El término demagogo apareció en la antigua Grecia y fue Aristóteles quien denostó por primera vez de los “aduladores del pueblo”. Atenas disfrutaba del esplendor y la sabiduría de Pericles, el gran arquitecto del Partenón. Un cúmulo de errores de política exterior, sin embargo, aunados a la envidia y el resentimiento generalizado en otras polis menos favorecidas, arrastraron a Atenas a la conflagración contra Esparta y dio pie a la Guerra del Peloponeso. Fue un festín para los demagogos.
Queda claro que en tiempos recios florecen los demagogos; mala hierba que se esparce en circunstancias inesperadas de conflictividad social o política. En el Perú no era difícil anticipar que una tormenta perfecta que combinaba recesión, pandemia, forzado enclaustramiento, masiva y desordenada inmigración, y desprestigio político, pondría en jaque nuestra endeble institucionalidad democrática.
Así, en medio de la oscura tormenta, decía Aristóteles, aparecen los demagogos, los políticos charlatanes, los menos preparados para el buen gobierno, aunque sí los más audaces, duchos en la retórica de la conspiración, vociferantes en la tribuna, reiterativos en la mentira y los gritos, profiriendo insultos y prometiendo medidas extremas: liquidar constituciones, refundar sociedades, criticando lo malo para destruir lo bueno, anunciando “un tiempo nuevo”, “un hombre nuevo”, “un orden nuevo”, “un pacto social nuevo” y empezarlo todo de cero.
El epílogo de esas historias es harto conocido. Allí está la ruina de Perón en Argentina, los escombros de Castro en Cuba, el pavor y la estampida de Chávez y Maduro en Venezuela. Y más allá, trágicamente, el Holocausto, la locura cultural de Mao y las calaveras sobre calaveras de Pol Pot. Sin embargo, a pesar de que, una vez en el poder, el demagogo es inepto e influenciable ‘ad máximum’, es erróneo sostener que demagogo equivale a ignorante o fanático. La falta de preparación o la alucinación no son necesariamente signos distintivos del demagogo.
Lo que caracteriza particularmente al demagogo es la inclinación por exaltar los “impulsos apasionados”, “los prejuicios, emociones y miedos”, en palabras de Aristóteles, o “las pulsiones destructivas”, según Sigmund Freud. Al ministro de Economía ciertas marcas de automóviles “le pican el ojo y le hincan el hígado”. Al presidente Castillo le parece propio de un estadista dar 72 horas a los extranjeros ilegales para dejar el país y atribuir a los “pitucos” la culpa de la incompetencia y corrupción en los gobiernos regionales.
En 1932, un atribulado Albert Einstein envió una carta a Freud, padre del psicoanálisis. ¿Por qué la guerra? ¿Por qué la destrucción y muerte que se abate entre los países y al interior de los países debido a dirigentes capaces de arrastrar a naciones enteras al conflicto?, preguntaba Einstein. Freud responde aludiendo al instinto de muerte y destrucción, a las pulsiones tanáticas que anidan en los seres vivientes, conllevan violencia autoinfligida, xenofobia y belicismo, y que pueden conducir a la barbarie. Freud utiliza justamente el ejemplo de Grecia para recordarle a Einstein cómo ciertas polis fueron capaces de aliarse a Persia, el enemigo común, con tal de dar rienda suelta a sus propias tentaciones por el abismo.
¿Cómo contrarrestar estas pulsiones? Dice Freud que mediante la cohesión social, el ordenamiento jurídico, el imperio de la ley. Aristóteles hablaba del gobierno de las leyes. En nuestros días nos referimos al Estado de derecho o ‘rule of law’.
El demagogo es el hipnotizador sediento de aplauso en la Asamblea en Grecia o en Roma, o en la Revolución Francesa, o en la Asamblea Rusa de 1917, que repite simples y burdas letanías y emociones, que son las más fáciles de propagar. Así como en Grecia, Cleón e Hipérbolo exaltaban la lujuria de sus oyentes incitando a la guerra y al genocidio, en Cuba, Fidel Castro no dudaba en autorizar misiles nucleares y convertir a la isla en un prescindible peón de la Guerra Fría. A los unos y a los otros los une su afán adulador de la masa, manipulador de la líbido colectiva. Los une su imprudencia, su irresponsabilidad.
Al referirse indistintamente a “nacionalizar” o “estatizar” el gas de Camisea, simulando que ambos términos son intercambiables, el presidente Castillo apelaba a una distracción deliberada. Las consideraciones semánticas no le inquietan. Su propósito es desempeñar fielmente el rol de “adulador del pueblo”. En el camino, contribuye a atentar contra la cohesión social, el ordenamiento jurídico, incluyendo la Constitución, las leyes vigentes y los tratados de libre comercio. Al inmiscuirse en los ascensos de las Fuerzas Armadas y en las deudas tributarias, Castillo revela que su guion es el de Evo Morales y Hugo Chávez.
Los demagogos se caracterizan por ser “influenciables”, susceptibles a la adulación y al “culto a la personalidad”. Su obsesión por cortejar a los gritos a la audiencia causa daño y estropicios en el alma nacional. Lo estamos viendo ante nuestros ojos. En tanto la entreguista sombra cocalera de Evo Morales y la agenda sindical magisterial sigan proyectándose ominosamente sobre Palacio de Gobierno, esos gritos acompañados de incertidumbre y golpes de timón seguirán marcando el errático derrotero en la conducción del Gobierno.