Los plazos procesales establecidos en la ley solo rigen para las partes en un proceso. Los jueces se toman todo el tiempo que quieren y ese es un tiempo que no les pertenece. Resulta irónico que los efectos de una sentencia se retrotraigan a la fecha en la que se interpuso la demanda.
A los jueces se les confía el poder jurisdiccional del Estado. Pero, si para que te reconozcan un derecho debes seguir un proceso judicial que dura entre 10 y 15 años de una vida, si para admitir una demanda un juez se toma meses y, para sentenciarla, años, si la Corte Suprema se tarda meses en resolver una casación y ha necesitado cinco años para pronunciarse sobre su octavo pleno casatorio (Casación 3006-2015-Junín), la conclusión solo puede ser el epígrafe de esta nota, que es también una protesta.
Los jueces, con honrosas excepciones, son insensibles al clamor social. Con esa conducta, además, se han convertido en los aliados de los deudores morosos y de aquellos que desprecian el cumplimiento de sus obligaciones. La morosidad de los jueces también es una forma de corrupción, pues propicia el cohecho; tanto el grande como el pequeño.
El cumplimiento oportuno de las obligaciones legales, hoy en día, reposa solamente en la buena voluntad de las personas, pues el que deliberadamente omite sus obligaciones sabe que pasarán años antes de que se expida una sentencia y se le pueda exigir –en vía de ejecución– su cumplimiento. Así, frente a esa situación de desprotección de derechos, el acreedor aceptará cualquier piltrafa antes de pasar por el calvario que significa un juicio, además de saber que su resultado será siempre incierto. Para el deudor contumaz, el trámite de la conciliación obligatoria solo es una dilación más.
Los colegios de abogados guardan silencio frente a esta grave situación, y las autoridades del Poder Judicial, responsables de su buen funcionamiento, no la han enmendado, por lo que es necesario que el Congreso de la República intervenga para corregirla, y que no se diga que se violenta su autonomía, pues el derecho del pueblo peruano a contar con un sistema de administración de justicia sano y con una justicia oportuna están por encima.
Ya se modificó el sistema de autocontrol disciplinario, que demostró ser inútil y costoso. La rotación de los mismos jueces que asumían el papel de contralores de sus colegas dio lugar a reciprocidades, oficinas saturadas con auxiliares, hipertrofiadas, en las que ciertos procesos disciplinarios, por la lentitud del trámite, prescribieron, liberando de responsabilidad al infractor que, de esta manera, obtuvo el beneficio de un proceder equivalente.
Esto llevó a establecer el sistema de control externo, confiándole la tarea a la Junta Nacional de Justicia (JNJ), demorada en su creación y cuyo actuar aún no se percibe. Esta medida, por ahora, será útil. Lamentablemente, el tiempo demostrará que el control externo tampoco es bueno, pues da poder sobre los jueces. Sabemos que, a fin de cuentas, todo reposa en la calidad de las personas.
Ahora resulta necesario revisar el problema de la gestión o administración del inmenso aparato judicial, el racionamiento de la carga procesal, la productividad de los jueces, y la administración de sus locales y servicios.