Les vengo a presentar una historia que un amigo escritor me envió por correo hace unos días. Luego de leerla, le respondí que era inverosímil, que la dejara ahí, pero es un tipo obstinado. Juzguen ustedes mismos:
“Llegado el momento, el Gobierno canceló la Navidad. Ya meses antes había mutilado a las familias por decreto. De pronto, no quedó otra opción que transmitir el amor a través de un clic.
Ese verano terminó antes de que se fuera el sol, cuando en ese país de extenso litoral las playas fueron cerradas. El mar quedó prohibido. Luego se permitió un ingreso limitado gracias a un grupo de creativos burócratas: ahí estaban legiones de indignados mojándose los pies en la orilla con una tabla de surf bajo el brazo. A las playas desiertas llegaron, de las zonas más peligrosas de la ciudad, grupos de policías que antaño decían combatir el crimen. Caminaban sudorosos sobre la arena, ahora ensañados contra quienes se daban un chapuzón, contra quienes paseaban a sus perros, acechando a cualquiera que saliera a tomar aire fresco.
Las sonrisas y las esperanzas se extinguieron, y el futuro se acortó a la hora de la cena. Los ciudadanos eran cenicientas de un toque de queda que nunca quedó del todo claro por qué tocaba. Ya los esposos no se podían ver las caras. Jóvenes y prometedoras parejas se separaban. La tasa de suicidios se elevó. No hubiera sido descabellado leer un titular que dijera “Juegan al ajedrez sin tramitar permiso” o que un legislador intentara prohibir el sexo casual para evitar una segunda, tercera o cuarta ola. Vivían todos aterrorizados, aplaudiendo las limitaciones que les imponían una vez que el criterio fue reemplazado por el abuso, el diálogo por obligación, el miedo como herramienta de sometimiento.
Pero nada de esto aplicó al ministro de greñas rubias y despeinadas que tomaba vino en un jardín floreado.
Mientras tanto, los colegios se cubrieron de telarañas y los niños se olvidaron de cómo sumar. Aunque había quedado prohibida la socialización, por unos días de noviembre se promovieron protestas callejeras contra el breve presidente del bigote y, un domingo, día en que las calles estaban prohibidas, mandaron a todo el país a votar bajo pena de multa en escuelas que ya no servían para enseñar.
Al otro lado del mundo, pájaros de metal controlados a distancia perseguían viejecitas que caminaban encorvadas al mercado y un ministro descubrió cómo evitar más muertes: regular qué música se podía escuchar.
Un tiempo después llegó la pócima que –dijeron– traería la normalidad de regreso. Pero tras un año, con la amplia mayoría habiendo pasado por la jeringa y los récords de muertes en sus mínimos, bailar continuaba siendo un atentado y los bozales, que habían pasado de los perros a los humanos, quedaron tatuados en las caras, salvo en espacios cerrados como restaurantes. La fórmula “[inserte restricción] por salud pública” permitía impedirle de todo a una sociedad que ya no tenía nada. Por mantener el distanciamiento en las playas, se formaron apretujadas colas de personas necesitadas de un espacio de libertad. Y sin necesidad de leyes, continuaba cancelado el libre pensamiento. “No quiero pinchar a mi bebé, me parece que…” “¡Shhht!”, interrumpió el liberacho, ese liberal progresista con actitudes de facho, feliz de que el Estado por fin metiera las narices en cada resquicio de la individualidad. “El encierro fue un exceso”, expresó una eminencia de la medicina a la que una red social le cerró su cuenta. Solo quedaron algunos periodistas que, desde sus teleprompter, eran voceros extraoficiales de ministerios y organizaciones de salud. La palabra ‘pero’ fue desterrada del diccionario y floreció el prefijo ‘anti’, aplicado a todo aquel que opinara distinto. La duda fue desterrada, Descartes ignorado bocabajo en su tumba”.
Luego de leer estos párrafos, le escribí a mi amigo que las distopías funcionaban cuando, a pesar de todo, eran creíbles. Nadie te va a publicar, le dije. ¿Cómo es eso de que hasta la ivermectina se politizó?