Cuando Estados Unidos se retiró de Afganistán el año pasado, se enfrentó a una elección crítica: permitir el colapso de un Estado que, en su mayoría, se había mantenido a flote gracias a la ayuda exterior o trabajar con los talibanes, sus antiguos enemigos, para evitar eso.
Más de cuatro meses después de que el último vuelo militar de EE.UU. saliera de Kabul, la administración del presidente Joe Biden aún no ha tomado una decisión clara, optando por salir del paso con medidas a medias en medio de una crisis humanitaria en aumento. El tiempo se está acabando.
Estados Unidos debería tragarse el trago amargo de trabajar con los talibanes para evitar un Estado fallido en Afganistán. Poner de rodillas al gobierno a través de sanciones no cambiará el hecho de que los talibanes ahora están a cargo, pero llevará a que los servicios públicos colapsen, la economía decaiga y los medios de subsistencia de los afganos se reduzcan aun más.
Estados Unidos debería hacer una distinción entre los talibanes como antiguos insurgentes y el Estado que ahora controlan.
Esto empieza por comenzar a levantar las sanciones a los talibanes como grupo (dejando vigentes las sanciones a algunos individuos y un embargo de armas); financiar funciones estatales específicas en áreas como el desarrollo rural, la agricultura, la electricidad y la gobernabilidad local; y restablecer las operaciones del Banco Central para volver a conectar Afganistán con el sistema financiero mundial.
Dar estos pasos, además de proteger a los afganos, también servirá a los intereses occidentales. Ayudará a frenar la creciente migración del país y el aumento de la producción de narcóticos ilícitos por parte de los afganos desesperados por obtener ingresos. También podría producir al menos una oportunidad para lograr que los talibanes cooperen con Estados Unidos para reprimir las amenazas terroristas de la filial del Estado Islámico en Afganistán y otros grupos.
Sin duda, Afganistán se empobrecerá más bajo el control de los talibanes y ningún país restaurará la ayuda a una escala similar a la que disfrutó el último gobierno. Pero la población necesita apoyo internacional en lugar del corte abrupto que golpea a su economía con potencia.
Las preocupaciones de las capitales occidentales de que estas medidas reforzarían a los talibanes o su capacidad para desviar fondos hacia fines nefastos podrían abordarse mediante la imposición de restricciones y vigilancia.
Ahora, esto no quiere decir que Occidente deba abandonar los esfuerzos para lograr que los talibanes respeten los derechos humanos y cooperen en las prioridades de seguridad. Pero las expectativas deben ser modestas.
Los talibanes nunca van a tener una política sobre los derechos de las mujeres que esté de acuerdo con los valores occidentales. No muestran signos de adoptar incluso formas limitadas de gobierno democrático. Tampoco es probable que alguna vez tomen medidas activas para destruir o entregar los restos de Al Qaeda, aunque puedan mantener un control sobre ellos.
Nadie en Washington o en las capitales europeas puede estar complacido de pensar en trabajar con este tipo de gobierno. Pero la alternativa es peor, sobre todo para los afganos que no tienen más remedio que vivir bajo el régimen talibán y que necesitan medios de subsistencia. Se debe tomar una decisión difícil.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times