El jueves, me desperté al amanecer con el sonido de las explosiones. Salté de la cama, perpleja. ¿Tal vez fue un sueño? Pero luego escuché otra fuerte explosión, y luego otra. Kiev temblaba. Tomé mi teléfono y leí que el presidente de Rusia, Vladimir Putin, había ordenado a su ejército atacar Ucrania. Habían empezado a bombardearnos.
Los movimientos de Putin a principios de esta semana, reconociendo la independencia de dos regiones en el este de Ucrania y enviando tropas a ambas, dejaron en claro que la guerra estaba llegando. Para Putin, como explicó en su enloquecido discurso del lunes, Ucrania no es un estado soberano y no tiene derecho a existir. Debe ser dominado por la fuerza, bajo el control de Rusia.
Los tanques y las tropas que llegan al país tienen la intención de hacer realidad la fantasía de Putin. Pero nosotros en Ucrania sabemos lo contrario. Alrededor del 43% de los ucranianos, según una encuesta reciente, están listos para luchar contra los rusos, y más de 100.000 ya se han unido a las unidades de defensa en todo el país. Lucharemos, como dijo nuestro ministro de Relaciones Exteriores el miércoles, por cada centímetro de nuestra tierra.
Putin afirma que es un libertador y que Ucrania se beneficiará de la invasión. Pero incluso mi abuela de 76 años, una típica ‘babushka’ soviética que todavía extraña a la URSS y su “estabilidad”, piensa que se ha vuelto loco.
La llamé temprano el jueves por la mañana, mientras la mayor parte de Kiev todavía dormía. Estaba completamente despierta. “Sálvate a ti, a tu esposo y a tu perro”, me dijo. Me quedaré en mi apartamento. Si un misil ruso golpea mi casa, bueno, que así sea. Tuve una larga vida. Prefiero morir en mi piso perfectamente decorado antes que en algún sótano sucio”.
Traté de instarla a empacar sus pertenencias y documentos, pero ella se negó. “Prefiero cocinar un poco de sopa”, me dijo, con risas tristes, y terminó la llamada. Esto fue devastador: mi abuela lo es todo para mí, toda la familia que me queda, y nuestras vidas están entrelazadas. La idea de dejar a mi abuela atrás es demasiado difícil de soportar. Para evitar la desesperación, llevé a mi perro, Hans, a pasear. Ni siquiera un ataque ruso detendrá la necesidad de ejercicio de Hans.
Mientras caminaba, vi personas en todo tipo de estado de ánimo a mi alrededor. Algunos de ellos discutían mientras esperaban su turno en la gasolinera. La gente conducía maníacamente y los autos zumbaban por las calles. Cada vez que había un sonido fuerte, la gente miraba hacia el cielo, temiendo un avión de combate ruso.
Me apresuré a casa y me conecté a Internet. Las tropas rusas, leí, habían violado las fronteras ucranianas desde Crimea y se habían apoderado de varias ciudades fronterizas. Los tanques rusos se habían acercado a Járkov, nuestra segunda ciudad más grande. En una ciudad justo al lado de Kiev, helicópteros rusos atacaron el aeropuerto local. Y las fuerzas rusas capturaron Chernóbil. En las primeras horas de defensa del país, más de 100 soldados ucranianos murieron y decenas resultaron heridos.
Su sacrificio fue fiel a nuestro país. Su fortaleza, ingenio y espíritu de resistencia brillarán. Ucrania es nuestra, no importa lo que diga Putin. Tengo 31 años, nací en el año en que Ucrania se independizó: mi vida adulta ha sido vivida en la sombra proyectada por la agresión rusa. Primero Putin anexó Crimea, luego fomentó la guerra en el Donbás que ha matado a más de 14.000 personas. Ahora la batalla por Ucrania ha llegado a su clímax.
Pero se trata de algo más que Ucrania. Es una contienda entre democracia y autocracia, libertad y dictadura, cuyas implicancias se dispersarán por todo el mundo. No es solo nuestra lucha. Así que, por favor, no nos dejen solos para luchar contra eso.
–Glosado, editado y traducido–
© The New York Times