Los votantes del sur son peruanos. Hasta hoy no hay evidencia biológica ni arqueológica que respalde la tesis de que son un eslabón perdido en la evolución hacia el homo limensis. Hay evidencia sólida de que cantan el himno nacional, comen cebiche y algunos osados han deslizado la hipótesis de que también celebrarían los goles de Paolo Guerrero.
Solo ocupan los titulares cuando su ánimo contestatario les merece la fama de sabotear el progreso económico y, con mayor razón, a medida que se acercan las elecciones. ¡Qué se habrán creído estos revoltosos! Seguro arrastran miedos atávicos y coloniales que les impiden ver el camino al progreso. Otros nostálgicos extraviados dirán que buscan al inca para recrear la utopía andina. Lo cierto es que detrás del voto del sur hay razones complejas que no se agotan en un manojo de lugares comunes o etiquetas como antilimeño o antisistema. Ni los historicismos deterministas ni las desigualdades económicas completan bien el paisaje. Y ninguna convierte al sureño en una especie exótica de peruano. Somos peruanos con los mismos dramas que todos, que expresamos con cierta estridencia política nuestro descontento con el poder central, porque como recordaba Jacobsen, conformamos una comunidad cohesionada gracias a nuestros intensos intercambios sociales y comerciales.
Estas dos últimas semanas han sido un auténtico despliegue de tropas electorales para seducir al votante del sur. Ahí volvió Verónika Mendoza, con el deseo de reclamar el trono que le había sido arrebatado. Radicalizó su mensaje, especialmente en Arequipa, donde estampó su firma con una anotación de “recibido” en un documento que le cierra las puertas a Tía María. Participó de un encuentro con el expresidente boliviano Evo Morales, haciéndole un guiño a la nación aymara, que solo el paso de los días confirmará si fue intrépido o negligente. Su mensaje no ha conseguido calar como en el 2016, quizá por el rígido discurso que no desciende a las necesidades o por la ausencia de candidatos en el sur que le sumen respaldo territorial. Como sea, en medio del asalto, Humala disparó recordándole el episodio de las agendas. Una cuchillada por la espalda bruto. Y cuando se defendía en un flanco, apareció Pedro Castillo para recordarle al Goyo Santos del 2016.
También Hernando de Soto decidió desplegar tropas en La Rinconada, Puno, donde llegó para reiterar su propuesta de formalización ante una miríada de mineros artesanales. Airadamente retó a sus contendientes a debatir sobre esta minería. Sin embargo, cuando ofreció seguridad, olvidó denunciar los más nefastos legados de esta actividad en la zona: la trata de personas y la prostitución infantil. Sería ingenuo menospreciar el voto de derecha popular en el sur peruano. En los sectores marginales, Keiko Fujimori tuvo un considerable apoyo en el 2016. Ahí, donde tiene muy difícil crecer López Aliaga porque seguramente la concesión del ferrocarril a Machu Picchu le generará más de una antipatía popular, puede aprovechar De Soto para quebrantar el voto de la derecha y capitalizarlo –como le encantaría decir–.
Pero esta semana llega el rey provisorio del sur: Yonhy Lescano. Ha dejado para el final la marcha de su artillería en un territorio que ha conquistado sin lanzar una bala. Ya desplegó tropas en Ayacucho y Apurímac en un viaje que culminaría en Puno. Desde ahí comenzó a enfilar los cañones contra el alza del precio de los combustibles, en medio de una huelga masiva de los transportistas de carga pesada. Lescano no debe olvidar que el sur ha sido tantas veces traicionado por populistas que le prometieron la redención. Sin embargo, la lampa y el recuerdo sureño de Belaunde le permiten sumar adhesiones de tirios y troyanos, desde la ciudad al campo. Los generales asedian el sur.