hacia Nicaragua.
Me dijo que estaba escondido en una habitación pequeña, junto con los demás migrantes, para esperar a que se hiciera de noche.
Cuando vio que saldrían en una lancha pequeña, le pidió al guía que consiguiera una embarcación más grande de dos motores. Le dije: “Mi amor, regrésate si no te sientes seguro”.
El guía les dijo que saldrían desde un lugar llamado La Piscinita. Ellos (los migrantes) debían sentarse en torno a una fogata, como si fueran turistas para disimular. Les dijo que tendrían que apagar los celulares por seguridad.
Le pedí que me compartiera su ubicación, pero él dijo que el internet era débil. Se conectó por última vez en Whatsapp a las 8:02 de la noche del sábado 21 de octubre.
Un mes después cumplimos un año de casados.
Tenemos un negocio de comida rápida, pero no nos estaba yendo bien. Por eso mi esposo quiso irse a Estados Unidos. Primero pidió la visa de turista y luego el permiso de residencia temporal con un patrocinador, pero Migración le negó los dos trámites.
Pensó en irse por el Darién, pero como estaba gordito sintió que no tenía condición física para cruzar la selva. Además, la gente en redes sociales decía que a los migrantes los asaltaban en el camino o se morían arrastrados por los ríos.
Entonces se puso en contacto con un vecino de Trujillo, el estado donde nació, que ya había llegado a Estados Unidos e hizo la ruta con un guía de confianza. Le dio el número y se pusieron en contacto.
El guía metió a mi esposo en un grupo de Whatsapp donde otros migrantes venezolanos decían que el viaje por San Andrés era cómodo. Todos estaban en Estados Unidos.
El guía lo llamaba todos los días para preguntarle si ya había comprado el pasaje o para decirle que él mismo se lo compraba. Yo le dije a mi esposo que no me gustaba que lo presionara tanto.
El guía le dijo que llevara todo el dinero en efectivo. Le pagó US$2.600 para llegar a Estados Unidos.
El paquete incluía el vuelo desde Bogotá hasta San Andrés, con el permiso turístico para entrar en la isla. El traslado en lancha hasta la isla de Maíz y el trasbordo en un ferry hasta Nicaragua.
También el viaje por carretera a través de Nicaragua, Honduras y Guatemala hasta el municipio de Tapachula (en el sur de México).
Yo no estaba de acuerdo con que llevara tantos dólares encima y mucho menos que le pagara por adelantado en San Andrés. Entonces me dijo que el guía le dio cuatro sobres con las iniciales de las personas a las que les iba a pagar en cada punto del recorrido.
Pero nunca me dijo cuánto dinero le tocaba a cada uno ni quiénes eran.
Tres días después de su última conexión en Whatsapp, me llamó un desconocido. Me dijo que la lancha en la que viajaba mi esposo se había volteado.
Empecé a llorar, a gritar, no entendía nada. El hombre me dijo que era familiar de otro migrante que iba en la misma lancha, pero me di cuenta de que su voz me era familiar. Lo escuché hablar con mi esposo varias veces.
Lo precisé y me confesó que era el guía.
El hombre dijo que salió al mar a buscar a los migrantes, pero no encontró ningún rastro. Me dijo que aquellas aguas estaban llenas de tiburones, así que seguramente ya se lo habían comido.
Seguí chateando con él, hasta que le pregunté si mi esposo podía haber sido secuestrado.
“No, no. No hay nadie secuestrado”, me dijo. “El problema es que él tomó una lancha grande”. Yo me puse bravísima porque el problema era que no había llegado, pero el hombre cortó la comunicación.
En Facebook encontré un grupo de familiares de otras víctimas de la lancha. Se diferenciaban por el día en que desaparecieron las lanchas: la del 5 de agosto, el 12 de octubre, el 17 de diciembre y la de mi esposo, la lancha del 21 de octubre.
Veinte días después de la desaparición nos enteramos de que se encontraron ocho pasaportes que supuestamente pertenecían a los tripulantes de la lancha del 21 de octubre, cerca del litoral de Costa Rica.
A todos los familiares nos extrañó que los pasaportes aparecieron intactos después de haber pasado tantos días en el mar.
Decidí viajar a San Andrés con una prima de mi esposo. Yo no sé nadar, pero estaba dispuesta a ponerme tres salvavidas encima si era necesario y alquilar una lancha para ir a buscarlo.
Primero fuimos a la comisaría de policía de San Andrés para denunciar la desaparición. Nos atendió un hombre vestido de civil, nos dijo que estaba a cargo de la investigación y que no iba a tomar la denuncia porque ya la había puesto otra persona.
—¿No lo van a buscar? —le pregunté al hombre.
—No, ellos se perdieron en el mar. Eso le toca a la Naval —me dijo mientras nos sacaba prácticamente de la comisaría.
Cuando ya nos íbamos, nos dijo que San Andrés era una isla peligrosa para dos mujeres solas.
Al día siguiente no salimos del hotel. La propietaria nos preguntó qué veníamos a hacer a San Andrés.
La prima de mi esposo recibió una llamada en su celular de una mujer diciendo que él había sido secuestrado por los misquitos, una tribu indígena de Nicaragua. Le dijo que si lo queríamos de vuelta, debíamos pagar US$4.000 dólares.
Ella le dijo que no teníamos ese dinero y la mujer colgó.
Al día siguiente fuimos a una bodega, una pizzería y un centro comercial. Nos sentíamos observadas, en todas partes nos preguntaban de dónde veníamos.
“¿Venezolanas? Qué pena con sus compatriotas. Esa lancha se perdió, seguro todos están muertos”, nos dijeron una y otra vez.
Conseguí el contacto de una periodista de San Andrés que también tenía un familiar desaparecido en una de las lanchas. Le conté que quería alquilar una embarcación para salir a buscarlo, pero ella me dijo que no lo lograría. Los familiares de los lancheros estaban amenazados.
La prima de mi esposo y yo decidimos irnos lo antes posible a Bogotá. Fuimos a la oficina de la Defensoría del Pueblo más cercana que encontramos y allí nos dijeron que el nombre de mi esposo no estaba en la lista de las 40 personas desaparecidas en esa lancha.
La prima de mi esposo decidió hacer pública la denuncia sobre la desaparición en redes sociales.
Recibió una llamada a su celular a las 3:00 de la mañana. En la pantalla decía que el número era de Arkansas, en Estados Unidos. Una mujer le habló muy rápido, con un acento en español que no logró identificar.
Le dijo que ella sabía que “lo que estaba haciendo estaba mal”. Luego le dio el nombre de su hijo y le dijo que no se buscara un hueco en el cementerio.
A través de las noticias y de otros familiares me enteré de que el guía de mi esposo fue detenido hace poco en esa redada que hicieron en San Andrés en la que aparecieron unos militares colombianos involucrados.
Estoy segura de que mi esposo está vivo. Aunque tengo miedo por él y por mi familia, no voy a parar hasta encontrarlo.
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