Hace poco, en el Perú hemos empezado a mirar el racismo de manera más frontal y a reconocer que representa un problema necesario de abordar para caminar hacia una sociedad más equitativa y justa para todas las personas.
A medida que la sociedad cambia, las dinámicas y las maneras de relacionarnos e interactuar se transforman, pero, muchas veces, lo que cambia es aquello que está en la superficie, y no necesariamente aquel problema de fondo que origina dinámicas e interacciones entre las personas y que responde a problemas mucho más graves de lo que pensamos.
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Cuando hablamos de racismo, por ejemplo, tendemos a pensar en este problema que, aparentemente, se está solucionando. Hablamos de la concientización, de cómo se están creando espacios para poder discutir las manifestaciones del racismo y nos pensamos como una sociedad cada vez más atenta a lo que está pasando, dispuesta a manifestarse en contra cuando sea necesario. Hablamos, también, de lo que pasa en otros países –lo que pasó en mayo del 2020 con el estallido de las protestas de Black Lives Matter– para establecer comparativos con los que concluimos que estamos mejor, que en el Perú no pasan estas cosas y que al menos aquí “nadie se muere por racismo”.
De lo que no hablamos, sin embargo, es de cómo este problema ha penetrado hacia lo más profundo de la estructura de nuestra sociedad, y de cómo convivimos con el racismo de manera tan cotidiana que se hace invisible a nuestros ojos.
Mientras seguimos mirando al racismo como aquello que es evidente y que se reduce a aquello que se puede identificar en las acciones que tienen como objetivo agredir a personas o negarles el acceso a espacios o el ejercicio de sus derechos, perdemos perspectiva sobre su dimensión más estructural, esa que está innegablemente adherida al tejido social y que sienta las bases de una pirámide que sigue asignando valores diferenciados a personas por cómo se ven.
El académico puertorriqueño Eduardo Bonilla Silva introdujo, hace ya algunos años, un concepto relevante para describir lo que está pasando con el racismo en el mundo: ‘racismo ciego’, un término que se utiliza para describir las situaciones que se generaron en una supuesta era postracista en Estados Unidos luego de la elección de Barack Obama, y que se refiere a nuevas maneras de manifestar el racismo en una sociedad que, en teoría, ya ha superado ese problema.
Lo que pasa cuando perdemos de vista lo estructural es que el problema no desaparece, solo se transforma. Y lo que sucede con el racismo peruano es exactamente eso: el racismo en el Perú está en un proceso constante de reinvención y mutación para alinearse con lo políticamente correcto y disfrazarse en manifestaciones cada vez más sutiles y difíciles de identificar. Mientras seguimos mirando la superficie, el racismo va sirviéndose de estrategias discursivas y cambios en la narrativa para darnos una falsa idea de desaparición, para hacernos sentir que estamos avanzando en algo.
Para empezar a hacer el trabajo de desenredar y repensar el racismo como una condición transversal en la sociedad tendremos que volver sobre nuestros pasos y pensar de qué manera contribuimos o nos beneficiamos de esta estructura que sigue generando división, diferencias y desigualdades. Tendremos que pensar, también, en qué cosas que forman parte de nuestra cotidianidad y de nuestra cultura están arraigadas en concepciones racistas y reflexionar, por ejemplo, sobre la manera en la que los estereotipos construidos sobre los cuerpos negros, indígenas y asiáticos siguen presentes en los medios de comunicación que, muchas veces, consumimos sin ningún cuestionamiento.
Necesitamos romper esa barrera superficial y elegir qué rol queremos asumir ante el racismo que nos atraviesa como sociedad. Es importante decidir qué debemos hacer para asumir una postura crítica y reflexiva sobre nuestras actitudes, o si seguiremos siendo agentes pasivos que dejen pasar situaciones que contribuyen a la normalización de estas formas sutiles que nos siguen enredando en nuestro propio laberinto.