Ahora que los internacionalistas de todas partes, incluyendo por cierto a los vernáculos verdaderos y autoproclamados, han agotado todas las predicciones y lucubraciones concebibles sobre las elecciones en Francia y sus repercusiones reales e imaginarias; es razonable predecir que Emmanuel Macron, el banquero independiente de izquierda centroliberal –¡porque estamos descubriendo con asombro que en estos tiempos florecen nuevas definiciones en política!–, ha de ser ungido hoy domingo 7 como el octavo presidente de la Quinta República por una fracción de los casi 46 millones de electores desafectos. Esto es así, no por aquella leyenda embustera sobre la sabiduría popular –Francia perdió su cartesianismo político cuando humilló a De Gaulle en el referendo constitucional de 1969– o por algún designio oracular, sino por un elemental rechazo al fundamentalismo cerval de la oferta alternativa y por la simple algoritmia de las estadísticas.
El más joven presidente de la historia francesa seguramente triunfará, así, luego de que se excluyera de la contienda a Alain Juppé, el único estadista que apareció en el tráiler comicial preparatorio, y de haber vencido en primera vuelta a nueve otros candidatos, entre ellos a dos de los tres más votados, el experimentado conservador Francois Fillon exterminado, además, quirúrgicamente por cierta prensa visceral, y el endogámico Jean-Luc Mélenchon. Mientras que aquel era una analogía algo desfasada de quien sería el flamante gobernante, Mélenchon resultó ser la versión siniestra de la derechista Marine Le Pen y también su alma gemela en las tribulaciones soberanistas destinadas a sustraer a Francia de la Unión Europea, entre otros despropósitos extremistas compartidos por ambos, además, con la confusa iconoclastia populista de Syriza en Grecia, del Podemos español, del Cinque Stelle italiano y hasta de la ALBA chavista, o bien del FPÖ austriaco, el UKIP británico y el PVV holandés.
Emmanuel Macron quedó en balotaje con Le Pen, a quien hoy debería vencer con propuestas de reformas drásticas pero no tan incendiarias como para remecer el modelo económico actual, que él mismo remozó parcialmente como ministro de Economía del gobierno saliente, ni el papel prominente que juega Francia en el contexto global. Pero le tocará ahora enfrentar un reto aun mayor, el de una Francia que sufre de esa patología crónica que Keynes tildó como “depresión nerviosa colectiva”, un ejercicio en antropofagia que consiste en negarse a sí misma como la nación con menores índices de pobreza entre las cinco mayores potencias europeas, con una de las tasas más bajas a nivel mundial en la disparidad distributiva de los ingresos y con una clase media acomodada que define a las dos terceras partes de su población.
El refuerzo de la economía con proyectos de inversión y el combate drástico al flagelo del desempleo, una resuelta medra de las instituciones europeas, un impulso al libre intercambio y circulación, y un combate frontal al terrorismo a nivel planetario serán algunas de las vigas mayores del nuevo Gobierno Francés a partir del próximo domingo 14 de mayo si lo encabeza Macron, joven tecnócrata de reconocida sensibilidad social, sólida formación académica y exitosa trayectoria profesional, aunque con una experiencia limitada en el complejo oficio de la gobernanza. Su desafío inaugural inmediato será asegurarse de que las elecciones legislativas en pocas semanas para la Asamblea Nacional, una cámara baja tradicionalmente más poderosa que el Senado, le dispensen suficientes diputados afines para emprender las profundas reformas que Francia requiere urgentemente.
Porque, sin una muy pronta transformación de la dinámica social y política del país, Emmanuel Macron también sería arrojado a la fosa común en donde yacen los cadáveres vivientes del establishment político, galvanizando así por añadidura el peligroso maremoto populista de la realidad alternativa, la posverdad y semejantes neologismos conceptuales que ya representan una grave amenaza de extinción al ciclo histórico de las ideologías imperantes en Occidente. Y también, porque ese populismo transgresor se está construyendo febrilmente sobre los escombros resultantes del empacho ciudadano con las desprestigiadas derechas e izquierdas arrastradas desde el siglo XIX, y sobre el hartazgo con la utopía condescendiente pero canibalesca de la globalización.