El sábado por la tarde, previo a la elección, muchos estuvimos esclavos de nuestros celulares, esperando el mensaje que nos revelara quién sería –con alta probabilidad– el nuevo presidente de la República. Es el simulacro que nos genera dudas o nos da tranquilidad.
Cada elección nos volvemos un poco adictos a los números. Les ponemos emoción y ganas a su interpretación, y, algunas pocas veces, un poco de razón. Somos el país del “matemáticamente posible”, aunque ello solo signifique que un milagro podría llevar los números a donde queremos.
Las encuestas se han convertido en ingrediente fundamental de nuestro debate político. Todos las odiamos cuando no hay elecciones y nos volvemos dependientes cuando llegan. Pero nos vamos acostumbrando a mirar las encuestas –las cifras en general– y a confiar en ellas de acuerdo con lo que se llama la posverdad. Esa capacidad que tenemos de menospreciar la evidencia y acomodar las cosas a lo que queremos, impregna nuestra capacidad analítica y tomamos aquello que nos “conviene” y lo hacemos propio.
En estas elecciones hemos tenido hasta seis encuestadoras trabajando cifras. Tenemos que decir que con números más o menos, todas las empresas consideradas serias siempre mostraron las mismas tendencias de resultados. Validez concurrente, que le llaman. Variaban en las preguntas adicionales y en aspectos metodológicos, pero nos mostraron, desde la primera vuelta, la misma foto: hiperfragmentación, bajísimo compromiso y mínimo interés de la opinión pública por la elección.
Pero decidimos, pese a ello, dudar, generar mayor importancia a las posiciones relativas, ver quiénes estaban en primer, segundo o tercer lugar. Dejarnos llevar por lo que nos “gustaba” y no por lo que “pasaba”. Entonces, recurrimos más al testimonio de quien hacía la encuesta que a lo que la encuesta decía. Perdimos el foco. O buscamos la luz que más se acomodaba a nuestro camino. Nos importaba más si el candidato estuvo primero, segundo o tercero antes que a quién representaba y cómo se construía su candidatura. Cuando los números dejan de tener contexto, pierden por completo su significado.
En esta última elección tuvimos mucho de eso. Empezamos a creer aquello que complementaba nuestra manera de pensar y atacamos lo que no. La encuestadora considerada más roja es la que más intención de voto le dio al fujimorismo una semana antes. La que venía precedida de mayor confianza y credibilidad fue cuestionada no por sus datos, sino porque es afín a una posición. Todos compartimos esa culpa, esa duda, esa sensación de que hay algo que no nos dicen. Y dejamos de pensar en el número y su significado.
Así llegamos a la elección, con las mismas discusiones, las mismas dudas, las mismas sensaciones. Dejó de ser la encuestadora la que nos preocupó y pasó a ser la ONPE. La institución que en solo tres días ha llegado a procesar el 96% de la totalidad de la información. La que más rápido, más transparente y más sencillo nos ha informado de todo el proceso. Pero por transparente y rápida es “fraudulenta” si no me gustan sus resultados. Si no hacen que mi candidato o candidata gane.
El número no tiene la culpa de las frustraciones. No podemos inventarnos algo cada vez que no nos guste. Pero eso lo hemos transformado en un deporte. Ojalá que podamos sacar de esto una lección, también.