La orden de prisión preventiva contra Nicanor Boluarte, hermano mayor de la presidenta Dina Boluarte, podría marcar un punto de quiebre para un gobierno tambaleante y, además, ser el golpe definitivo para una administración atrapada en el desprestigio y la falta de liderazgo.
Con apenas un 3% de aprobación, según Datum-El Comercio, el gobierno de Boluarte no solo enfrenta una crisis política sin precedentes, sino también un desgaste institucional que amenaza con hundirlo por completo.
El juez Richard Concepción Carhuancho, conocido por sus decisiones polémicas pero meticulosas, sustentó la prisión preventiva con base en indicios que vinculan a Nicanor Boluarte con la organización criminal ‘Waykis en la Sombra’. Esta supuesta red tenía como objetivo construir un partido político para apoyar al Gobierno, utilizando recursos públicos con fines proselitistas. El caso revela no solo el abuso del poder político; revela la vulnerabilidad de las instituciones peruanas frente a la corrupción y la impunidad.
La defensa de Nicanor Boluarte, encabezada por el abogado Joseph Campos, ha calificado la medida de “inconstitucional” y sostiene que su cliente ha evitado las audiencias para “proteger su libertad”.
Sin embargo, los hechos son contundentes: Nicanor pasó a la clandestinidad, cortó contacto con sus abogados y enfrenta ahora una orden de captura nacional e internacional. Su huida no hace más que reforzar la percepción de un gobierno incapaz de manejar las crisis que lo rodean.
Este no es un caso aislado. La fuga de Vladimir Cerrón, líder de Perú Libre, sigue siendo un recordatorio de cómo los altos mandos políticos logran evadir la justicia en un país donde las instituciones parecen diseñadas para proteger a los poderosos.
Ahora, con el hermano de la presidenta en el mismo camino, el mensaje para la ciudadanía es claro: la impunidad sigue siendo la norma, no la excepción. Cada escándalo de este tipo profundiza el desencanto popular y socava aún más la confianza en un sistema que no parece estar a la altura de las demandas de la sociedad.
El ministro del Interior, Juan José Santiváñez, aseguró que la policía actuará conforme al marco constitucional para ejecutar la captura. Pero sus declaraciones no convencen, especialmente ante un historial de capturas fallidas y la sospecha de complicidad en las altas esferas del poder.
Mientras tanto, la presidenta guarda silencio. Pero antes, su férrea defensa pública del hermano, combinada con ataques a los periodistas que destaparon el caso, pesa ahora como una losa sobre su deteriorada credibilidad.
El simbolismo de este episodio es demoledor. Nicanor Boluarte como prófugo de la justicia encarna la incapacidad de un gobierno que, en lugar de actuar con integridad, priorizó la protección de intereses personales.
La falta de una respuesta contundente y ética desde el inicio ha comprometido la imagen de Dina Boluarte como líder, y ha expuesto su ineptitud para manejar una crisis que requería firmeza y claridad.
Este caso no es solo un problema legal; es el síntoma de un colapso sistémico. Un Ejecutivo atrapado en escándalos de corrupción, un Congreso sin legitimidad y un sistema judicial que lucha por imponer su autoridad dibujan un panorama desolador. En este contexto, el 3% de aprobación de Boluarte es más que un dato estadístico; representa un indicador del hastío nacional frente a un gobierno agotado al borde de la extinción, si es que aún existe.
Entonces, ¿cuánto más puede resistir? Si las instituciones no logran actuar con firmeza y si las respuestas siguen siendo débiles, el tiempo de Boluarte en el poder podría ser más corto de lo previsto.
En este escenario, la caída de su administración parece más una cuestión de cuándo, que de si ocurrirá. Sea como sea, su legado será uno de los capítulos más nefastos de la historia peruana, tan llena ya de oscuros episodios.