Vivo en un campo de refugiados desde el 2017, después de que la campaña de asesinatos, violaciones e incendios provocados por el ejército en Birmania nos obligara, a más de 750.000 personas de la comunidad rohinyás, a huir de nuestras casas. Desde el golpe militar del 1 de febrero, nuestro campamento ha estado lleno de incertidumbre. El general Min Aung Hlaing, que ordenó la violencia, se ha hecho cargo del país.
En los medios, no pude encontrar ningún líder de la Liga Nacional para la Democracia (LND) de Daw Aung San Suu Kyi diciendo una palabra sobre el lugar de los rohinyás en el sistema democrático que exigen.
Nací en una familia rohinyá en 1992. Décadas antes, los militares restringieron nuestros derechos y nos descartaron como inmigrantes ilegales. En 1982, se aprobó una ley para negarnos efectivamente la ciudadanía. Ser rohinyá en Birmania significaba vivir con cuidado y estar resignado al acceso limitado a todo servicio.
Siempre encontré esperanza escuchando a mi abuelo hablar con admiración de Aung San Suu Kyi y su partido. Hablaba de salir de casa durante días, hacer campaña en otras aldeas, persuadir a nuestra gente para que votara por la LND.
En las elecciones del 2015, mi familia y otros rohinyás aún confiaban en la LND, con la esperanza de que ayudara a poner fin a la discriminación y la violencia que enfrentamos. Pero cuando los rohinyás llegaron a las urnas, nos negaron el derecho al voto. Aung San Suu Kyi se negó a hablar sobre nuestra privación de derechos.
El LND ganó de manera aplastante, pero las cosas solo empeoraron. El prejuicio que la mayoría budista tenía hacia nosotros solo se intensificó después de la apertura cuasi democrática, como si se hubiera quitado una tapa. La retórica, el odio y la violencia contra nosotros se amplificaron después de que los monjes budistas ultranacionalistas y los militares iniciaran campañas de odio contra nosotros en las redes sociales. Aung San Suu Kyi y su gobierno miraron para otro lado.
En el 2017, llegó la represión militar. Miles de rohinyás murieron y cientos de mujeres y niñas fueron violadas. Mis padres y yo nos escondimos junto a un arroyo. Vimos cómo los soldados disparaban a nuestros amigos y vecinos y cómo incendiaban nuestra aldea.
Ha habido protestas en el campo de refugiados contra el golpe militar, pero no se derraman lágrimas por Aung San Suu Kyi, quien ha defendido a los militares y su violencia genocida.
Después del golpe, el general Min Aung Hlaing habló sobre su intención de traer de vuelta a los refugiados rohinyás. No tenemos fe en él. Habló de nuestra repatriación para evitar sanciones. Temo por la terrible violencia que se avecina.
–Glosado y editado–
The New York Times