El mundo parece haber perdido el rumbo: los efectos del cambio climático, provocados por el hombre, son enormes y ya están llevando a numerosas regiones al borde del desastre. Los fenómenos meteorológicos extremos, como los que hemos vivido este año en todo el planeta, amenazan con convertirse en la norma y no presagian nada bueno. El Panel Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) ya ha alertado que la temperatura media mundial podría aumentar en más de 1,5 grados antes del 2030. Así, el Acuerdo de París, preparado por unas 200 naciones en el 2015, sería historia en menos de ocho años. La promesa de salvar al mundo del colapso hecha por esos países quedaría rápidamente invalidada.
La buena noticia es que aún podemos cambiar el rumbo y modificar muchas cosas. Pero debemos actuar ahora. Declaraciones de intenciones y supuestos sobrecumplimientos de objetivos, sin las medidas correspondientes, ya no bastan. Cualquiera que prometa la neutralidad climática para el 2050 debe poder decir hoy lo que quiere haber conseguido en uno, cinco y diez años.
Solo se podrá juzgar si Glasgow marca realmente el inicio de una década de implementación cuando la cumbre mundial climática llegue a su fin. No obstante, ya pareciera que las esperanzas depositadas en la COP 26 no se cumplirán. Lo que deberíamos intentar llevarnos de Glasgow es el compromiso de lograr más de lo que pueden describir las declaraciones por sí solas.
El informe del IPCC fue muy claro: tenemos que actuar y tenemos que hacerlo ahora. No se trata solo de introducir nuevas tecnologías, ni tampoco de ahorrar un poco de energía. Se trata de cambiar fundamentalmente nuestro enfoque para tratar la energía de una manera ambientalmente responsable, respetuosa con el clima. Porque esto nos afecta a todos, ya sean políticos, empresas o ciudadanos, y se necesitan todas las manos a la obra.
En el tope de la lista de tareas, está la eliminación del carbón. Un 70% de las emisiones mundiales de CO2 procedentes de la generación de electricidad se debe a centrales eléctricas que utilizan este combustible. Según el think tank londinense E3G, la cantidad de nuevas centrales eléctricas de carbón previstas en todo el mundo se ha reducido en dos tercios desde la cumbre de París, pero numerosos e importantes países de todo el mundo siguen dependiendo del carbón. No hay duda de que su eliminación progresiva costará dinero e implicará un esfuerzo internacional. Los países más ricos tendrán que ayudar a los más pobres. Pero definitivamente es una inversión sensata en el futuro.
Por otro lado, el Reino Unido nos ha mostrado que es posible acelerar la eliminación del carbón. Justo a tiempo para la cumbre mundial en Glasgow, la cuota de carbón ha caído a un mínimo histórico (representa hoy algo menos del 2% del mix eléctrico) mientras que hace diez años rondaba el 40%. La confederación de estados liderada por Boris Johnson busca eliminar por completo la generación de electricidad con carbón en tres años. En 30 años, las emisiones procedentes de la generación eléctrica en el Reino Unido se han reducido en casi dos tercios. Y lo han conseguido no solo por el mayor uso de energías renovables (y nuclear), sino también por el uso del gas natural.
Aunque grupos ecologistas critican el uso de este combustible, lo cierto es que el gas natural puede ayudar a reducir considerablemente las emisiones de CO2 de forma inmediata. Por supuesto que son preferibles más energías renovables, pero las cantidades disponibles actualmente están muy lejos de ser suficientes para satisfacer las necesidades mundiales de electricidad. Si el gas nos ayuda a tender un puente reduciendo las emisiones de CO2 en unos dos tercios en comparación con el carbón, garantizando al mismo tiempo la seguridad del suministro, entonces deberíamos utilizarlo. ¿Seguirá siendo el gas el enfoque adecuado dentro de 25 años? Probablemente no. Pero deberíamos dejar de hablar siempre de objetivos a largo plazo y empezar a actuar hoy.
Otro factor importante para el éxito de Glasgow será si los países industrializados cumplen con su promesa de apoyar la transformación energética en los países más pobres con US$100.000 millones anuales. Esto se decidió por primera vez en el 2009, en la Conferencia Mundial sobre el Clima de Copenhague, y el dinero debía empezar a fluir en el 2020. Sin embargo, esto no ha ocurrido del todo, y los expertos estiman que el objetivo no se alcanzará en los próximos dos años.
Los países más pobres necesitan ayuda urgente, no solo para la eliminación del carbón. Los efectos del cambio climático se distribuyen de forma desigual, siendo los países en desarrollo y el hemisferio sur los más afectados. Esto debe tenerse en cuenta, no solo porque se afirmó así en el Acuerdo de París, sino porque es una obligación moral de los países industrializados, que han construido su prosperidad durante décadas a costa del medio ambiente y, por lo tanto, a costa de los países más pobres.
Por último, no podemos evitar la introducción consecuente de un precio para el CO2. Sin los incentivos adecuados, ni el comportamiento de los países ni el de la industria cambiarán. Cuán alto sea el precio por tonelada para que tenga efecto puede variar de un sector a otro, pero ya hay suficientes estudios y opiniones de expertos al respecto. Lo importante es que exista un sistema de precios común y justo en el mayor número posible de regiones, que tenga en cuenta la competencia internacional y evite las cargas sociales (y, por lo tanto, la división de la sociedad) mediante mecanismos de compensación.
No podemos aceptar quedarnos cortos en la pretensión inicial. Independientemente de lo que decidan los delegados en Glasgow, al final también depende de cada uno de nosotros volver al camino correcto y cambiar lo necesario. Cada político, cada empresa y, en última instancia, cada consumidor tiene una responsabilidad. Necesitamos un consenso social en cuanto a la necesidad del cambio. Ya estamos en medio de la tormenta, y estamos todos en el mismo barco, así que manos a la obra.