La primera pifiada ensordecedora que escuchó Alberto Fujimori se la propinó Arequipa en 1997, cuando apenas pudo hablar durante 17 segundos en la inauguración de los Juegos Bolivarianos, en el estadio de la UNSA. Desde la tribuna escuchamos rumores de que habían infiltrado a fujimoristas en el estadio, pero no hubo manera de callar a la multitud. Fujimori estaba cosechando años de indiferencia que postergaron a Arequipa y que vieron cómo su aparato centralista terminó descabezando cualquier intento de proyecto de desarrollo regional. Incluso cuando volvió para la campaña del 2000, su mitin fue saboteado por un grupo de jóvenes que lanzaron piedras al estrado desde donde Fujimori se protegía detrás de los escudos de la policía.
Tras la encuesta del fin de semana, Keiko Fujimori inicia la segunda vuelta en el sur jugando de visitante en un estadio más hostil que el de 1997. Arranca con un lánguido 17%, según Ipsos, tan corto como esos 17 segundos de su padre, la menor votación por zona geográfica de todo el Perú para Keiko. El antifujimorismo en el sur es tan sólido como el voto antisistema, en especial en Arequipa, Cusco y Puno. Y si bien en el 2016 Keiko logró un importante tercer lugar, en el 2021 es utópico sostener que Keiko pueda siquiera acercarse a esos números. En varias regiones del sur fue la sexta fuerza electoral probablemente porque el antifujimorismo de hoy es también un antikeikismo contra los aplausos protocolares, la mototaxi y la bankada. Pero no hay otro camino, si quiere ser presidenta, por lo menos debería de evitar la debacle en el sur (ya no la derrota certera), dejándose oportunidades para remontar quizá en Lima y en el norte.
Por eso, cuando Keiko se marca la cancha y se sitúa en el cuadrante de la defensa del sistema económico y político, rápidamente se pone ella misma contra la línea, muy pegada a la derecha. Ese mensaje la aleja muchísimo del ánimo radical y contestatario del sur peruano, donde salvo en los segmentos mesocráticos, se queda sin espacio para crecer. Mientras Castillo anuncia una alianza con el pueblo, Keiko anuncia que defenderá el modelo de la amenaza de la izquierda radical. Advierte del abismo al que nos podría conducir la propuesta de Castillo. Pero muchos que lo han perdido todo durante la pandemia y son devorados por las deudas bancarias, sin vacunas y agobiados por la pobreza, le dirían: ¿de qué me estás espantando, si el abismo que estás imaginando es el abismo de mi cotidianidad?
Si algo tenía Keiko que no tenían otros era músculo político. En teoría, podía competir en los segmentos más populosos, donde hoy manda Castillo. Para competir ahí va a tener que desembarazarse de las taras que la derecha empresarial le ha cercado. Más que necesitar una coalición intelectual, necesita volver a los orígenes, recuperar al Alberto populista y ponerse sus botas. Debería haber aprendido algo del López Aliaga más audaz de esta campaña, tras una fatal crisis económica y sanitaria: la capacidad de condenar los abusos más sórdidos del sistema que defiende, por donde se cuelan muchísimas injusticias. Hoy necesita acercar la política a las necesidades de las grandes mayorías que sufren en medio de la pandemia, denunciando a algunas élites empresariales y políticas que se han aprovechado de la desgracia. ¿Podrá hacerlo y será convincente? ¿Cómo va a recuperar algo de terreno en el sur si lo que propone es mantener un piloto automático que parece un impasible y descorazonado burócrata que no se conmueve ante la indignación de millones?
Castillo gobierna plácidamente en el sur peruano. Protegido bajo el amparo del voto antisistema, un caleidoscopio de muchos reflejos, al que se añade uno más, quizá tan determinante como todos los demás juntos: el antifujimorismo, que comienza a recorrer las quebradas más profundas de nuestra sierra. Y si Keiko no lo detiene recuperando el músculo popular más originario, iniciará su arremetida despiadada contra Lima.