La democracia, como muchos de los bienes más preciados, es en esencial frágil. En años recientes, la erosión democrática en sistemas políticos mucho más estables que el nuestro –como el estadounidense y algunos europeos– ha sido un claro recordatorio de su fragilidad y del hecho de que nunca debemos darla por sentada. Si algunas de las democracias más consolidadas pueden verse afectadas ante los demonios de estos tiempos, no nos debería sorprender que, en América Latina, con todas sus fracturas e inequidades, nuestras democracias de baja intensidad estén viviendo un período de estagnación –en el mejor de los casos– y de abierto deterioro en otros (Mainwaring y Pérez-Liñan, “Journal of Democracy”, 2023).
La democracia, por otro lado, puede ser también exasperante, en especial para quienes demandan respuestas urgentes ante sus necesidades más acuciantes. Los consensos pueden, a veces, tardar y cuesta demasiado alcanzarlos. Sin embargo, con todos sus problemas, la democracia merece ser defendida, tanto por ser un fin en sí mismo, como un medio para resolver disputas sin violencia. Es nuestro mayor logro como civilización. De allí que, como valor intrínseco, la democracia nos permita tener una convivencia más pacífica y cohesionada. Cuando la perdemos, la extrañamos porque, como medio para saldar conflictos, ofrece en las horas más álgidas de la historia de los países válvulas de escape, rutas de salida para apaciguar nuestros impulsos más tribales. La democracia debe, entonces, ser defendida y protegida para no caer en la barbarie.
El Perú es un país de demócratas precarios –como notaba Eduardo Dargent hace más de una década– o una democracia sin demócratas –en palabras recientes de Alberto Vergara–. Difícil discrepar con alguna de estas afirmaciones. Sin embargo, los estudios del paso del autoritarismo a la democracia advierten desde hace cuatro décadas que esas transiciones son posibles incluso sin la presencia de élites políticas –civiles o militares– con convicciones democráticas. Esto sucede cuando la democracia es más conveniente para sus intereses que otra forma de gobierno. La pregunta de estas horas aciagas es si para nuestros actores políticos centrales una democracia, aunque sea de mínimos, es conveniente o no.
En primer lugar, está la jefa del Estado, Dina Boluarte. A estas alturas, tras seis semanas de estallido social, la presidenta debería haber entendido que lo más favorable para su presidencia es encauzar las protestas en el marco democrático. Esto implica reconocer que es políticamente inviable consolidar un régimen legítimo sobre la base de más de 50 muertos y que para eso es necesario un cambio de estrategia para contener las protestas. Significa también comprender uno de los deberes fundamentales de todo puesto de elección popular: la rendición de cuentas frente a la ciudadanía, la obligación de atender demandas, en especial las de los que disienten de uno. En otras palabras, debe reconocer que, en estas horas desconcertantes, a la vez que se dan formas de protesta ilegítimas y vandálicas –soportadas por intereses ilegales y criminales– se producen también reclamos legítimos con demandas políticas muy claras como el pedido de su renuncia. Y que no se puede simplemente desestimar la opinión de miles de compatriotas que no la quieren ver en la Presidencia de la República.
Para la derecha legislativa, que se dice defensora de una economía de mercado y el estado de derecho, el reconocimiento de la necesidad democrática debería haberse asentado como lectura de su propia debilidad. Tras el fracaso político de la tesis del fraude del 2021 y el desprestigio que eso significó, las fuerzas de derecha deberían haber comprendido que si la presidenta cae no estarán en condiciones de liderar la transición hacia una nueva elección, pero serán los responsables, por aritmética parlamentaria, de elegir al nuevo presidente. Esto significa que el descontento y la rabia estarán sobre todo dirigidos a ellos, lo que complicará seriamente sus proyecciones electorales futuras. Les conviene –o convenía– sostener a Boluarte, pero no sobre una estrategia de mano dura que solo alimenta el fuego de la protesta. Deberían, más bien, buscar el adelanto electoral para el 2023, dejando en evidencia a la izquierda que busca condicionar el anticipo de la votación a la inclusión de la asamblea constituyente. Eso sería hacer política.
Para buena parte de la izquierda, que enarbola hace décadas la bandera de la constituyente, podría pensarse que la tesis de agudizar las contradicciones le es funcional para conseguir su ansiada transformación. Deberían, cuanto menos, matizar esa lectura. En primer lugar, no se puede descartar que el nivel de violencia y la extensión indefinida de la protesta haga que pierda apoyos, incluso entre sus propias bases sociales. Por otro lado, si algo debiera ilustrar el caso chileno, es que una asamblea constituyente no tiene por qué salir bien o ser un camino sencillo. Nada garantiza que con la polarización actual se pueda elegir una asamblea constituyente a su medida, y menos aprobar una constitución que transforme, en la dirección que la izquierda quiere, nuestra convivencia social y económica.
¿Qué tienen en común estos actores? Vivimos una paradoja. Podría pensarse que en un clima de polarización como el que nos encontramos deberían erigirse actores políticos fuertes, que representen a amplios sectores sociales. En vez, lo que tenemos es una polarización que convive con la fragmentación y el descrédito absoluto de la política y sus representantes. La presidenta es débil, el Congreso más aún, y las fuerzas de derecha y de izquierda son repudiadas. Hay un clamor creciente de que se vayan todos, pero cuando todos los actores son débiles y las instituciones públicas cosechan niveles tan bajos de apoyo, la democracia les ofrece a todos esos actores las mejores posibilidades de obtener al menos algo, y no perderlo todo.