El día que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) entró en San Cristóbal de las Casas, Rosa Elvira salió con su uniforme de enfermera hacia el hospital como todos los días.
Era 1 de enero de 1994, las radios locales decían que unos 900 campesinos armados habían tomado esta ciudad del sur de México. Exigían la renuncia del presidente Carlos Salinas de Gortari, al que llamaban “dictador”.
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La emisora Xeoch repetía un mensaje grabado en tzeltal por los zapatistas en el que pedían “pan, salud, educación y autonomía” para los indígenas.
Rosa Elvira recuerda que aquel día no pudo salir de San Cristóbal. Dejó su casa, pero solo avanzó unos metros.
Fue en el Parque Central de la ciudad, en el corazón histórico de la antigua capital de Chiapas, donde tomó dimensión de lo que realmente estaba pasando.
Los helicópteros del ejército sobrevolaban la plaza.
El Palacio Municipal había sido tomado por indígenas armados que andaban con la mitad del rostro cubierto con “paliacates” rojos y pasamontañas negros.
Los archivos públicos que no habían sido quemados volaban por las galerías de la sede del poder político.
Los medicamentos habían desaparecido de las farmacias saqueadas por los zapatistas.
Ese fue el primer día que Rosa Elvira escuchó hablar del EZLN.
Treinta años después, las paredes del antiguo Palacio Municipal devenido en museo lucen pintadas de un pulcro amarillo pastel.
En el gablete de la fachada, en lugar de alguna bala perdida, unas luces blancas y doradas dicen “Feliz Navidad”.
En el Parque Central, no quedan registros de aquellos días.
No se escuchan los helicópteros, sino el sonido de una marimba. Las bailarinas agitan sus polleras y dan zapatazos al ritmo de “Monterrey de mis amores” de la región de Nueva León, importado del norte de México.
Gabriela, vestida con una falda chiapaneca bordada con flores de mil colores, se pierde en la explicación sobre las “polleras peludas”, que sirven para identificar a las mujeres más adineradas de San Juan Chamula.
Interrumpe su relato solo para espiar la caravana navideña que marcha por la calle Diego de Mazariegos al ritmo de las trompetas y sirve de imán para los más chicos, en una ciudad repleta de niños.
Tal vez solo unos pocos de todos ellos recuerden lo que pasaba en esa misma plaza hace tres décadas.
BBC Mundo visitó el lugar para ver qué queda del zapatismo en el sur de México, pero antes, volvamos a esos días.
La guerrilla se había preparado por más de diez años para el levantamiento. Pero los “coletos” -como llaman a los habitantes de San Cristóbal que no son indígenas- se enteraron ese día.
Había algunos indicios de lo que pasaría. Aunque solo tenían acceso aquellos que recorrían en silencio las rutas en forma de espiral de los Altos de Chiapas o la fragosidad de la Selva Lacandona.
El periodista Gaspar Morquecho del periódico local El Tiempo, el primer medio en dar a conocer la insurrección armada, fue uno de ellos.
Mientras visitaba la localidad de Adolfo López Mateos, un pequeño pueblo rural de menos de 500 habitantes a 2.100 metros de altura y a una hora de distancia de San Cristóbal, el reportero registró el adelanto de lo que pasaría.
“Se viene la guerra, Don Gaspar'', le dijo una mujer indígena al periodista.
Morquecho pensó que entonces sí, que el rumor de una insurrección armada que pocos creían posible en plena década de 1990, finalmente podía suceder.
A las pocas horas del levantamiento, empezó a llegar más información a la antigua capital del estado.
Además de San Cristóbal, las ciudades chiapanecas de Ocosingo, Chanal, Altamirano, Las Margaritas habían amanecido tomadas por el EZLN. Más adelante se sumarían Oxchuc, Huixtan, Simojovel, entre otras.
''El propósito de las tomas era desencadenar la insurrección en México'', escribió Carlos Tello Diaz en su libro ''La rebelión de las Cañadas''.
Rosa Elvira quería entender qué estaba pasando, qué era aquella bandera negra con una estrella roja, por qué andaban con el rostro tapado. Pero los campesinos no hablaban.
Hasta que un hombre más alto que el resto, con una pipa y un pasamontañas que protegía su identidad, le dio una respuesta.
“El problema no es con la población sino con el gobierno, señora”, recuerda que le dijo el subcomandante Marcos, el mismo que le recomendó que volviera a su casa, ya que no tendría forma de salir de la ciudad.
“Era más alto que el resto, caminaba con autoridad, era el único que hablaba”, así recuerda a quien recién un año más tarde se sabría que era Rafael Sebastián Guillén Vicente, licenciado en Filosofía de la UNAM, vocero y máximo referente del movimiento.
Ese día, los zapatistas empapelaron los muros de la ciudad con la Declaración de la Selva Lacandona, una declaración de guerra al ejército, al que consideraba “pilar básico de la dictadura”.
“Estamos conscientes de que la guerra que declaramos es una medida última pero justa”, decían los zapatistas desde Chiapas despertando la atención del mundo entero.
Esa mañana, Marcos Girón, en aquel momento estudiante de Antropología, despegó una de las copias de la Declaración. Empezó a leerla, pero no pudo terminarla.
El recuerdo infantil del miedo a haber estado a un paso de la muerte, por la falta de medicamentos en una “comunidad olvidada”, lo hizo indentificarse con el reclamo.
“Yo no me morí de pura suerte. ¡Tienen razón! Esto tiene que cambiar”, pensó.
El EZLN apareció en Chiapas el mismo día que entró en vigor el Tratado de Libre Comercio de América del Norte.
Lo hacía desde el estado más pobre del país a pesar de la inmensa riqueza de sus recursos naturales, en un lugar donde casi el 70% de la población vive con un ingreso mensual que no le alcanza para cubrir sus alimentos.
En la madrugada del 2 de enero de 1994, los rebeldes del EZLN abandonaron la ciudad.
“Gracias por todo a todos. Nos fuimos a Rancho Nuevo. Después a Tuxtla. Ya no habrá descanso”, decían las pintadas escritas por el subcomandante Marcos en San Cristóbal, según rescata Tello Diaz.
Unas horas después, el ejército mexicano entró en la ciudad iniciando una nueva etapa en el proceso.
Las acciones guerrilleras continuaron hasta que el gobierno anunció el 12 de enero un alto al fuego unilateral del ejército en Chiapas. El EZLN pasaría ahora a actuar monte adentro.
A finales de 1994 eran casi 40 los nuevos municipios de Chiapas declarados “territorios rebeldes”.
El 1 de enero de 1994 cambió para siempre la historia de San Cristóbal de las Casas, según recuerdan los habitantes del lugar, pero también de todo México.
“El levantamiento zapatista visibilizó a los pueblos indígenas de este país como nunca antes”, dice Morquecho.
En estas tres décadas, el camino no ha ido en línea recta para el EZLN.
“Mantener los territorios ha demostrado ser un reto”, dice María Inclán, doctora en Ciencia Política y autora de “El movimiento zapatista y la transición democrática en México”.
Para Inclán, la supervivencia del movimiento zapatista está relacionada con la capacidad de las comunidades indígenas de conservar las tierras que lograron controlar en 1994.
Hace 20 años, el EZLN anunció un modo de organización que reemplazó a la anterior forma de organización zapatista, los Aguascalientes, y que dio lugar a dos de las principales instituciones que funcionaron hasta estos días en los “territorios autónomos zapatistas”: las “Juntas de Buen Gobierno” (JBG) y los “caracoles”.
Los “caracoles” son los lugares de reunión de las comunidades, donde están las escuelas y los centros de salud propios.
A una hora de San Cristóbal, en el caracol de Oventic, un cartel blanco con letras negras dice “cerrado”.
El cierre “hasta nuevo aviso” para los visitantes ha llevado a muchos a especular con su desaparición, a pesar de que el EZLN informó en noviembre que se mantienen.
Pero, en su interior, al zapatismo parece vivo.
En la calle interna de Oventic, unos chicos de 15 años salen de la escuela a toda velocidad.
Hablan tzotzil, aunque manejan bien el castellano, se ríen y mantienen la misma mirada vigilante de sus padres, aunque suavizada por el paso de las generaciones. Están contentos porque vuelven a sus casas a pasar las fiestas.
En el mismo momento que cerraron las puertas de los caracoles, el EZLN empezó a hacer pública una serie de 20 comunicados –que terminaron de publicarse esta semana– donde anuncian un proceso de cambio.
El EZLN informó unos días antes de Navidad que las tierras zapatistas pasarían a ser una “no propiedad”, es decir, “tierras del común”. Y agregaron que como parte de su nueva etapa habrá extensiones de tierra que podrán ser trabajadas de manera colectiva incluso por habitantes no-zapatistas, lo que representa una novedad.
“En varias comunidades cercanas a las bases de apoyo zapatistas, el EZLN está promoviendo una serie de alianzas y acercamientos con comunidades que no son zapatistas”, anticipa Morquecho, quien espera que esta nueva etapa sirva para “dinamizar” el movimiento.
La nueva etapa no puede entenderse sin el enorme problema por los títulos de propiedad de las tierras que vive el estado de Chiapas.
La magnitud del asunto puede constatarse cada mañana, al mirar los medios locales y ver cómo las noticias hablan de la “invasión” de territorios, las denuncias de “usurpaciones violentas” y los operativos de desalojos.
En la ruta que conecta San Cristóbal de las Casas con Oventic la tierra parece viva.
Al costado de la ruta, decenas de ranchos de madera crecen al lado de las casas de estilo chamula, unas edificaciones altaneras repletas de ornamentos hechos de línea sinuosas y colores brillantes.
Las mujeres cuidan la milpas, aunque sus plantas de maíz ahora estén secas porque ya no es la época, mientras los hombres cortan leña.
Óscar, el hombre de 29 años que vigila la entrada de Oventic, proveniente de una familia rural en los Altos de Chiapas, no había nacido cuando el EZLN se levantó en armas. Para Óscar, las cosas no van a cambiar demasiado.
“Ya tendremos más información”, dice con una sonrisa amable a modo de respuesta en referencia a las celebraciones de estos días en el caracol Resistencia y Rebeldía, en Dolores Hidalgo.
Los cambios en el modo de organización previstos para 2024 nacen del reto de protegerse.
Ya no del ejército, sino del avance del crimen organizado.
Nadie se sorprende ya del paso, en todo momento, de los vehículos blindados que circulan por la ruta que conecta Tuxtla con San Cristóbal de las Casas con miembros del ejercito al descubierto, que apuntan con sus armas al cielo.
“Las principales ciudades del suroriental estado mexicano de Chiapas están en un completo caos”, dicen los zapatistas.
“Hay bloqueos, asaltos, secuestros, cobro de piso, reclutamiento forzado, balaceras. Esto es efecto del padrinazgo del gobierno del estado y la disputa por los cargos que está en proceso”.
En su diagnóstico, las principales ciudades de Chiapas están en manos de carteles del crimen organizado, que se encuentran en disputa entre sí.
Donde antes controlaba el Chapo Guzmán, ahora no solo hay una pelea entre bandas sino una miríada de pequeños grupos delictivos vinculados al crimen organizado que van del tráfico de drogas al de personas, según denuncian los periodistas locales.
Fue en ese contexto que el subcomandante Moisés, quien ocupa desde 2014 el lugar de Marcos, anunció la disolución de sus “municipios autónomos rebeldes” y las JBG.
“Hoy vemos que a la presión económica sobre las comunidades, se añade el cerco de la violencia criminal. Pensábamos que estas comunidades alejadas se habían salvado de la violencia del narcotráfico, pero no es así”, dice la especialista en movimientos indígenas.
Para Inclán, las comunidades reaccionan con una serie de cambios en un intento por defenderse ante la ausencia de garantías que ofrece el estado.
En relación con el estado, el EZLN mantiene una histórica distancia.
La desconfianza de base, que quedó sellada en numerosas oportunidades incluyendo el incumplimiento de los Acuerdos de San Andrés de 1996 que buscaban modificar la Constitución e incluir la autonomía de los pueblos indígenas, hace del estado un actor poco confiable para el EZLN.
El levantamiento de 1994 se dio en plena administración del Partido Revolucionario Institucional (PRI), una fuerza política que gobernó el país por 70 años (1930-2000).
Le siguieron los gobiernos conservadores del Partido Acción Nacional (PAN) con Vicente Fox y Felipe Calderón.
El recelo se mantiene con Andrés Manuel López Obrador. El día de la asunción del líder de Morena, Moisés expresó el rechazo a su programa de gobierno al que denominaron “programa de destrucción”, sobre todo, en el plano ambiental.
La disputa entre López Obrador y el EZLN se remonta a la década de 1990, según dice Inclán, cuando el actual presidente estaba al frente del Partido de la Revolución Democrática (PRD), y siguió con los años.
López Obrador decidió no confrontar con ellos, sino intentar resaltar los puntos en común que podrían, desde su perspectiva, acercarlos al gobierno, al menos para no perder el respaldo de parte de su electorado que simpatiza con el movimiento.
La desconfianza hacia la política electoral –incluso hacia los partidos de izquierda– ha estado presente en el discurso del EZLN desde el inicio del movimiento, como han indicado varios autores.
En 2017, por primera vez en la historia, el EZLN presentó la candidatura de la indígena María de Jesús Patricio Martínez, apodada Marichuy, a las elecciones presidenciales de 2018. Pero Marichuy no consiguió las firmas necesarias para llegar a presentarse.
La incapacidad de alcanzar apoyos suficientes ha sido, según dice el periodista Morquecho, una muestra de los límites que atraviesa el movimiento desde hace unos años y que explican los motivos que lo llevaron a embarcarse en un proceso de cambio después de 30 años.
México votará presidente en 2024. Todavía no está claro qué camino elegirá el EZLN en estas elecciones.
“Pienso que, aun sin saber bajo qué modalidad, es posible que participen del proceso político electoral no solo a nivel federal sino municipal”, arriesga Morquecho.
Para otros, es imposible imaginar que repitan una jugada electoral, mucho menos, como la de 2017.
Por lo pronto, el subcomandante Moisés ordenó prohibir toda exhibición de propaganda de cualquier partido político para las celebraciones de este 1 de enero.
¿Y qué pasó con el subcomandante Marcos, cuya figura atrajo la atención de los medios y la población global?
“Hemos decidido que Marcos deje de existir hoy”, decía el subcomandante Marcos en un comunicado el 24 de mayo del 2014. “Mi nombre es Galeano, subcomandante Insurgente Galeano”.
Poco menos de un década después, en octubre de este año, Galeano sumó al anuncio su propia muerte: “Murió el SupGaleano. Murió como vivió: infeliz”. Y dijo que a partir de ahora se llamará Capitán Marcos, es decir, retoma su nombre original aunque cambia de grado.
Para los analistas, estas son decisiones que no han sido más que teatro en lugar de una definición política.
Y así lo demuestra el paso del tiempo.
A pesar del cambio de nombres, Rafael Sebastián Guillén Vicente, el profesor llegado del noreste de México, de un humor corrosivo, convertido en el rostro cubierto paradójicamente más visible del movimiento, no ha dejado de estar presente en los mensajes ni en la estructura del EZLN.
Para los zapatistas, Marcos siempre fue un personaje creado con el objetivo de visibilizar las demandas indígenas, un “holograma” nacido para desaparecer.
“Ahora sus creadores, los zapatistas y las zapatistas, lo destruimos”, dijeron. “Vimos que la botarga, el personaje, el holograma pues, ya no era necesario”.
Desde entonces, sus intervenciones públicas han sido pocas.
En su lugar, como jefe militar y vocero zapatista fue designado el subcomandante Moisés, un indígena tojolabal de la frontera con Guatemala y uno de los mandos insurgentes más conocidos en la vida pública del EZLN.
Gloria Muñoz Ramirez, autora de “El fuego y la palabra”, definió hace unos años a Moisés como un “hombre de baja estatura, enorme corazón y visión política, ataviado siempre con su sombrero militar negro”.
Aunque, tal vez, sin la habilitad del liderazgo de Marcos.
A 30 años del levantamiento zapatista, el hombre que protege las puertas de Oventic dice que hace tiempo que no lo ve.
Lo hace con una sonrisa indescifrable, que esconde o restringe información.
Óscar practica el elegante juego del enigma que aprendió de Marcos.
Lo hace para no mostrar las cartas de una partida que quizá la sociedad del sur de México llegue a entender más tarde.
Esa parte de la sociedad que recuerda con respeto el arrojo del zapatismo de los primeros días y que ahora mira con indiferencia ese tiempo.
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