Pareciera que muchos de los implicados en ‘vacunagate’ no solo han mentido a la población, sino que se mienten también a sí mismos. En sus cartas y declaraciones, parecen autoengañarse al no reconocer que lo que hicieron estuvo mal.
¿Por qué no pueden advertir en el fuero interno la verdad del propio error? Quizá la razón radique en que no se trata de un solo acto, de una única equivocación aislada, de un pequeño desvío. Por el contrario, estamos ante un acto que forma parte de su modo de vivir. Reconocer el error, entonces, implicaría reconocer la incorrección del propio ser. Y es eso lo que no se puede poner en cuestión porque significaría una crisis existencial, el derrumbe de la autoimagen idealizada. Engañarse es entonces necesario para vivir consigo mismo.
“No podía darme el lujo de caer enferma”, “el presidente me lo solicitó”, “lo hicimos por el compromiso con la investigación”. Explicaciones superficiales, frases hechas y vacías que permiten eludir el riesgoso camino de la reflexión personal, esquivar el espejo en el que podrían encontrarse con su propia sombra.
Si los implicados hubieran tomado el otro camino –no el de defenderse, sino el de examinarse a sí mismos– quizá tendrían que haber dicho en sus declaraciones: “no sé decir que no a quien tiene poder, solo sé satisfacerlo”, “decido siempre enfocado en mí, la realidad del otro no está en la ecuación”, “disfruto de acceder, desde mi posición de poder, a bienes que otros no pueden tener”.
Lejos de eso, se defienden de su propia verdad siguiendo el camino de las frases hechas y la descalificación del otro. Así, si se les cuestiona: “¿por qué no dijiste que no al presidente?” o “¿no pensaste que hay otras personas en mayor riesgo?”, los implicados probablemente responderían: “bueno, así funcionan las cosas”. Y si los cuestionamientos continúan y se les dice: “el que las cosas funcionen así no justifica tu acción”, posiblemente pensarían “es que la gente no comprende, se quejan de todo, cuestionan sin saber, no tienen toda la información”.
Con ello, harían gala de lo que Freud identificó como rasgo de megalomanía: el creer que se tiene una comprensión total y global de las cosas, que el resto no puede alcanzar. De ese modo, descalifican al cuestionador, terminan la discusión y se blindan. Lo que quizá no sepan es que su conocimiento total no se sostiene en razones, sino en la incapacidad de examinar su propio modo de vivir.
¿Esta incapacidad la padecen solo los políticos? Claro que no, aunque sin duda son población en riesgo porque, como dijo Hannah Arendt, “la sinceridad nunca ha figurado entre las virtudes políticas”. Sin embargo, hoy en día, parece que todos estamos contagiados de la incapacidad de reconocer la propia verdad.
¿Su principal síntoma? Explicar la realidad haciéndola tolerable, amoldándola para justificarnos, ajustándola a nuestro deseo. Con razón decía Nietzsche que uno “ansía las consecuencias agradables de la verdad”, pero es “hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos”. Nuestra verdad querida es, así, aquella que nos deja bien frente a nuestros propios ojos y coloca el mal y lo incorrecto siempre en el otro. La verdad que merece hostilidad es la que habla de nuestra debilidad ética, de nuestra incapacidad de reconocer límites, de nuestra habilidad para someter la razón a la conveniencia.
¿La vacuna? La parrhesía ética, de la que habló Foucault en el último curso que dictó, es decir, el coraje de revelar la propia verdad al otro y a uno mismo.