“Soy capitán del ejército”, dijo Jair Bolsonaro en el 2017. “Mi especialidad es matar”.
Ha sido fiel a su palabra. En poco más de tres años en el cargo, Bolsonaro ha liderado un gobierno caracterizado por su desprecio a la vida humana. Están, de manera más inmediata, las 660.000 muertes por el COVID-19, una cifra que convierte a Brasil en el segundo país con el mayor número de víctimas en el mundo, solo después de Estados Unidos. Durante la pandemia, obstruyó el distanciamiento social, saboteó el uso de mascarillas y desautorizó la vacunación. Dijo que “no cometió un solo error durante la pandemia”. Así que tenemos que asumir que todo salió según lo planeado.
También están las armas. Una serie de decretos presidenciales que flexibilizaron los controles de armas han abierto las esclusas. El año pasado, la policía federal emitió 204.300 nuevas licencias de armas, un aumento del 300% con respecto al 2018. Los permisos otorgados por el Ejército a cazadores y coleccionistas aumentaron un 340%. El país, que registró la mayor cantidad de homicidios en el mundo en el 2021, está inundado de armas de fuego.
Y luego está el planeta. La deforestación en la Amazonía ha alcanzado su tasa más alta en 15 años, en buena medida, como consecuencia de la avidez del presidente de desmantelar y desfinanciar las agencias ambientales. Y como no ha sido suficiente, ahora Bolsonaro intenta impulsar cinco proyectos de ley que eliminarán los derechos de los pueblos indígenas, abrirán la Amazonía a la especulación desenfrenada y provocarán un daño inconmensurable al planeta.
Con la atención del mundo puesta en la guerra en Ucrania y a seis meses de una elección presidencial que está en camino de perder, Bolsonaro tiene prisa por usar su poder. Y parece decidido a traer muerte y devastación al mundo.
Es difícil elegir al peor de la serie de proyectos de ley. Pero comencemos con el que intenta revocar los reclamos territoriales de las comunidades indígenas. Al establecer una fecha –el 5 de octubre de 1988, día en el que se promulgó la Constitución de Brasil– en la cual las personas de las comunidades indígenas debían ocupar físicamente sus tierras, el proyecto de ley despoja de manera permanente a quienes ya habían sido expulsados de sus hogares ancestrales.
Otro proyecto de ley intenta abrir las tierras de las comunidades indígenas a la minería. Temerariamente, Bolsonaro ha dicho que la guerra en Ucrania es una “buena oportunidad para nosotros”. Con el acceso suspendido de fertilizantes desde Rusia, según esta lógica, Brasil debe acelerar los esfuerzos para volverse autosuficiente. Pero la mayor parte del potasio del país –uno de los principales componentes de los fertilizantes y del que Brasil tiene reservas grandes– no está en tierras indígenas. Es una excusa poco convincente y característica de la persona que visitó a Vladimir Putin una semana antes de la invasión de Ucrania y se jactó de haber evitado la guerra.
La minería en estas áreas, aunque está prohibida por la Constitución, no ha dejado de suceder. Las operaciones mineras ilícitas, sobre todo desde balsas y dragas ancladas en ríos, alcanzaron un récord en el 2020.
Hace unas décadas, Bolsonaro se lamentó de que el cuerpo de caballería brasileña no hubiera sido tan eficiente “como el estadounidense, que en el pasado exterminó a los indígenas”. Sin duda, estos dos proyectos de ley, que también legalizarían la tala, la agricultura industrial, la exploración petrolera, las represas hidroeléctricas y otros proyectos en tierras de comunidades indígenas sin siquiera tener que pedir el consentimiento de sus habitantes, son, para él, una especie de enmienda legislativa. Se tratan de una arremetida apabullante y sostenida a la vida de los pueblos indígenas.
Eso, por sí solo, sería atroz. Pero no son todas las leyes planeadas. Un tercer proyecto legislativo está enfocado en flexibilizar los requisitos de licencia ambiental para una decena de actividades económicas, como la minería y la agricultura, y un cuarto considera otorgar amnistías a los acaparadores de tierras y madereros ilegales en la Amazonía. El último de los cinco proyectos de ley tiene como objetivo hacer menos duras las regulaciones sobre el uso de pesticidas, algo en lo que el gobierno de Bolsonaro –que ha registrado 1.467 pesticidas, muchos de ellos compuestos con ingredientes muy peligrosos– parece estar particularmente interesado.
En conjunto, estos proyectos de ley acelerarán de manera significativa la destrucción de la Amazonía. El cambio climático se aceleraría a un ritmo todavía mayor.
Aun así, es probable que Bolsonaro se salga con la suya. Aunque miles de personas han tomado las calles en una señal de disidencia vistosa, parece que en el Congreso de Brasil hay suficiente apoyo como para aprobar estas propuestas de ley, impulsadas por el cabildeo de la poderosa industria agrícola. Es probable que solo sea cuestión de tiempo para que sean norma.
Sin embargo, en cierto modo, Bolsonaro ni siquiera necesita el respaldo de la ley. Después de todo, en el campo de la muerte y la destrucción ya tiene resultados sobresalientes.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times