En el convulso ambiente que vivimos estos días, nos debatimos entre encontrar culpables tanto como salidas a la crisis. Las manifestaciones en contra del Gobierno se van extendiendo, alimentadas por una respuesta brutal y represiva, sobre todo fuera de Lima, que no ha sabido discriminar entre agitadores violentos con una clara estrategia desestabilizadora y personas enojadas con la situación política.
Es difícil vislumbrar una salida a la crisis en lo inmediato. Invocaciones al diálogo parecen estériles ahí donde una afasia política traduce malestar en protestas y movilizaciones y ni la renuncia de Dina Boluarte garantiza una solución, como reconocía Max Hernández frente a Jaime Chincha el mismo día que se abortaba la reunión del Acuerdo Nacional, ni aparece probable que la presidenta pueda sostenerse solo a punta de balas. Ningún gobierno, autoritario o democrático, se sostiene sin un gramo de legitimidad.
Y lo cierto es que, ya sea que sobreviva o no este gobierno a los próximos días, iremos nuevamente a las urnas en breve, y lo más probable es que enfrentemos, otra vez, una elección polarizada, y que la ocasión se convierta, otra vez, en un referéndum por el modelo y la Constitución del 93. Enfrentados, otra vez, entre una defensa dogmática del estatus quo y una izquierda con vocación adánica que quiere tirar todo por la borda. Y la tuerca se sigue aflojando.
Y entonces urge pensar en cómo no ponemos en riesgo lo avanzado. El reto es político, no ideológico ni comunicacional. Es innegable el rol positivo que la estabilidad macroeconómica y la disciplina fiscal han tenido, pero también es injusto acusar de ignorantes o fetichistas a los que buscan un cambio radical y que en elecciones o encuestas representan consistentemente cerca de un tercio del país y están concentrados en la misma área del país que hoy más reclama.
Por eso, creo que el camino no es defender los logros del capítulo económico de la Constitución, como lo hizo recientemente Waldo Mendoza en “Gestión”, porque eso es como ir al Comando Sur a vitorear a Alianza Lima. No es a los políticos o intelectuales de izquierda a quien se debe convencer, sino a sus votantes. Y a ellos, a los ciudadanos de Apurímac (que en un 75% prefirió a Castillo sobre Keiko) no se les catequiza predicando las bondades de la Constitución y lo mucho que se benefició su región si las brechas se mantienen y su calidad de vida no mejora sustantivamente.
No voy a negar que una mirada economicista sea parcial, pero si hablamos de la continuidad institucional, es necesario que esta se construya sobre la base de una legitimidad. Ningún gobierno, régimen o Constitución se sostiene de otra manera. Hay cambios de fondo que van a tomar tiempo, pero tanto en el largo plazo como en el mediano o el corto plazo es urgente dejar atrás el Estado roño y ausente y reconocer que, si no acompaña al mercado, ni uno ni otro gatillará el crecimiento que puede crear la base para el desarrollo.
En línea con el recuento histórico que presentó Carlos Contreras el jueves, un eslabón más próximo y relevante con lo que vivimos hoy es el impacto desigual de las reformas de mercado, la globalización y el ‘boom’ de los ‘commodities’ de los últimos 20 años. Se tomaron decisiones trascendentales que nos acompañan hasta hoy y que deben ser tomados como referencia. Por un lado, el Estado eligió un sector ganador, el agroexportador, que se desarrolló, en parte, gracias a incentivos tributarios y laborales, el desarrollo de obras de irrigación y la promoción de acuerdos comerciales con el mundo. Y eso permitió que la industria en la costa absorbiera y creara mucho empleo.
Pero, por otro lado, con una informalidad ya arraigada en el país, también se decidió dejar en libertad y a su suerte otros sectores y áreas del país, bajo la premisa ideológica de que había que retirar la presencia del Estado y dejar volar al mercado. Y el mercado respondió, con la venia de un Estado fantasmal, con la proliferación de economías informales (transporte urbano, comercio) e ilegales (minería, narcotráfico).
Y, por mucho tiempo, la informalidad fue funcional al modelo. Fue una válvula de escape económica y un obstáculo para la formación de sindicatos, organizaciones y la agregación de frentes de defensa. Por eso discrepo de la opinión de Michael Reid que, entrevistado por Fernando Vivas, absolvía al modelo y al mercado y responsabilizaba al Estado por la falta de desarrollo. El modelo, en realidad, fue construido asignándole un rol al Estado, y las consecuencias de esas decisiones las estamos viendo hoy. Como bien señaló Carlos Meléndez hace poco, el triunfo del modelo fue también una tragedia institucional.
Philippe Petit, el famoso equilibrista conocido por caminar sobre una cuerda entre las Torres Gemelas, decía que el vértigo no es el miedo a caer. Es, en realidad, el miedo a saltar al vacío. Ese es el impulso que el país debe temperar en estos días, atraído por ambos lados del abismo. Y para ello hay que reconocer que el Estado debe tener un lugar mucho más activo en la defensa del modelo, aunque eso suene a herejía para algunos.