La crisis por el coronavirus agudizó las diferencias sociales en el Perú. Por tal motivo, ciertos candidatos han considerado que la solución a esta problemática es aplicar un impuesto a la riqueza. En ese sentido, ¿qué tan útil sería esta medida para reducir la brecha de desigualdad? En esta edición de Cara y Sello, dos expertos, Eduardo Recoba y Guillermo Cabieses, lo debaten.
Hacia un impuesto a la riqueza viable, por Eduardo Recoba
“El peligro de tal formulación se ubica en dos dimensiones: definir qué es un cargo extraordinario a la riqueza y la trazabilidad del dato”.
La campaña electoral, desde determinadas plataformas, se ha colgado a la iniciativa de aumentar la carga tributaria –a los patrimonios familiares locales, se entiende– más ricos.
Las propuestas más entusiastas han venido desde las fuerzas progresistas: algunos con sus reparos de clase y otros, con la tibieza que los ha definido, han rozado o deslizado la iniciativa o la han evitado olímpicamente. Hablan con ternura de un “impuesto confiscatorio”.
De acuerdo con los postulantes a favor –desde diversas tribunas– el “impuesto a la riqueza” formulado registra un diseño simple: detectar patrimonios que pasen una horquilla en activos y cargar un porcentaje a estos saldos o rentas.
No obstante, el peligro de tal formulación se ubica en dos dimensiones: definir qué es un cargo extraordinario a la riqueza y la trazabilidad del dato.
Un “impuesto a los ricos” ya existe, y se llama impuesto a la renta. Y es de manual aquello de aumentar impuestos o crear nuevos gravámenes en ciclos recesivos no suele decantar, necesariamente, en mayor recaudación.
Thomas Piketty, en “El Capital en el Siglo XXI” (2013), apeló a datos de recaudación en su país que le permitieron estimar con cansada precisión la desigualdad en términos de patrimonios familiares “ociosos” que no generan empleo ni inversión; dando cuenta que estos dineros rindieron por encima del crecimiento global.
El problema: la Superintendencia Nacional de Administración Tributaria (Sunat) no tiene la capacidad fiscalizadora como para ubicar aquel rango de ricos y mega ricos del Perú, y desde ahí plantear una metodología impositiva capaz de presionarlos.
No esperemos que esta data, por razones obvias, sea brindada por la banca alta (que gestiona portafolios de inversión para ricos y mega ricos). Menos que estos ricos toquen la puerta de Sunat y digan, “oigan, obtuve por mis rentas sobre capital y sobre mi patrimonio tanto de saldo: cóbrenme una sobretasa”.
La metodología de Piketty le permitió concluir, sin embargo, que efectivamente un impuesto que en un 80% se puede aplicar a los ricos del planeta, sería la meta. Pero esto fue en 2013, hoy el francés concluye con otras disquisiciones que bien pueden ser tomadas para el caso local.
La reforma tributaria en el Perú es un asunto transversal a esta discusión, y de momento es el equipo económico de la candidata por Juntos por el Perú, Verónika Mendoza, quien ha gestionado mejor este escenario.
Además de combatir la informalidad y precariedad estimulando la economía a largo plazo, un reperfilamiento tributario crea mejores herramientas para desmantelar evasión y elusión y generar un impuesto escalonado a los patrimonios, fortunas ociosas que no generan empleo y mega salarios.
Una fuente rica de información se ubica en registros públicos, donde casas y terrenos, así como edificios y otros bienes inmuebles, pueden trazarse con pericia. Las sobretasas o gravámenes nuevos pueden montarla, con mayor eficiencia, sobre un edificio o terreno de personas naturales o patrimonios familiares. Ello contando con tasas progresivas o escalonadas.
Tasas progresivas para una propuesta progresista.
Impuesto a la riqueza para generar más pobreza, por Guillermo Cabieses
“El impuesto a la riqueza es una mala idea por donde se le mire”.
Es usual oír cada cierto tiempo desaforadas propuestas que claman por incrementar los impuestos, quitarles a los ricos para darles a los pobres. Se pide gravar el patrimonio de las personas, además de sus ganancias y su consumo. Esta campaña electoral, naturalmente, no podía ser la excepción.
En esta pandemia la ineficiencia en el gasto público ha alcanzado límites insospechados. ¡Cómo explicar, sino, la falta de vacunas, de camas UCI, de oxígeno, de pruebas moleculares! No fue por falta de dinero: el Ministerio de Salud no alcanzó a gastar ¡ni siquiera la mitad de su presupuesto el año pasado!
Algunos candidatos quieren captar los votos de manera populista ofreciendo crear un impuesto a la riqueza, haciendo creer a los electores que lo recaudado será utilizado en su beneficio, a pesar de la evidencia en contrario.
Los impuestos deberían ser el costo que uno asume por vivir en una sociedad. Han terminado siendo, sin embargo, un mecanismo de mantenimiento de los excesos del Estado y de ineficiente redistribución de la riqueza. La administración de esa redistribución ha sido más onerosa que el dinero distribuido. Ello genera graves distorsiones en el sistema económico, volviéndolo más improductivo y menos beneficioso para los que menos tienen. Basta comparar la calidad del gasto de una empresa privada con la de cualquier entidad estatal.
Un impuesto a la riqueza solo agravaría esta situación. La riqueza no es otra cosa que los ahorros acumulados que la economía necesita para que puedan realizarse gastos e inversiones. Las fortunas de los “ricos” principalmente están conformadas por activos que generan empleos. Gravar esa riqueza no ayuda a los trabajadores, ni genera más empleo, por el contrario, reduce la producción y desacelera el crecimiendo de los salarios.
Cuando los impuestos alcanzan niveles demasiado altos y, especialmente, cuando no solo gravan las ganancias, sino que afectan el patrimonio, entonces puede producirse, además, una fuga de capital y talento. Por ejemplo, Francia tuvo que abolir su impuesto a la riqueza en el 2017, estimándose que en los 15 años previos más de 10.000 personas de alto patrimonio se fueron del país llevándose consigo 35 mil millones de euros.
El impuesto a la riqueza es una mala idea por donde se le mire. Por un lado, desincentiva el ahorro y la inversión; por el otro, es una fuente de elusión y evasión que genera una pesadilla administrativa.
Si se empieza a gravar lo que uno tiene y no lo que gana, se generan incentivos a gastar el dinero, en lugar de ahorrar. Sin ahorro, no hay inversión y sin esta caen el empleo y los salarios. Conforme hay menos empleo, hay más oferta de mano de obra y, a mayor oferta, menor precio (o sea, menor salario).
De otro, se producen incentivos para que las personas tiendan a buscar mecanismos para evitar pagar estos impuestos. Una buena parte de lo recaudado se iría a la manutención de cientos de inspectores y sus auxiliares que, sabe Dios con qué criterio, valorizarán el patrimonio de las personas, desde sus acciones en la bolsa, hasta sus joyas, para señalar cuál es el monto que le deben al fisco por haber ahorrado e invertido, en lugar de haberse “fumado” el dinero.
Pedir un impuestos a la riqueza es pedir más pobreza.