El término ‘noticias falsas’ se ha convertido en un epíteto que el presidente estadounidense, Donald Trump, aplica a toda información que le resulte desfavorable. Pero también es un término analítico que describe la presentación deliberada de desinformación como si fuera una noticia periodística.
El problema no es del todo nuevo. Ya en 1925, “Harper’s Magazine” publicó un artículo sobre los peligros de las noticias falsas. Hoy, unos dos tercios de adultos estadounidenses reciben noticias en parte a través de las redes sociales.
Hay en todo el mundo muchas organizaciones (estatales, delictivas o de aficionados) con capacidad para descifrar los algoritmos que las plataformas tecnológicas aplican a la información. El gobierno ruso fue uno de los primeros que comprendió el modo de instrumentalizar las redes sociales para atacar a Estados Unidos usando empresas estadounidenses como armas.
Saturadas por el inmenso volumen de información disponible en Internet, a las personas les cuesta decidir hacia dónde mirar. La atención, más que la información, es el recurso escaso que hay que obtener. Pero el análisis de macrodatos y la inteligencia artificial permiten una comunicación ultrapersonalizada, que encierra a las personas en una “burbuja de filtros” donde solo ven aquella información con la que están de acuerdo.
Los servicios “gratuitos” ofrecidos por las redes sociales se basan en un modelo de negocios en el que los verdaderos productos (que son vendidos a los publicistas) son la información y la atención de los usuarios. Los algoritmos se diseñan para que puedan aprender lo que mantiene el interés de los usuarios, a fin de que se les puedan mostrar más anuncios y generar más ingresos.
Emociones como la indignación estimulan el interés, y está comprobado que noticias indignantes pero falsas atraen a más lectores que las noticias reales. Un estudio halló que en Twitter las falsedades tenían 70% más de probabilidades de ser retuiteadas que las verdades. En otro estudio sobre las manifestaciones que hubo este año en Alemania se encontró que el algoritmo de YouTube dirigía sistemáticamente a los usuarios hacia contenidos extremistas, porque allí es donde hay más clics e ingresos. Muchas veces la labor de verificación de datos (‘fact-checking’) de los medios informativos convencionales no puede seguir el ritmo, y puede incluso ser contraproducente, al dar más visibilidad a la noticia falsa.
Soluciones tecnológicas como la inteligencia artificial no son la panacea. Por ser a menudo más sensacionales y escandalosas, las noticias falsas viajan más lejos y más rápido. La información falsa recibe muchos más retuits en Twitter y en mucho menos tiempo que la información verdadera, y el mero hecho de repetir una noticia falsa, incluso en un contexto de verificación de datos, puede aumentar la propensión de las personas a tomarla por verdadera.
Antes de la elección presidencial del 2016 en Estados Unidos, la Agenstvo Internet-Issledovanij (Agencia de Investigaciones en Internet), con sede en Rusia, dedicó más de un año a crear decenas de cuentas en las redes sociales que se hacían pasar por medios periodísticos estadounidenses. A veces presentaban noticias favorables a un candidato, pero muchas veces solo buscaban generar una impresión de caos y malestar con la democracia y desalentar el voto.
Cuando en 1996 el Congreso estadounidense aprobó la Ley de Decencia en las Comunicaciones, a las recién nacidas empresas de redes sociales se las trató como proveedores de telecomunicaciones, como medios neutrales que solo posibilitaban la interacción. Es evidente que este modelo quedó desactualizado. Bajo presión política, las principales empresas han comenzado a vigilar sus redes con más cuidado.
Pero la limitación de la libertad de expresión, protegida por la Constitución de Estados Unidos, plantea difíciles problemas. Es cierto que las máquinas y los actores extranjeros no tienen derechos conforme a esa enmienda (y de todos modos, las empresas privadas no están supeditadas a ella), pero sí los tienen las personas y organizaciones estadounidenses (por más aberrantes que sean), y estas pueden servir como intermediarios de influenciadores extranjeros.
En cualquier caso, el daño hecho por actores extranjeros puede ser menor que el que nos hagamos nosotros mismos. El problema de las noticias falsas y de los impostores extranjeros que se presentan como fuentes de noticias reales es difícil de resolver, porque implica tensiones entre valores que son importantes para nosotros. Las empresas de redes sociales, temerosas de que las acusen de censura, no quieren que las regulen los legisladores, y estos las critican por sus pecados de acción y de omisión.
La experiencia europea hace pensar que el periodismo de investigación y la preparación de la opinión pública pueden ayudar a inmunizar a los votantes contra campañas de desinformación. Pero es probable que el combate a las noticias falsas siga siendo un juego del gato y del ratón, entre los que las publican y las empresas cuyas plataformas explotan. Se convertirá en una parte del ruido de fondo electoral en todas partes. El precio de proteger la democracia será una vigilancia constante.
–Glosado y editado–Traducción de Esteban Flamini.