Se detuvieron en la esquina esperando cruzar cuando el policía lo autorice, ya que –a despecho del semáforo titilando– tenía detenido el tráfico de la avenida por más de 10 minutos. Estaban aglomeradas casi 50 personas en esa esquina y los vehículos parados pitaban desesperadamente observando una luz verde que no les servía, ya que el policía, en plena “ola verde de aceleración en horas punta”, los detenía. Entre cláxones y el silbato loco del novel agente, el ambiente era ensordecedor.
Gustavo y su esposa pasaban por eso todos los días. Desde su casa –muy cerca–, escuchaban cláxones como trenes y policías desgañitándose con el silbato. Luego de una ensordecedora eternidad, el policía les dio pase y Gloria le increpó la demora y el exceso con el pito. “¡Cállate, vieja loca! Habla con el árbol…”, fue su amable respuesta. Gustavo se le acercó llamándole la atención por la grosería con su mujer, reiterándole el exagerado uso del pito. “¡Cállate que te llevo a la comisaría, ….!”, adornándose con otra grosería. “Vamos, pues”, respondió Gustavo.
El policía llamó a una colega, del otro lado de la avenida, ya que no tenía esposas. Cuando se las alcanzó, dijo quedito: “Me ha pegado…”. Gustavo estiró las manos para ser enmarrocado, pero el valiente policía le puso los brazos hacia atrás, causándole daño, acotando: “Todos te mirarán…”. Caminaron en fila india hasta la comisaría. Gustavo solo pensaba en quejarse del abusivo y grosero, fantaseando en cómo le castigarían.
Grande fue su sorpresa cuando el mayor Santos socarronamente le apuntó que –con la ley de la flagrancia– estaba fregado: “tienes que ‘arreglar’, flaquito”. Respetuosamente, Gustavo respondió que nada tenía que “arreglar” y que, por favor, lo tratara de usted, pues no tenía el gusto de conocerlo. “¡Ah!, pituquito altanero”, retrucó el mayor, ordenando: “¡Jódanlo!”.
De inmediato la comisaría, de ordinario caótica e ineficaz, se puso expeditiva y, con gran eficiencia, empapeló a Gustavo. Habiendo llegado sobre las 7:10 p.m., recién pasada la medianoche fue llevado al médico legista, comprobando que nada tenía. Sin embargo, al regresar, el policía apareció con una leve tumefacción en el labio producto de un imaginario golpe.
Con ese expediente, sin defensa y apabullado, de inmediato fue puesto bajo la autoridad de una fiscal que no demoró en formular una denuncia: ocho años de prisión por un supuesto maltrato y resistencia a la autoridad (¿?). Pasó de la celda policial a la carceleta de la fiscalía. La familia desesperada buscaba un defensor. De madrugada, Gustavo pasó a la carceleta del Poder Judicial, donde fue notificado que ese mediodía comparecería ante un juez para definir los cargos y una detención preventiva por nueve meses en un penal.
Y así, en menos de 48 horas, vio pasar su vida: su esposa vejada, sus tres hijas solas, encarcelado, maltratado y acusado por lo que no hizo. Una prepotencia sistematizada y eficiente para triturar cuerpos y derrumbar almas.
La acusación de la fiscal fue paupérrima y contradictoria: dijo que la colega del policía fue testigo de la agresión, cuando esta había declarado exactamente lo contrario. Entre “haygas” y “endenantes”, sustentó su denuncia. Felizmente, el juez de turno, y su eficiente secretaria, se percataron del embrollo, limitándose a abrir un proceso con comparecencia simple y liberando en el acto a Gustavo de una injustificada detención que sobrellevó al lado de verdaderos delincuentes.
El juez casi rechaza la malhadada acusación. Solo un falseado certificado médico legal haciendo espíritu de cuerpo con la PNP que daba cuenta de un inexistente maltrato lo contuvo. Afortunadamente, Gloria había fotografiado al policía cuando, envalentonado, empujaba a su esposo –alevemente esposado– por la avenida Arequipa. Tenía el labio sanito.