Es difícil para mí describir la rabia que sentí cuando abrí un periódico el martes pasado y vi el artículo principal de “The Tennessean”: “Los vacunados pierden el acceso al tratamiento”, decía el titular.
“El gobierno del estado de Tennessee ahora recomienda que a casi todos los residentes vacunados se les niegue el acceso al tratamiento con anticuerpos monoclonales en un nuevo esfuerzo por preservar un suministro limitado de medicamentos de anticuerpos para aquellos que siguen siendo más vulnerables al virus, en gran parte, por su propia elección”, escribió el reportero Brett Kelman.
Como cuestión de política pública, esta recomendación tiene sentido. Este tratamiento experimental es escaso y se necesitan todas las dosis para las personas que tienen más probabilidades de morir a causa de la infección. Entre esos pacientes, se encuentran los inmunodeprimidos, cuya afección limita la eficacia de las vacunas, y los no vacunados, cuya afección es más difícil de explicar.
Se ha gastado mucha tinta y muchos píxeles en un esfuerzo por analizar las posibles razones por las que la gente rechaza su mejor oportunidad de sobrevivir a un virus que ya ha matado a 680.000 estadounidenses y ha dejado a un número incontable de otros con debilidades persistentes.
No me sorprende la cantidad de personas aquí que odian al gobierno federal lo suficiente como para renunciar a una vacuna que casi con certeza evitaría que mueran de una enfermedad que se propaga como la pólvora en comunidades no vacunadas. Pero en lugar de culpar a los que no están vacunados, culpo a los políticos de dicho estado por moderar la verdad sobre la seguridad y eficacia de esta vacuna.
Culpo a los pastores y otros líderes comunitarios por no enseñar a sus miembros sobre la necesidad de proteger a los vulnerables mediante la vacunación generalizada de los sanos.
Sobre todo, culpo a los expertos de derecha y a las empresas de medios de comunicación por promulgar nociones descabelladas de libertad y una sospecha infundada de la ciencia.
Siempre he sentido más preocupación que rabia por los no vacunados. La gente comete errores. A veces confían en “líderes” que resultan ser charlatanes y sinvergüenzas. Pero cuanto más dura esta pandemia, más siento la furia subiendo por mi garganta como bilis. Me estoy enojando cada vez más por la ignorancia y la arrogancia que hacen que las cosas sean innecesariamente más difíciles y mucho más peligrosas para el resto de nosotros.
Incluso mientras la variante Delta del coronavirus asola el sur, demasiadas personas repiten obstinadamente las mentiras que les han dicho durante meses. Como resultado, no solo aquí, sino en todo el país, otros están muriendo de enfermedades tratables que no son el COVID-19; todo por falta de espacio en los hospitales para tratarlas.
Esto no es nada nuevo. Con las enfermedades transmisibles, siempre se ha dado el caso de que las elecciones de una persona pueden afectar la salud de otras. Lo nuevo de esta enfermedad contagiosa en particular es la rapidez con la que nuestros científicos y profesionales médicos han encontrado formas de ayudarnos a mantenernos seguros. Y cada una de esas formas ha sido socavada por las mismas personas que ahora dificultan o imposibilitan que otros obtengan la atención que necesitan.
Pero tampoco es nuevo el campo de la ética médica, que requiere que los trabajadores de la salud brinden un tratamiento calificado y compasivo incluso a los pacientes que posiblemente traen consigo sus problemas. Bajo esa lógica, los pacientes con cáncer de pulmón no son rechazados en la puerta del hospital, incluso si son fumadores de tres paquetes al día, y, por ende, los pacientes con COVID-19 no deberían ser rechazados porque hayan rechazado una vacuna.
Sé que es lo correcto que deben hacer los hospitales. Pero no importa cuán ético sea, nunca se sentirá justo.
–Glosado, editado y traducido–
©️ The New York Times