“Entre los individuos, como entre las naciones, el respeto al derecho ajeno es la paz”. Es la frase que labró en la historia el famoso presidente de México, Benito Juárez. Un indígena zapoteca nacido en 1806 en la sierra de Oaxaca. Huérfano a los tres años, pastor hasta que cumplió doce y analfabeto hasta esa edad, en que escapó a la ciudad para evitar el castigo por haber perdido una oveja. Desde entonces no hizo más que crecer, a pesar de su pequeña estatura (1,37 m).
Seminarista por necesidad y luego abogado, aprendió latín, inglés y francés. Ascendió en la magistratura judicial y entró a la política a los 33 años hasta llegar a la presidencia durante cinco períodos: quince años de plena democracia y rectitud. Soportó la prolongada invasión del Imperio de Napoleón III en el Gobierno Mexicano y un quinquenio de beligerancia por la guerra que le declaró Francia por la deuda impaga. Pero forjó una república consolidada y prestigiosa, con un legado que es el gran orgullo de México.
Los aztecas y los antiguos peruanos son herederos de las culturas de mayor raigambre histórica de las Américas. Nuestro presidente, que asume el cargo al mediodía de hoy, nació en Cajamarca, escenario del inesperado encuentro de la civilización del inca Atahualpa con la del conquistador Francisco Pizarro. A diferencia de Benito Juárez, el señor Castillo no solo tuvo la temprana oportunidad de ir a la escuela, sino de hacerse maestro de primaria. Pero en su caso no cabe duda que la principal universidad será el Palacio de Gobierno donde, sin embargo, será autodidacta o alumno de sus propias experiencias.
En declaraciones plenas de sinceridad, la señora Castillo ha recordado la lejanía de su tierra. Pero con sano optimismo y sentido de sus obligaciones familiares, se ha trasladado de Chota a Lima con sus hijos para acompañar y aconsejar a su marido. Dice también que ambos son profundamente cristianos y pide la ayuda divina para guiarlos en la dura prueba que les espera en una posición que, para bien o para mal, marcará el destino de los peruanos, incluyendo el de ellos y el de aquellos que no votaron por su esposo.
A diferencia del México federal, el Perú es un Estado unitario, donde el primer mandatario no puede compartir responsabilidades sino con sus ministros, que son solidariamente responsables de las decisiones del Gabinete y están sujetos a la censura del Congreso –para la que bastan 67 votos–.
Todos esperamos que, con humildad y realismo, don Pedro sea consciente de la inmensa responsabilidad que pesará sobre sus hombros, así como de los desafíos que enfrenta con la mayoría relativa de un Congreso fiscalizador, una prensa vigilante, una ciudadanía tan expectante como desconfiada, y un Perú Libre bajo la férrea tutela de un secretario general corrupto y amenazante.
Con un entrenamiento gubernamental en extremo limitado, el nuevo mandatario recibe un país asolado por la pandemia, la corrupción, la informalidad, el desorden y la falta de civismo de una ciudadanía que, además, detesta a los políticos. Nuestra solidez macroeconómica es un delicado milagro que se debe al capítulo económico de la Constitución que Perú Libre y él mismo han jurado enterrar; a un Banco Central de Reserva dirigido por un profesional impecable y el directorio que lo apoya; a un Ministerio de Economía y Finanzas manejado por una tecnocracia independiente; y a un Tribunal Constitucional que, en general, garantiza el respeto a la Carta Magna, pero que pronto será reconstituido.
Quiera Dios acompañarnos en este inquietante bicentenario nacional e iluminar a nuestros improvisados gobernantes.