Plantear la campaña electoral como negocio millonario para alcanzar el poder es la práctica seguida por ciertos empresarios y políticos inescrupulosos que, motivados por el dinero, utilizan la elección de nuestros representantes para obtener un beneficio económico.
Esta interpretación mercantilista, además de suponer un engaño a la ciudadanía y una burla a los principios democráticos, rebaja la imagen presidencial hasta equipararla a la de un relacionista público.
En palabras de un conocido experto peruano en márketing, “no se puede vender el alma al diablo sin pagar por ello un alto precio”, pues esta fórmula “nos condena a todos a tener un gobierno de los diablos”.
Lo mismo que sucede aquí en el Perú ha pasado en Chile y Brasil, donde se descubrió el contubernio de importantes empresas y políticos, lo que dio lugar a la protesta indignada de miles de personas en las calles.
Hace tiempo que la relación de independencia y equilibrio entre negocios y política se ha roto, circunstancia que aprovechan personajes turbios, inescrupulosos asesores y todo tipo de operadores del poder.
En nuestro país, según algunos especialistas en campañas –dicho sea de paso, de escasa experiencia política–, el gasto de la próxima elección alcanzará los diez millones de dólares. Ese será, pues, el “estimado”, el precio a pagar por el candidato ganador para gobernar el país.
Ese cálculo, sin embargo, es desorbitado, ya que no corresponde a nuestra realidad electoral, sino a la visión de un jugoso ‘business’. Sin duda, cualquier partido político con presencia, militancia y organización eficiente, precisa una cantidad mucho menor.
Pero eso no lo dicen los interesados. Por el contrario, adelantándose a la feria electoral, publicistas, marketeros y expertos en redes sociales comienzan a ofrecer sus empresas para brindar servicios y entregar soluciones “llave en mano”. Estrategias, activismo, organización y encuestas –que interpretan en los medios los propios encuestadores, convertidos de repente en adivinos– se venden al mejor postor.
Por otra parte, los políticos, convertidos a su vez en productos de venta masiva, y los partidos en meras franquicias otorgadas por el Jurado Nacional de Elecciones, no dan garantía alguna al electorado. Son organizaciones sin militantes, historia conocida, ni raíces en la sociedad. Basta con tener “licencia de funcionamiento” para ofrecer puestos y futuro político a los avezados.
¿Habrá tiempo todavía para salir de este círculo vicioso de modo que el proceso electoral en ciernes sea enriquecedor en ideas y principios e inspirador de la confianza perdida, en vez de una mezcla comercial donde los candidatos sean subastados? Confiemos que sí, pues el próximo presidente tiene que gobernar sin ataduras, libre de los financiadores de campañas y manipuladores del debate público.
Un presidente elegido gracias a una oscura mezcla de negocios y politiqueo es la peor fuente de esa inseguridad que se siente ahora en calles y hogares, creando zozobra y desaliento en toda la población.
El presidente imaginado debe ser capaz de unir a la sociedad, inspirar optimismo y ganar el apoyo de la razón y el sentimiento de los peruanos. No basta solo con ganar los votos suficientes para ser elegido: hay que ganar también la confianza del pueblo.