Rusia ha escalado su agresión a Ucrania amenazando con retaliación nuclear, empleando tácticas de tierra arrasada contra ciudades y advirtiendo con represalias a aquellos que “intenten interferir” con sus propósitos.
Ello ocurre en el marco de conflictos sistémicos cada vez más peligrosos, de la condena de la invasión por la Asamblea General de la ONU, del veto de una resolución similar del Consejo de Seguridad y de coordinadas sanciones económicas, sin precedentes en la posguerra, que responden a la esclavizante agresión.
La descontextualizada evaluación rusa del conflicto y su ejercicio ilimitado de la fuerza muestran así el arraigo del uso exponencial del poder como norma en las autoridades rusas. Y también su carencia de alternativas al aislamiento que la comunidad internacional le ha impuesto. Si tal es la dimensión de sus propósitos, estos se prolongarán más allá de Ucrania si no son limitados hoy.
De otro lado, la prioridad que Rusia le otorga a la iniciativa militar minimiza la posibilidad de negociaciones que no estén dispuestas a importantes concesiones.
Como contrapeso a esa voluntad unilateral, la mayor cohesión de seguridad occidental y el consenso económico coercitivo logrado en ese frente muestra una disposición cooperativa sin precedentes en la posguerra. Esas sanciones tendrán efectos de corto plazo (el deterioro de la perfomance rusa) y de largo plazo (la erosión de sus capacidades), pero parecen hoy menores en relación al impacto internacional causado por la agresión rusa.
Esta se refleja críticamente en el proceso de destrucción de Ucrania, pero también en el cambio de la percepción europea sobre amenazas convencionales que consideraba pretéritas. La percepción emergente se refleja en el hecho de que el escenario de integración y cooperación pacífica más exitoso (la Unión Europea) ahora sea consciente de que debe lograr una dimensión geopolítica y de defensa más potente, en el futuro rearme de Alemania y en el fortalecimiento de la OTAN.
En el ámbito transatlántico, la invasión rusa ha llevado a la convicción de que una adicional confrontación entre “democracias y autocracias” (así la define el presidente estadounidense Joe Biden), fría o no, se ha hecho realidad mientras que en el escenario transpacífico se incrementa la alerta militar por la influencia del conflicto euroasiático en las tendencias expansionistas chinas.
Esas posiciones incrementarán la propensión al uso de la coerción que podría proliferar en un marco de debilitamiento de los regímenes de comercio y de financiamiento globales. Aunque justificadas en el caso ruso, el recurso creciente a políticas de coerción económica son una muestra de ello.
Ahora es necesario detener a Rusia y limitar su influencia hostil. Y luego procurar su reinserción constructiva en la comunidad internacional. Ese propósito podría, sin embargo, degradarse en el proceso de fortalecimiento de capacidades militares nacionales que seguirán a este conflicto.