Hace poco un titular de “The Guardian” lo advirtió: la pandemia por el COVID-19 representa la mayor amenaza a la salud mental para la población desde la Segunda Guerra Mundial. En realidad, hace meses que existe un consenso global que se trata de “la siguiente pandemia”. En nuestro país, con niveles históricos de pobreza y desempleo, medidas de distanciamiento social aún vigentes, y caracterizado como un país ‘outlier’ en trasgresión de normas sociales, es evidente que los estragos de la pandemia han generado un impacto negativo en la psique de todos los peruanos sin discriminación. Las consecuencias de no prevenir, contener, financiar y medir el tema, pueden resultar en una bomba de tiempo que nos pase factura en temas tan amplios como disímiles –desde violencia interpersonal hasta productividad laboral, entre otros–.
Vale la pena revisar los esfuerzos del Ejecutivo: en los últimos seis años el presupuesto en salud mental ha crecido en más del 300%. El año 2020 cerró con un presupuesto modificado de S/ 352.6 millones para esa partida. Considerando que para el 2021 el presupuesto para el sector salud y atención a la emergencia sanitaria es de S/ 21 mil millones; solo cerca del 2% está destinado a salud mental, mientras que países OECD asignan entre el 5% y 18% de sus presupuestos. Más allá de la inversión, se debe considerar la complejidad que las políticas públicas en salud mental conllevan: estigmatización, prejuicios y subestimación de la demanda. Un conocimiento profundo de la demanda es fundamental para dimensionar la oferta. El primer paso es establecer una línea base, de la que el Perú carece a la fecha.
Aún no hay luz verde para que nuestro país cuente con un presupuesto ad-hoc para una encuesta especializada, a la luz de fenómenos sociales surgidos en este contexto. Para ello, se requiere que dicho trabajo de campo sea realizado por personal idóneo, que genere un entorno facilitador para explorar temas de índole personal, relacionados no solo a potenciales trastornos mentales, sino también a malestar emocional y subjetivo, calidad de relaciones interpersonales, tolerancia a la violencia, desconfianza interpersonal, estrategias de afrontamiento ante el confinamiento, las preocupaciones económicas, y el hambre. Todo diferenciado por cohortes poblacionales.
Asegurar salud mental en la población es asegurar ciudadanos funcionales en una sociedad. Urge empujar esta medición, que guiará el diseño, evaluación y escalamiento de políticas efectivas, y el dimensionamiento de los costos directos e indirectos. En suma, nos permitirá contar con la foto del estado general del bienestar subjetivo de los peruanos en esta era tan crítica que nos ha tocado vivir.