El derecho a la vida es uno de los pilares centrales de nuestro marco jurídico ¿deberían las personas que sufren diversos tipos de dolencias tener el derecho a decidir terminar con la suya? Hoy, nuestro Cara y Sello aborda esa discusión a través de las plumas de dos expertos, los abogados Josefina Miró Quesada y Carlos Hakansson.
Morir es también ley de vida, por Josefina Miró Quesada
“Abogar por el derecho a una muerte digna es hacerlo por la vida, la dignidad y la libertad”.
Hay quienes olvidan que somos seres mortales. Que así como tiene un comienzo, la vida también un final. Vida y muerte son dos caras de una misma moneda. Hablar de morir es también hablar de cómo vivir. Como dice Jorge Drexler, morir es también ley de vida. La muerte digna es eso: elegir cómo deseamos partir. Desconocer esa libertad es mezquino, pues no hay ser más autorizado que uno para saber cuánto más resistir una vida que es fuente de dolor y sufrimiento. Podrías no compartir cómo sobrellevar ese desenlace. Imponerle esa visión a otros, sin embargo, es autoritario. Unos querrán esperar una ‘muerte natural’ (aunque el avance de la ciencia hoy haya desvirtuado eso de ‘natural’). Pero no se es más valiente por decidir hacerlo así. Otros querrán tomar las riendas de un bien que es suyo. Abogar por el derecho a una muerte digna es hacerlo por la vida, la dignidad, y la libertad hasta el final de nuestros días.
Hoy, el Estado peruano se arroga esa libertad. En suma, nos dice que la vida es un bien sagrado, sobre el que no tenemos dominio. Que estamos equivocados si creemos que la vida es ‘nuestra’. Y criminaliza a quien ayuda a ponerle fin, por encima de la voluntad del titular de este derecho. Etiqueta como si fuera un delincuente avezado a quien contribuye a materializarlo. Y de paso, discrimina entre quiénes pueden quitarse la vida de facto, y quiénes no pueden hacerlo por sí mismos. Su discurso, sin embargo, es incoherente.
Primero, porque la dignidad es el fundamento último de su existencia (artículo 1 de la Constitución). El Estado está para servir a las personas, no a al revés. Desconocer nuestra autonomía para diseñar nuestro proyecto de vida es tratarnos, siguiendo a Kant, como medios, y no fines. ¿Obligarnos a vivir a costa de qué fin ajeno a nuestra voluntad? Segundo, ya el TC ha reconocido que la vida es más que biología. Tan es así que la ley define la muerte como el cese de la actividad cerebral, aun si los tejidos u órganos mantienen actividad biológica. Y es que no se protege la subsistencia, sino la vida en condiciones dignas. Esto, que quede claro, no es algo objetivo de medir. Es digna o no, según quien la vive. Tercero, la Ley General de Salud reconoce que podemos rechazar tratamientos médicos, aun si ello tiene como desenlace la muerte. Es decir, tan indisponible la vida no es. De eso va el principio de autonomía que rige la bioética: el paciente, no el médico, tiene la última palabra. A pesar de estas paradojas, el Estado mantiene como delito la eutanasia: pervierte el derecho a vivir en una obligación.
Entiendo los miedos detrás de reconocer la muerte digna o legalizar la eutanasia. Es un tema sensible. Pero vamos paso por paso. Las historias siempre ayudan a entender de qué va esta lucha. Creo que no hay quien mejor la personifique que Ana Estrada. No es necesario ser un jurista para entender qué la lleva a emprender esta batalla. Como le digo a Ana, ya es un triunfo estar debatiendo públicamente este tabú. Su voz es la de muchos. Solo hace falta escucharla y entenderla. Empatía, le llaman.
La vida como bien humano indisponible, por Carlos Hackansson
“Aprobar la eutanasia resulta inconstitucional y contrario con la finalidad del Estado”.
En el año 1997 tuve la oportunidad de conocer a Ramón Sampedro, gallego, marino, escritor, aquejado de tetraplejia por un accidente a los 25 años que, tras una fallida petición judicial para provocarse un suicidio asistido, decide terminar con su vida ayudado por varias personas. Gracias a Mario, un amigo en común, lo conocí sin saber antes qué pensaba, sentía y quería; tampoco estaba enterado de su condición a pocos pasos de ingresar a su dormitorio. Mi amigo me presentó y él me llamó por mi nombre, era muy empático, de vez en cuando me pedía que le acerque el sorbete para beber su café con una sonrisa contagiosa. La conversación fluía con espontaneidad y conversamos sobre varios temas. Su cama estaba al lado de una ventana donde podía verse el hermoso campo, tenía muchos libros, un televisor al frente y, encima, un barco dentro de una botella. Mario le compuso un poema sobre cómo un barquito en la botella todavía podía navegar. Al final de mi visita y despedirme subimos al auto pidiendo volver. Mario me contestó: “siempre me piden lo mismo”. Su historia fue llevada al cine con el título “Mar Adentro” y ganó el Óscar a mejor película en lengua extranjera (2005). Su director, Alejandro Amenábar, al momento de recoger la estatuilla lo describió con las mismas palabras que sentí cuando tuve la oportunidad de conocerlo: una persona que pedía morir cuando solo expedía vida desde sus ojos.
La Constitución reconoce como deber estatal la defensa de la persona humana y el respeto de su dignidad como fin supremo (artículo 1). Se trata de un mandato de optimización para remover los obstáculos que impidan la vigencia de los derechos fundamentales y poner los medios para que puedan regir plenamente. En ese sentido, si la persona es un fin en sí misma serán medios el resto de realidades que le rodean, por eso la actuación del Estado social y democrático de derecho debe estar a su servicio promoviendo las condiciones para lograr la realización humana.
La vida es un bien humano indisponible que exige un conjunto de condiciones laborales, sociales, económicas, asistenciales y sanitarias para su realización. Si bien en los hechos puede resultar inevitable y trágico que una persona termine con su vida como respuesta a una enfermedad o grave crisis personal, aprobar la eutanasia como solución resulta inconstitucional y contrario con la finalidad del Estado, que debe establecer una política integral para velar por la salud y bienestar humano en orden a su dignidad. La necesidad de efectivas políticas públicas para la atención de personas de toda condición, imposible de cuidarse por sí mismas por razones humanas, sociales y económicas, son de prioridad estatal por mandato constitucional. Al igual que la libertad e igualdad, la fraternidad tiene la misma importancia para toda comunidad política; se realiza a través de una adecuada recaudación tributaria y debida administración de la cosa pública que debe asignar partidas para la atención de las personas que más lo necesitan.