A raíz de los recientes fenómenos hidroclimáticos, algunos analistas han advertido que los desastres pueden constituir coyunturas críticas que desafían la capacidad de los gobernantes para manejar emergencias y entornos radicalmente cambiantes. Bajo esta consideración se han leído, por ejemplo, las últimas encuestas de aprobación gubernamental, en la lógica que indica que una reacción eficaz, oportuna y efectiva ante los desastres le habría redituado ganancias políticas al Gobierno.
La relación entre desastres y política no siempre se ha dado por sentada, como tampoco ha generado tanto interés en los estudiosos del poder. No obstante, la literatura internacional ha dado cuenta de la existencia de alguna forma de asociación entre las calamidades y la esfera política. En 1925, “The American Political Science Review” publicó un artículo académico sobre la relación entre las lluvias y el surgimiento de un movimiento populista en el estado de Nebraska en EE.UU. Posteriormente, en los años 70 otras revistas especializadas divulgaron estudios que postulaban cómo los terremotos de Nicaragua (1972) y de Guatemala (1976) gatillaron coyunturas críticas que debilitaron a sus regímenes autoritarios.
Esta ruta de investigación se fue refinando con el tiempo, dada la inquietud por conocer cómo los desastres podrían afectar a los gobiernos democráticos. Estos enfoques incorporaron variables adicionales, como la consolidación del sistema político, el crecimiento económico, el capital social, la cultura política, entre otros. Al fin y al cabo, un tornado no tendría el mismo impacto en Estados Unidos que en República Dominicana. Sin embargo, una amenaza natural no golpearía de igual forma a ricos y a pobres, incluso en países de altos ingresos. Eso ocurrió con el huracán Katrina en el 2005. En aquella ocasión, las diferencias socioeconómicas de la sociedad estadounidense se hicieron más evidentes tanto por los estragos del fenómeno como por la deficiente ayuda que el gobierno de George Bush brindó a los damnificados de Nueva Orleans, conformada mayoritariamente por afroamericanos.
En el caso de Latinoamérica, aspectos como la consolidación democrática, la legitimidad de los sistemas políticos, el grado de fortaleza estatal, las desigualdades socioeconómicas o la consistencia del tejido social resultan críticos para medir el impacto de una amenaza natural. En el 2014, la revista “Comparative Politics” publicó un estudio que comparó cómo los terremotos afectaron a Chile y Haití, dos naciones muy distintas en todo nivel. Aunque en Chile la infraestructura física resistió mejor el sismo y la ayuda llegó con más rapidez que en Haití, ello no evitó que posteriormente en el país del sur se produjeran protestas sociales. Los desastres interactúan con el poder y la sociedad; bien gestionados, podrían fortalecer a los que tienen el poder, pero un mal desempeño erosionaría su posición.
En el Perú, los efectos de los desastres –mayormente mal manejados– no han logrado convertirse en oportunidades políticas que los gobernantes capitalicen. Lo que pasó con El Niño costero en el 2017, y ahora con el ciclón Yaku, demuestra que las autoridades no supieron adoptar acciones preventivas, pero tampoco gestionar adecuadamente la ayuda. Si el fenómeno de El Niño costero facilitó una breve “luna de miel” para el gobierno de entonces, los actuales eventos climáticos ya produjeron en Piura un cierre de carreteras en reclamo de una mayor atención del Gobierno. Todo esto ratifica el viejo supuesto de que los desastres expresan los problemas no resueltos del desarrollo.