Entre los absolutos enarbolados por el partido político de Vladimir Cerrón está el hecho de dar por sentado que existen un pueblo y una raza de peruanos. Hablan de “una sola patria” y de “una sola dirección”, en rechazo a los diversos componentes culturales de esas numerosas patrias que “cualquier hombre no engrilletado y embrutecido por el egoísmo puede vivir, feliz”, como afirmaba José María Arguedas. Es interesante notar que este mismo adjetivo –“feliz”– aparece en dos otros pasajes del escritor andahuaylino que sugieren que la aspiración a la felicidad se sitúa en las antípodas del etnocentrismo dispuesto a aniquilar no solo al otro que no corresponde al “pueblo elegido”, sino a los diversos otros que están en mí y que yo soy. Por eso, “visitante feliz de grandes ciudades extranjeras”, Arguedas se definía a sí mismo como “un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse” y como un “demonio feliz [que] habla en cristiano y en indio, en español y en quechua”. Debido a esa celebración libre de la alteridad opuesta a toda consigna gregaria lo acusaron de “aculturado”.
¿Cómo definir, y con qué autoridad, esa entelequia denominada “pueblo” a la que recurren con igual fervor todos los totalitarismos? ¿Quién, y en nombre de qué, se considera capaz de delimitar las fronteras dentro de las cuales alguien es “pueblo” y el otro “no-pueblo”, o peor, “anti-pueblo”? ¿En obediencia a qué mandato divino, natural o histórico se determinan los rasgos del “noble pueblo” contra los del “pueblo innoble”? ¿No son, acaso, expresiones de las viejas fórmulas maniqueas que han opuesto desde siempre la raza superior a las razas inferiores, la civilización a la barbarie, el semejante al extranjero, el camarada al enemigo, el puro al impuro?
El racismo y la exclusión no se enfrentan con el revés de dicho racismo ni con otras formas de exclusión como la xenofobia, la misoginia y homofobia. Tampoco se enfrentan con ese discurso trasnochado según el cual todas las bondades se deben a un pasado milenario idealizado, y todas las desgracias nacionales son culpa del oro usurpado por los españoles. Ni con la rabia que, a diferencia de la indignación ética contra la injusticia que sí impulsa al cambio, es “perturbadora” y conduce a los “fúnebres alzamientos”, para emplear nuevamente términos de Arguedas.
Ojalá quienes necesitan cubrir vacíos y sanar heridas abrazando el discurso de un caudillo –o convirtiéndose en uno– nunca logren transformar el poder al que tanto aspiran en una traba para el ejercicio pleno de nuestras libertades individuales: libertad para emprender viajes cada vez más lejanos y en múltiples direcciones, hacia regiones inexploradas del pensamiento y el arte, del vasto mundo y de nuestro propio cuerpo.